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jueves, 10 de noviembre de 2011

Catequesis del Santo Padre, 9 de Noviembre 2011 - Salmo 119


Texto completo de la Catequesis del Papa del 9 de noviembre de 2011, tomado de RADIO VATICANO


Queridos hermanos y hermanas:


En las pasadas catequesis hemos meditado sobre algunos Salmos, que son ejemplo de los géneros típicos de la oración: lamento, confianza, alabanza. En la catequesis de hoy quisiera detenerme sobre el Salmo 119, según la tradición hebraica - 118 según la greco-latina: un Salmo muy particular, único en su género. Ante todo, por su largura: está compuesto, en efecto por 176 versículos, divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada una. Luego, tiene la peculiaridad de ser un “acróstico alfabético”: es decir, está formado, según el alfabeto hebraico, que está compuesto por 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con esa letra comienza la primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y de gran empeño, en la que el autor del Salmo ha querido desarrollar toda su gran capacidad.


Pero lo que para nosotros es lo más importante es el tema central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se comprende como enseñanza, instrucción, directiva de vida; la Torá revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre e impulsa su respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y este Salmo está talmente impregnado de amor hacia la Palabra de Dios, que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de donar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que hace libres y conduce a la felicidad. « Mi alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra», afirma el Salmista (v. 16); y luego añade: «Condúceme por la senda de tus mandamientos, porque en ella tengo puesta mi alegría» (v. 35); y también: « 97 ¡Cuánto amo tu ley, todo el día la medito!» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella él encuentra consuelo, en ella medita, la conserva en su corazón: «Conservo tu palabra en mi corazón, para no pecar contra ti» (v. 11), éste es el secreto de la felicidad del Salmista; que dice también: « Los orgullosos traman engaños contra mí. Pero yo con todo el corazón custodio tus preceptos» (v. 69).



La fidelidad del Salmista nace de la escucha de la Palabra, custodiándola íntimamente, meditándola y amándola, justo como hizo María, que « María conservaba y meditaba en su corazón » las palabras que le habían sido dirigidas y los eventos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asenso de fe (cfr Lc 2,19.51). Y si nuestro Salmo comienza proclamando “beatos” Felices los que siguen la ley del Señor » (v. 1b) y « Felices los que cumplen sus prescripciones lo buscan de todo corazón (v. 2a), es la Virgen María la que lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente, que describe el Salmista. Es Ella la verdadera “feliz”, como proclama Isabel « por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor » (Lc 1,45), y es a Ella y a su fe que el mismo Jesús rinde testimonio, cuando, a la mujer que le había gritado «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!», le responde: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican». (Lc 11,27-28). Ciertamente, María es feliz porque su vientre ha llevado al Salvador, pero sobre todo porque ha acogido el anuncio di Dio, porque ha custodiado atenta y amorosamente su Palabra.


El Salmo 119 está pues totalmente entretejido alrededor de esta Palabra de vida y de beatitud. Su tema central es la “Palabra” y la “Ley” del Señor, al lado de estos términos, se encuentran en casi todos los versículos algunos sinónimos como “preceptos”, “decretos”, “mandamientos, “enseñanzas”, “promesa”, “juicios”; así como tantos verbos relacionados con ellos, come observar, custodiar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir. Todo el alfabeto se desarrolla a través de las 22 estrofas de este Salmo, y también todo el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; allí encontramos la alabanza, el agradecimiento, la confianza, pero también la súplica y el lamento, siempre impregnados por la certeza de la gracia divina y de la potencia de la Palabra de Dios. Aun los versículos que están más marcados por el dolor y por el sentido de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y están impregnados de fe. « Mi alma está postrada en el polvo: devuélveme la vida conforme a tu palabra» (v. 25), reza confiado el Salmista; « Aunque estoy como un odre resecado por el humo, no me olvido de tus preceptos» (v. 83), es el grito del creyente. Su fidelidad, a pesar de estar ante una prueba, encuentra fuerza en la Palabra del Señor: « Así responderé a los que me insultan, porque confío en tu palabra» (v. 42), él afirma con firmeza; y aun ante la perspectiva angustiosa de la muerte, los mandamientos del Señor son su punto de referencia y su esperanza de victoria: « Por poco me hacen desaparecer de la tierra; pero no abandono tus preceptos » (v. 87).


La ley divina, objeto del amor apasionado del Salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El anhelo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo su propio ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2). La ley de Dios es una ley que se debe conservar en el corazón come dice el célebre texto del Shemá en el Deuteronomio:

Escucha, Israel … Estos preceptos que yo te doy, grábalos en tu corazón. Incúlcalos en tus hijos, háblales de ellos cuando estés en tu casa, cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. (6,4.6-7).

Centro de la existencia, la Ley de Dios requiere la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que se debe traducir en opciones concretas y que debe llegar a ser camino y seguimiento. Cuando se le pregunta qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, Jesús señala el camino de la observancia de la Ley, pero indicando cómo hacer para llevarla a su cumplimiento: « «Sólo te falta una cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme». (Mc 10,21 e par.). El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús.


El Salmo 119 nos conduce por lo tanto al encuentro con el Señor y nos orienta hacia el Evangelio. Hay en él un versículo en el que ahora querría detenerme: es el v. 57:”El Señor es mi herencia: yo he decidido cumplir tus palabras”. También en otros salmos el orante afirma que el Señor es su “parte”, su herencia: “El Señor es mi parte de herencia y mi cáliz”, reza el Salmo 16 (v. 5a), “Dios es la roca de mi corazón, mi parte para siempre” es la proclamación del fiel en el Salmo 73 (v. 23b), y aún más, en el Salmo 142 el salmista grita al Señor: “Tú eres mi refugio, tu eres mi herencia en la tierra de los vivos” (v. 6b). Este término “parte” evoca el evento de la repartición de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los levitas no se les asigna parte alguna del territorio, porque su “parte” era el Señor mismo. Dos textos del Pentateuco son explícitos al respecto utilizando el término en cuestión: «El Señor dijo a Aarón: ‘Tú no tendrás herencia alguna en su tierra y no habrá una parte para ti entre la suya: Yo soy tu parte y tu herencia entre los israelitas’», está escrito en el Libro de los Números (18,20), y el Deuteronomio subraya: “Por lo tanto Leví no tiene parte ni herencia con sus hermanos: el Señor es su herencia, como le había dicho el Señor, su Dios”.


Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden ser propietarios de tierras en el país que Dios donaba en herencia a su pueblo cumpliendo la promesa hecha a Abraham (cfr. Gen 12,1-7). La posesión de la tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa, criar a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos de la tierra. Así los levitas, mediadores de lo sagrado y de de la bendición divina, no pueden poseer, como los demás israelitas, este signo exterior de la bendición y esta fuente de subsistencia. Totalmente entregados al Señor, deben vivir sólo de Él, abandonados a su amor abastecedor y a la generosidad de los hermanos, sin herencia porque Dios es su parte de herencia, Dios es su tierra, la vida plena.


Y ahora, el orante del Salmo 119 se aplica a sí mismo esta realidad: “Mi parte es el Señor”. Su amor por Dios y por su Palabra le conduce a la elección radical de tener al Señor como único bien y custodiar su Palabra como don precioso, más valioso que cualquier herencia y cualquier posesión terrenal. De hecho, nuestro versículo puede traducirse de dos formas y podría entenderse de la siguiente manera” “Mi parte, Señor, es custodiar tus palabras”. Las dos traducciones no se contradicen, sino que se complementan recíprocamente: el salmista está afirmando que su parte es el Señor pero que también custodiar la palabra divina es su herencia, como dirá después en el v. 111: “Mi herencia para siempre son tus enseñanzas, porque son ellas la alegría de mi corazón”. Esta es la felicidad del salmista: a él, como a los levitas, le ha sido dada como parte de herencia la Palabra de Dios.


Queridos hermanos y hermanas, estos versículos son de gran importancia también hoy para nosotros. Ante todo para los sacerdotes, llamados a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndole a Él como único bien y única fuente de vida. Bajo esta perspectiva se comprende la libre elección del celibato por el Reino de los cielos, que hay que redescubrir en su belleza y fuerza. Pero estos versículos son también importantes para los fieles, pueblo de Dios que pertenece solo a Él, “reino de sacerdotes” para el Señor, llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida traída por el Cristo, nuevo y definitivo “Sumo Sacerdote” que se ofreció como sacrificio para la salvación del mundo. El Señor es su Palabra: estos son nuestra “tierra” en la que vivir en comunión y alegría.


Dejemos pues que el Señor introduzca en nuestro corazón este amor por su Palabra, y nos done al centro de nuestra existencia a Él y su santa voluntad. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz de nuestro camino, como dice el Salmo 119, de forma que nuestro camino sea seguro en la tierra de los hombres. Y que María, que acogió y generó la Palabra, sea nuestra guía y alivio, estrella polar que indica el camino de la felicidad. Entonces, también nosotros podremos gozar con nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los dones inesperados del Señor y de la inmerecida herencia que nos ha tocado:


El Señor es la parte de m i herencia y mi cáliz…
Para mí la suerte ha caído en un lugar delicioso:
Me herencia es estupenda (Sal 16,5.6).



Traducción del italiano: Cecilia Avolio de Malak;

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