texto tomado de RADIO VATICANO
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El mes de junio está tradicionalmente dedicado al Sagrado
Corazón de Jesús, máxima expresión humana del amor divino. El pasado viernes
hemos celebrado precisamente la solemnidad del Corazón de Cristo, y esta fiesta
da la pauta a todo el mes. La piedad popular valoriza mucho los símbolos, y el
Corazón de Jesús es el símbolo por excelencia de la misericordia de Dios; pero
no es un símbolo imaginario, es un símbolo real, que representa el centro, la
fuente de la que ha brotado la salvación para la entera humanidad.
En los Evangelios encontramos diversas referencias al
Corazón de Jesús, por ejemplo en el pasaje en el que el mismo Cristo dice:
«Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.
Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde
de corazón, y así encontrarán alivio» (Mt 11,28-29). El relato de la muerte de
Cristo según Juan es fundamental. Este evangelista testimonia de hecho aquello
que vio en el Calvario, o sea que un soldado, cuando Jesús ya estaba muerto, le
atravesó el costado con la lanza, y en seguida brotó sangre y agua (cfr Jn
19,33-34). Juan reconoció en aquel signo, aparentemente casual, el cumplimiento
de las profecías: del corazón de Jesús, Cordero inmolado sobre la cruz, brota
el perdón y la vida para todos los hombres.
Pero la misericordia de Jesús no es sólo sentimiento, es
más, es una fuerza que da vida, ¡que resucita al hombre! Nos lo dice también el
Evangelio de hoy, en el episodio de la viuda de Naím (Lc 7,11-17). Jesús
acompañado de sus discípulos está llegando justamente a una ciudad llamada
Naím, un pueblo de Galilea, en el momento en el que llevaban a enterrar al hijo
único de una mujer viuda. La mirada de Jesús se fijó inmediatamente en la mujer
en lágrimas. Dice el evangelista Lucas: «Al verla, el Señor se conmovió» (v.
13). Esta «compasión» es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, o
sea la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra
indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia. El término bíblico
«compasión» evoca las entrañas maternas: de hecho, la madre experimenta una
reacción exclusivamente suya frente al dolor de los hijos. Así nos ama Dios,
dice la Escritura.
Y ¿cuál es el fruto de este amor? ¡Es la vida! Jesús dice a
la viuda de Naím: «¡No llores!», luego llamó al muchacho muerto y lo despertó
como de un sueño (cfr vv. 13-15). Pensemos en esto. Es bello. La misericordia
de Dios da vida al hombre, lo resucita de la muerte. El Señor nos mira siempre
con misericordia, nos espera con misericordia. ¡No tengamos miedo de acercarnos
a Él! ¡Tiene un corazón misericordioso! Si le mostramos nuestras heridas
interiores, nuestros pecados, Él nos perdona siempre. ¡Es pura misericordia! No
olvidemos esto: es pura misericordia ¡Vayamos a Jesús!
Dirijámonos a la Virgen María: su corazón inmaculado,
corazón de madre, ha compartido al máximo la «compasión» de Dios, especialmente
a la hora de la pasión y de la muerte de Jesús. Que María nos ayude a ser
mansos, humildes y misericordiosos con nuestros hermanos.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera-Radio Vaticano)
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