Párroco: Padre Carlos Pérez

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Párroco: Padre Carlos Pérez

viernes, 17 de mayo de 2013

Los Siete Dolores de María - Mes de Mayo 2013 dedicado a la Stma Vírgen.


Practicamos esta devoción rezando, todos los días, siete veces el Avemaría mientras meditamos los siete dolores de María (un Avemaría en cada dolor).

María quiere que meditemos en sus dolores. Por eso al rezar cada Avemaría es muy importante que cerrando nuestros ojos y poniéndonos a su lado, tratemos de vivir con nuestro corazón lo que experimentó su Corazón de Madre tierna y pura en cada uno de esos momentos tan dolorosos de su vida. Si lo hacemos vamos a ir descubriendo los frutos buenos de esta devoción: empezaremos a vivir nuestros dolores de una manera distinta y le iremos respondiendo al Señor como Ella lo hizo.

Comprenderemos que el dolor tiene un sentido, pues ni a la misma Virgen María, la Madre “tres veces admirable”, por ser Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, Dios la libró del mismo.

Si María, que no tenía culpa alguna, experimentó el dolor, ¿por qué no nosotros?

PROMESAS DE LA VIRGEN A LOS DEVOTOS DE SUS DOLORES

  Siete gracias que la Santísima Virgen concede a las almas que la honran diariamente (considerando sus lágrimas y dolores) con siete Avemarías. Santa Brígida. 

1º. Pondré paz en sus familias.

2º. Serán iluminados en los Divinos Misterios.

3º. Los consolaré en sus penas y acompañaré en sus trabajos.

4º. Les daré cuanto me pidan con tal que no se oponga a la voluntad de mi Divino Hijo y a la santificación de sus almas.

5º. Los defenderé en los combates espirituales con el enemigo infernal, y los protegeré en todos los instantes de sus vidas.

6º. Los asistiré visiblemente en el momento de su muerte: verán el rostro de su Madre.

7º. He conseguido de mi Divino Hijo que los que propaguen esta devoción (a mis lágrimas y dolores) sean trasladados de esta vida terrenal a la felicidad eterna directamente, pues serán borrados todos sus pecados, y mi Hijo y Yo seremos “su eterna consolación y alegría”. 

LOS SIETE DOLORES DE LA VIRGEN 

1º. La profecía de Simeón (Lc. 2, 22-35) ¡Dulce Madre mía! Al presentar a Jesús en el templo, la profecía del anciano Simeón te sumergió en profundo dolor al oírle decir: “Este Niño está puesto para ruina y resurrección de muchos de Israel, y una espada traspasará tu alma”. De este modo quiso el Señor mezclar tu gozo con tan triste recuerdo. Rezar Avemaría.

2º. La persecución de Herodes y la huída a Egipto (Mt. 2, 13-15) ¡Oh Virgen querida!, quiero acompañarte en las fatigas, trabajos y sobresaltos que sufriste al huir a Egipto en compañía de San José para poner a salvo la vida del Niño Dios. Rezar Avemaría.

3º. Jesús perdido en el Templo, por tres días (Lc. 2, 41-50) ¡Virgen Inmaculada! ¿Quién podrá pasar y calcular el tormento que ocasionó la pérdida de Jesús y las lágrimas derramadas en aquellos tres largos días? Déjame, Virgen mía, que yo las recoja, las guarde en mi corazón y me sirva de holocausto y agradecimiento para contigo. Rezar Avemaría.

4º. María encuentra a Jesús, cargado con la Cruz (Vía Crucis, 4ª estación) Verdaderamente, calle de la amargura fue aquella en que encontraste a Jesús tan sucio, afeado y desgarrado, cargado con la cruz que se hizo responsable de todos los pecados de los hombres, cometidos y por cometer. ¡Pobre Madre! Quiero consolarte enjugando tus lágrimas con mi amor. Rezar Avemaría.

5º. La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor (Jn. 19, 17-30) María, Reina de los mártires, el dolor y el amor son la fuerza que los lleva tras Jesús, ¡qué horrible tormento al contemplar la crueldad de aquellos esbirros del infierno traspasando con duros clavos los pies y manos del salvador! Todo lo sufriste por mi amor. Gracias, Madre mía, gracias. Rezar Avemaría.

6º. María recibe a Jesús bajado de la Cruz (Mc. 15, 42-46) Jesús muerto en brazos de María. ¿Qué sentías Madre? ¿Recordabas cuando Él era pequeño y lo acurrucabas en tus brazos?. Por este dolor te pido, Madre mía, morir entre tus brazos. Rezar Avemaría.

7º. La sepultura de Jesús (Jn. 19, 38-42) Acompañas a tu Hijo al sepulcro y debes dejarlo allí, solo. Ahora tu dolor aumenta, tienes que volver entre los hombres, los que te hemos matado al Hijo, porque Él murió por todos nuestros pecados. Y Tú nos perdonas y nos amas. Madre mía perdón, misericordia. Rezar Avemaría.

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María en San Nicolás, nos dio este mensaje sobre sus siete dolores de hoy:

15-09-89 (fiesta de Ntra. Señora de los Dolores)

“Hija mía, en estos días, son Mis Dolores:
el rechazo hacia Mi Hijo,
el ateísmo,
la falta de caridad,
los niños que no nacen,
la incomprensión en las familias,
el gran egoísmo de muchos hijos en el mundo,
los corazones aún cerrados al Amor de esta Madre...”

En el libro "Las Glorias de María" de San Alfonso María de Ligorio se dice lo siguiente:

"El mismo Jesús reveló a la beata Mónica de Binasco que él se complace mucho en ver que se siente compasión por su Madre, y así le habló: Hija, agradezco mucho las lágrimas que se derraman por mi pasión; pero amando con amor inmenso a mi Madre María, me es sumamente grata la meditación en los dolores que ella padeció en mi muerte.

Por eso son tan grandes las gracias prometidas por Jesús a los devotos de los dolores de María. Refiere Pelbarto haberse revelado a Santa Isabel, que San Juan, después de la Asunción de la Virgen, ardía en deseos de verla; y obtuvo la gracia pues se le apareció su amada Madre y con ella Jesucristo. Oyó que María le pedía a su divino Hijo, gracias especiales para los devotos de sus dolores. Y Jesús le prometió estas gracias especiales:

1ª. Que el que invoque a la Madre de Dios recordando sus dolores, tendrá la gracia de hacer verdadera penitencia de todos sus pecados.

2ª. Que los consolará en sus tribulaciones, especialmente en la hora de la muerte.

3ª. Que imprimirá en sus almas el recuerdo de su Pasión y en el cielo se lo premiará.

4ª. Que confiará estos devotos a María para que disponga de ellos según su agrado y les obtenga todas las gracias que desee".

Mensaje de la Santísima Virgen María al P. Gobbi, del Movimiento Sacerdotal Mariano:

15 de septiembre de 1986
Fiesta de Nuestra Señora de los Dolores

Os formo en el padecer

"Hijos predilectos, aprended de Mí a decir siempre Sí al Padre Celestial, incluso cuando os pide la contribución preciosa de vuestros sufrimientos.

Soy la Virgen Dolorosa.

Soy la Madre del sufrimiento.

Mi Hijo Jesús nació de Mí para inmolarse, como víctima de amor, para vuestro rescate.

Jesús es el dócil y manso cordero, que mudo se deja conducir al matadero.

Jesús es el verdadero Cordero de Dios, que quita todos los pecados del mundo.

Desde el momento de su descenso a mi seno virginal hasta el momento de su subida a la Cruz, Jesús se ha abandonado siempre al Querer del Padre, ofreciéndole con amor y con alegría el don precioso de todo su padecer.

Yo soy la Dolorosa, porque, como Madre, he formado, he hecho crecer, he seguido, he amado y he ofrecido a mi Hijo Jesús, como dócil y mansa víctima, a la divina justicia del Padre.

Así he podido ser la ayuda y el consuelo más grande en su inmenso sufrir.

En estos tiempos tan dolorosas, Yo estoy también como Madre al lado de cada uno de vosotros para formaros, ayudaros y daros ánimo en todo vuestro padecer.

Os formo en el padecer, al decir con vosotros el Sí al Padre Celestial, que Él os pide, como vuestra personal colaboración a la Redención llevada a cabo por mi Hijo Jesús.

En esto, Yo, vuestra Madre, he sido para vosotros ejemplo y modelo, porque por mi perfecta cooperación a todo el padecer de mi Hijo, me convertí en la primera colaboradora de la Obra redentora con mi dolor materno.

Me hice verdadera corredentora, y ahora me puedo ofrecer como ejemplo para cada uno de vosotros al ofrecer el propio sufrimiento personal al Señor, para ayudar a todos a seguir el camino del bien y de la salvación.

Por este motivo, mi deber materno, en estos tiempos sangrientos de purificación, es el de formaros sobre todo para el padecer.

Os ayudo también a sufrir con mi presencia de madre, que os solicita transforméis todo vuestro dolor en un perfecto don de amor.

Por esto os educo en la docilidad, en la mansedumbre, en la humildad de corazón.

Os ayudo a sufrir, con la alegría de entregaros a los hermanos, como se dio Jesús.

Entonces llevaréis vuestra Cruz con alegría, vuestro sufrimiento se volverá dulce y será la vía segura que os conducirá a la verdadera paz del corazón.

Os conforto en todos los sufrimientos, con la seguridad de que Yo estoy junto a vosotros, como estuve junto a la Cruz de Jesús.

Hoy, cuando los dolores aumentan en todas partes, todos advertirán, cada vez con más intensidad, la presencia de la Madre Celestial.

Porque ésta es mi misión de Madre y Corredentora: acoger cada gota de vuestro padecer, transformarla en un don precioso de amor y de reparación y ofrecerla cada día a la Justicia de Dios.

Sólo así podemos forzar juntos la puerta de oro del Corazón Divino de mi Hijo Jesús para que pueda hacer descender pronto, sobre la Iglesia y sobre la humanidad, el río de gracias y de fuego de su Amor Misericordioso, que renovará todas las cosas".

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LOS SIETE DOLORES DE LA VIRGEN SEGÚN LA OBRA DE MARÍA VALTORTA  (Ver sobre María Valtorta)

1º. La profecía de Simeón

María ofrece el Niño –que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días- al sacerdote. Éste le toma y le eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el sacerdote se marcha.

Algunos miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano –para mí, sin duda, de más de ochenta años-. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo. María, sonriendo, se lo concede.

Simeón –que yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo, a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel- le toma y le besa. Jesús le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que le observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas y que perla su larga barba blanca hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja tomarlo para entender mejor lo que es. María y José sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo.

Oigo las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por la edad.

La sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor. “Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de Israel, y tú eres mucho más que Judit y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo para aguantar el mar de dolor por el que serás la Mujer más grande de la creación, la Madre. Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión”.

Saber más sobre la Obra de María Valtorta - CLIC AQUÍ



2º. La persecución de Herodes y la huída a Egipto

9 de Junio de 1944.

Mi espíritu ve la siguiente escena.

Es de noche. José está durmiendo en su modesto lecho, en su diminuta habitación. Su sueño es pacífico, como el de quien está descansando del mucho trabajo cumplido con honradez y diligencia.

Lo veo en la oscuridad de la estancia, oscuridad apenas interrumpida por un hilo de luz lunar que penetra por una rendija de la hoja de la ventana, que está sólo entornada, no cerrada del todo, como si José tuviera calor en esta pequeña habitación, o como si quisiera tener ese hilo de luz para saberse medir al amanecer y levantarse diligentemente. Está girado sobre uno de los lados, y sonríe mientras duerme, quién sabe ante qué visión que está soñando.

Pero su sonrisa se transforma en congoja. Emite el típico suspiro, profundo de quien está teniendo una pesadilla, y se despierta sobresaltado. Se sienta en la cama, se restriega los ojos, mira a su alrededor, y mira hacia la ventanita de la que proviene ese hilo de luz. Es plena noche; no obstante, coge la prenda de vestir que está extendida a los pies de la cama y, todavía sentado en el lecho, se la pone encima de la túnica blanca de manga corta que tenía sobre la piel. Levanta las mantas, pone los pies en el suelo y busca las sandalias. Se las pone y se las ata. Se pone en pie y se dirige hacia la puerta que está frente a su cama; no hacia la que está lateral a la misma y que conduce al salón en que fueron recibidos los Magos.

Llama suavemente con la punta de los dedos: un casi insensible tic-tic. Debe haber oído que se le invita a entrar, pues abre con cuidado la puerta y la vuelve a entornar sin hacer ruido. Antes de ir a la puerta había encendido una lamparita de aceite, de una sola llama; por tanto, se ilumina con ella. Entra... En una habitacioncita sólo un poco más grande que la suya, con una cama pequeña y baja al lado de una cuna, ya ardía una lamparita: la llamita oscilante, en un rincón, parece una estrellita de luz tenue y dorada que permite ver sin molestar a quien esté dormido.

Pero María no está dormida, está arrodillada junto a la cuna. Tiene un vestido claro y está orando, y velando a Jesús, que duerme tranquilo. Jesús tiene la edad de la visión de los Magos. Es un niño de un año aproximadamente, un niño guapo, rosado y rubio, y está durmiendo, con su cabecita ensortijada hundida en la almohada y una manita bien cerrada junto a la garganta.

-¿No duermes? - pregunta José en voz baja denotando asombro - ¿Por qué? ¿Jesús no está bien?

-¡Oh, no! Él está bien. Yo estoy rezando. Luego me echaré a dormir. ¿Por qué has venido, José? Mientras habla, María sigue arrodillada donde estaba antes.

José, en voz bajísima para no despertar al Niño, pero en tono apremiante, dice:

- Tenemos que irnos de aquí enseguida, enseguida. Prepara el baulillo y un fardo con todo lo que puedas meter en ellos.

Yo me encargo de preparar lo demás, llevaré lo más que pueda... Cuando empiece a clarear huimos. Lo haría incluso antes, pero tengo que hablar con la dueña de la casa....

-¿Y por qué esta huida?

- Después te lo explico mejor. Es por Jesús. Un ángel me ha dicho: "Toma al Niño y a la Madre y huye a Egipto". No pierdas tiempo. Yo ya empiezo a preparar todo lo que pueda.

No era necesario decirle a María que no perdiese tiempo. Apenas ha oído hablar de ángel, de Jesús y de huida, ha comprendido que un peligro se cierne sobre su Criatura, y de un salto se ha puesto en pie; su cara más blanca que un cirio, una mano contra el pecho, angustiada. Enseguida se ha puesto en movimiento, ágil, ligera, y ha empezado a colocar la ropa de vestir en el baulillo y en un fardo grande que ha extendido primero sobre su cama aún intacta. Sin duda está angustiada, pero no pierde las riendas; hace las cosas con rapidez pero no sin orden. De vez en cuando, pasando junto a la cuna, mira al Niño, que duerme ajeno a lo que está sucediendo.

-¿Necesitas ayuda? - pregunta cada cierto tiempo José, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.

- No, gracias - responde siempre María.

Hasta que el fardo — que debe pesar bastante — no está lleno, no llama a José para que la ayude a cerrarlo y a quitarlo de encima de la cama. No obstante, José quiere hacerlo solo; coge el largo fardo y se lo lleva a su cuarto.

-¿Cojo también las mantas de lana? - pregunta María.

- Coge todo lo más que puedas; todo el resto lo perderemos. Toma todo lo que puedas. Nos servirá porque... ¡porque tendremos que estar fuera mucho tiempo, María!... - José está muy apenado al decir esto, y María... se puede uno hacer idea de cómo está; suspirando, dobla las colchas suyas y las de José, y éste las ata con una cuerda.

- Dejamos los bordados y las esterillas» dice mientras está atando las colchas - A pesar de que voy a tomar tres burros, no puedo cargarlos demasiado, pues el camino será largo e incómodo, parte entre montañas y parte por el desierto. Tapa bien a Jesús. Las noches serán frías, tanto en las montañas como en el desierto. He cogido los regalos de los Magos, porque en aquella tierra nos vendrán bien. Todo lo que tengo lo gasto para comprar los dos burros. Debo comprarlos, porque no podemos devolverlos. Voy ahora, antes de que amanezca. Sé dónde buscarlos. Tú termina de prepararlo todo – Y se marcha.

María recoge todavía algunos objetos. Observa a Jesús y sale, para volver con unos vestiditos que parecen todavía húmedos — quizás se lavaron el día antes —; los dobla y los envuelve en un pedazo de tela y los coloca junto con las otras cosas.

Ya no queda nada más.

Se vuelve mirando a su alrededor y ve, en un rincón, un juguete de Jesús: una ovejita tallada en madera. La toma en sus manos... un sollozo entrecortado... un beso: la madera conserva las huellas de los dientecitos de Jesús, y las orejas de la ovejita están del todo llenas de mordisquitos. María acaricia ese objeto sin valor en sí, de una pobre madera clara, pero de mucho valor para Ella, ya que le habla del afecto de José por Jesús, y de su Niño. Lo pone también con las otras cosas encima del baulillo cerrado,.

Ahora ya sí que no queda nada. Sólo Jesús, que está en su cunita. María piensa que sería conveniente también preparar al Niño. Va donde la cuna y la mueve un poco para despertar al Pequeñuelo. Mas Él solamente refunfuña un poco; se da la vuelta y sigue durmiendo. María le acaricia delicadamente los ricitos. Jesús, bostezando, abre la boquita. María se inclina hacia

Él y leo besa en la mejilla. Jesús termina de despertarse. Abre los ojos. Ve a su Mamá y sonríe, y tiende las manitas hacia su pecho.

- Sí, amor de tu Mamá. Sí, la leche. Antes que de costumbre... ¡De todas formas, Tú siempre estás preparado para mamar, corderito mío santo!

Jesús ríe y juguetea, agitando los piececitos por fuera de las mantas, y los brazos, con una de esas manifestaciones de alegría de los niños pequeños que tan bonitas son de ver. Hinca los piececitos contra el estómago de su Mamá, se curva en forma de arco y apoya su cabecita rubia en el pecho de Ella, y luego se echa bruscamente para atrás y se ríe agarrando con sus manitas las cintas que ciñen al cuello el vestido de María tratando de abrirlo. Con su camisita de lino, se le ve a Jesús guapísimo, regordete, rosado como una flor.

María se inclina. Así, inclinada, sobre la cuna como protección, llora y sonríe al mismo tiempo, mientras el Niño balbucea esas palabras, que no son palabras, de todos los niños pequeños, entre las cuales se oye nítida y repetidamente la palabra "mamá". La mira, asombrado de verla llorar. Alarga una manita hacia los brillantes hilos de llanto, que se la mojan al hacer la caricia. Primorosamente, vuelve a apoyarse en el pecho materno y en él se recoge enteramente, acariciándoselo con su manita.

María lo besa por entre el pelo y lo toma en brazos, se sienta y se pone a vestirlo: ya tiene el vestidito de lana, ya las diminutas sandalitas. Le da la leche. Jesús mama con avidez la leche buena de su Mamá, y, cuando ya le parece que por la parte derecha viene menos, va a buscar a la izquierda, y ríe al hacerlo, mirando a su Mamá de abajo arriba, para luego dormirse de nuevo — apoyado aún el carrillo rosado y redondo en el seno blanco y redondo — sobre el pecho de Ella.

María se levanta muy despacito y lo coloca sobre la manta acolchada de su cama. Lo tapa con su manto. Vuelve a la cuna y dobla las mantitas. Piensa en si conviene o no coger también el colchoncito. ¡Tan pequeño como es... se puede llevar!

Lo pone, junto con la almohada, con las cosas que ya estaban encima del baulito. Y llora ante la cuna vacía. ¡Pobre Madre, perseguida en su Criatura!

José regresa.

-¿Estás preparada? ¿Está preparado Jesús? ¿Has cogido sus mantas y su camita? No podemos llevarnos la cuna, pero por lo menos que tenga su colchoncito. ¡Oh, pobre Pequeñuelo, perseguido a muerte!

-¡José! - grita María agarrándose al brazo de José.

- Sí, María, a muerte. Herodes lo quiere muerto... porque tiene miedo de Él... Esa fiera inmunda tiene miedo de este Inocente, por su reino humano. No sé lo que hará cuando comprenda que ha huido; pero para entonces nosotros ya estaremos lejos. No creo que se vengue buscándolo incluso en Galilea. Ya sería difícil para él descubrir que somos galileos; más difícil aún, saber que somos de Nazaret y quiénes somos exactamente. A no ser que Satanás le eche una mano en agradecimiento de sus fieles servicios. Mas... si eso sucede... Dios nos ayudará igualmente. No llores, María, que el verte llorar es para mí un dolor mucho mayor que el de tener que marchar al exilio.

-¡Perdóname, José! No lloro por mí, ni por los pocos bienes que pierdo. Lloro por ti... ¡Ya mucho te has tenido que sacrificar! Ahora, otra vez, te quedas sin clientes, sin casa... ¡Cuánto te cuesto, José!

-¿Cuánto? No, María. No me cuestas nada. Me consuelas. Siempre me consuelas. No pienses en el mañana. Tenemos el caudal que nos han dado los Magos. Nos servirán de ayuda al principio. Luego me buscaré un trabajo. Un obrero honrado y competente se abre camino enseguida. Ya lo has visto aquí. No me da abasto el tiempo para el cúmulo de trabajo.

- Sí, lo sé. Pero, ¿quién te va a aliviar tu nostalgia?

-¿Y a ti? ¿Quién te va a aliviar la nostalgia de esa casa que tanto amas?

- Jesús. Teniéndolo a Él, tengo todo lo que allí tenía.

- Y yo también teniendo a Jesús tengo ya esa patria que he esperado hasta hace pocos meses, y... tengo a mi Dios. Ya ves que no pierdo nada de lo que más amo. Basta con salvar a Jesús; si es así, todo nos queda. Aunque no volviéramos a ver este cielo, estos campos, o los aún más amados campos de Galilea, siempre tendremos todo porque lo tendremos a Él. Ven, María, que empieza a clarear. Llega el momento de saludar a la huésped y de cargar nuestras cosas. Todo irá bien.'

María se pone en pie, obediente. Se arropa en su manto; mientras tanto, José prepara un último bulto, se lo carga y sale.

María levanta delicadamente al Niño, lo arropa en un mantón y lo aprieta contra su pecho. Mira las paredes que durante meses la han hospedado y, rozándolas apenas, las toca con una mano. ¡Bendita esa casa, que ha merecido ser amada y bendecida por María!

Sale. Cruza la habitacioncita que era de José, entra en la estancia grande. La dueña de la casa, en lágrimas, la besa y se despide de Ella, y, levantando un borde del mantón, besa al Niño en la frente. Él duerme tranquilo. Bajan por la escalerita exterior.

Hay un primer claror de alborada que apenas permite ver. En la escasa luz se ven tres burros. El más fuerte lleva los enseres. Los otros van sólo con la albarda. José está manos a la obra para asegurar bien el baulillo y los paquetes en la albarda del primero. Veo, atados en un haz, y colocados encima del fardo, sus utensilios de carpintero.

Nuevos saludos y nuevas lágrimas. María se monta en su burrillo, mientras la patrona tiene a Jesús en brazos y lo besa una vez más; luego se lo devuelve a María. Monta también José, el cual ha atado su asno al que lleva los equipajes, para estar libre y poder así controlar el de María.

La huida comienza mientras Belén, que sueña todavía la fantasmagórica escena de los Magos, duerme tranquila, sin saber lo que le espera.

Y la visión cesa así.

Dice Jesús:

- Y también esta serie de visiones terminan así. Hemos ido mostrándote las escenas que precedieron, acompañaron y siguieron a mi Llegada; no por ellas mismas, que son muy conocidas, sino para aplicación, en ti y en los demás, del sentido sobrenatural que de ellas deriva, y dároslo como norma de vida. Estas escenas son muy conocidas, aunque haya que decir que han sido alteradas por elementos que han ido superponiéndose con los siglos, debido siempre a ese modo de ver, humano, que, pretendiendo dar mayor gloria a Dios — y por ello queda perdonado —transforma en irreal lo que sería tan bonito dejar real.

Porque ello no disminuye mi Humanidad ni la de María, de la misma manera que este ver las cosas en su realidad no ofende ni a mi Divinidad ni a la Majestad del Padre ni al Amor de la Trinidad santísima; antes bien, con ello resplandecen los méritos de mi Madre y mi perfecta humildad, y refulge la bondad omnipotente del eterno Señor.

El Decálogo es la Ley; mi Evangelio, la doctrina que os la hace más clara y más atractiva de seguirse. Serían suficientes esta Ley y esta Doctrina para obtener, de los hombres, santos.

Pero vuestra humanidad os pone tantas dificultades — humanidad que, verdaderamente, en vosotros sobrepuja demasiado al espíritu — que no podéis seguir estos caminos, y caéis, u os detenéis descorazonados. Os decís a vosotros mismos, y a quienes quisieran haceros caminar citándoos los ejemplos del Evangelio: "Pero Jesús, María, José... (y así todos los santos) no eran como nosotros. Eran fuertes; han sufrido, pero han sido inmediatamente consolados; fueron aliviados incluso de ese poco dolor que sufrieron; no sentían las pasiones... Eran seres que ya estaban fuera de la tierra".

¡Ese poco dolor!... ¡No sentían las pasiones!...

El dolor fue amigo fiel nuestro, con los más variados aspectos y nombres.

Las pasiones... No uséis mal la palabra, llamando "pasiones" a los vicios que os sacan del camino recto. Llamadlos sinceramente "vicios", y, además, capitales. No es que nosotros ignorásemos los vicios. Teníamos ojos y oídos, y Satanás hacía danzar ante nosotros y a nuestro alrededor estos vicios, mostrándonoslos en los viciosos con toda su carga de suciedad, o tentándonos con insinuaciones. Mas estas porquerías y estas insinuaciones, tendida como estaba la voluntad a querer agradar a Dios, en vez de producir lo que se había propuesto Satanás, producían lo contrario. Y cuanto más insistía él, más nos refugiábamos nosotros en la luz de Dios, por asco hacia las tinieblas fangosas que nos ponía ante los ojos del cuerpo y del espíritu.

Pero no hemos ignorado las pasiones en sentido filosófico entre nosotros. Amamos la patria, y con ella a nuestra pequeña Nazaret, más que a cualquier otra ciudad de Palestina. Tuvimos afectos hacia nuestra casa, hacia los parientes y los amigos. ¿Por qué no íbamos a haberlos tenido? Pero no nos hicimos esclavos de los afectos, porque nada sino Dios debe ser señor; antes bien hicimos de ellos buenos compañeros nuestros.

Mi Madre gritó de alegría cuando, pasados aproximadamente cuatro años, volvió a Nazaret y puso pie en su casa, y besó esas paredes entre las cuales su "Sí" abrió su seno para recibir la Semilla de Dios. José saludó con alegría a los parientes, a los sobrinitos, crecidos en número y en edad. Gozó al verse recordado por sus conciudadanos y al ver que por sus dotes en el oficio lo buscaron enseguida. Yo fui sensible a la amistad. Sufrí por la traición de Judas como por una crucifixión moral. ¿Y qué?: ni mi Madre ni José antepusieron su amor a la casa, o a los familiares, a la voluntad de Dios.

Y Yo no escatimé palabras — si había que decirlas — que me habrían de acarrear el rencor de los hebreos o la animadversión de Judas. Yo sabía — y podría haberlo hecho — que bastaba el dinero para sujetarlo a mí; pero hubiera sido no a mí como Redentor sino a mí como rico. Yo, que multipliqué los panes, si hubiera querido, habría podido multiplicar el dinero; pero no había venido para proporcionar satisfacciones humanas. A nadie. Mucho menos a los que había llamado. Yo había predicado sacrificio, desapego, vida casta, puestos humildes. ¿Qué Maestro habría sido Yo, qué Justo, si hubiese dado dinero a uno para su sensualismo mental y físico, sólo porque ése hubiera sido el modo de sujetarlo a mí?

Para ser grandes en mi Reino hay que hacerse "pequeños". Quien quiera ser "grande" a los ojos del mundo no es apto para reinar en mi Reino; paja es para el lecho de los demonios. Porque la grandeza del mundo está en antítesis con la Ley de Dios.

El mundo llama "grandes" a quienes — con medios casi siempre ilícitos — saben conseguir los mejores puestos y, para hacerlo, hacen del prójimo escabel, y ponen su pie encima y lo aplastan; llama "grandes" a los que saben matar para reinar — matar moral o materialmente — y arrebatan puestos o se enseñorean de las naciones y se enriquecen desangrando a los demás, arrebatándoles la riqueza individual o colectiva. El mundo llama frecuentemente "grandes" a los delincuentes. No. La "grandeza" no está en la delincuencia, está en la bondad, la honradez, el amor, la justicia. ¡Observad qué venenosos frutos — recogidos en su malvado, demoníaco jardín interior — vuestros "grandes" os ofrecen!

Deseo hablar de la última visión, dejando de lado otras cosas, total, sería inútil, porque el mundo no quiere oír la verdad que le concierne. Esta visión da luz acerca de un detalle citado dos veces en el Evangelio de Mateo, una frase repetida dos veces:

"¡Levántate, toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto!"; "¡Levántate, toma al Niño y a su Madre y vuelve a la tierra de Israel!".

Y has podido ver cómo en la habitación estaba María sola con el Niño.

La virginidad de María después del parto y la castidad de José sufren muchas agresiones por parte de quienes, siendo sólo lodo putrefacto, no admiten que uno pueda ser ala y luz. Desdichados, cuyo fauno está tan corrompido y cuya mente está tan prostituida a la carne, que son incapaces de pensar que uno como ellos pueda respetar a una mujer, viendo en ella el alma y no la carne; incapaces de elevarse a sí mismos viviendo en una atmósfera sobrenatural, tendiendo no a las cosas carnales, sino a las divinas.

Pues bien, a estos que combaten contra la suprema belleza, a estos gusanos incapaces de transformarse en mariposa, a estos reptiles cubiertos por la baba de su lujuria, incapaces de comprender la belleza de una azucena, Yo les digo que María fue virgen y siguió siéndolo, y que solo su alma se desposó con José, como también su espíritu únicamente se unió al Espíritu de

Dios, y por obra de Éste concibió al Único que llevó en su seno: a mí, a Jesucristo, Unigénito de Dios y de María.

No se trata de una tradición que haya florecido después, por un amoroso respeto hacia mi Bienaventurada Madre; se trata de una verdad conocida ya desde los primeros tiempos.

Mateo no nació siglos más tarde; era contemporáneo de María. Mateo no era un pobre ignorante que hubiera vivido en los bosques y que fuera propenso a creerse cualquier patraña. Era un funcionario de hacienda, como diríais ahora vosotros (nosotros entonces decíamos recaudador). Sabía ver, oír, entender, escoger entre la verdad y la falsedad. Mateo no oyó las cosas por referencias de terceros, sino que las recogió de labios de María, preguntándole a Ella, llevado de su amor hacia el Maestro y hacia la verdad.

Y no quiero pensar que estos que niegan la inviolabilidad de María piensen que Ella quizás pudo mentir. Mis propios parientes, si hubiera habido otros hijos, hubieran podido desmentir su testimonio: Santiago, Judas, Simón y José eran condiscípulos de Mateo. Por tanto éste hubiera podido fácilmente confrontar las versiones, si hubiese habido otras versiones. Y sin embargo Mateo nunca dice: "¡Levántate y toma contigo a tu mujer!". Dice: "¡Toma contigo a la Madre de Él!". Y antes dice:

"Virgen desposada con José"; 'José, su esposo".

Y que éstos no objeten que se trataba de un modo de hablar de los hebreos, como si decir "la mujer de" fuera una infamia. No, negadores de la Pureza. Ya desde las primeras palabras del Libro se lee: "... y se unirá a su mujer". Se la llama "compañera" hasta el momento de la consumación física del vínculo matrimonial, y luego se la llama "la mujer de" en distintos momentos y en distintos capítulos. Así se les llama a las esposas de los hijos de Adán; y a Sara, llamada "mujer de" Abraham: "Sara, tu mujer". Y también: "Toma contigo a tu mujer y a tus dos hijas", a Lot. Y en el libro de Rut está escrito: "La Moabita, mujer de Majlón". Y en el primer libro de los Reyes se dice: "Elcana tuvo dos mujeres"; y luego: "Elcana después conoció a su mujer Ana"; y también: "Elí bendijo a Elcana y a la mujer de éste". Y también en el libro de los Reyes está escrito: "Betsabé, mujer de Urías Eteo, vino a ser mujer de David y le dio a luz un hijo". Y ¿qué se lee en el libro azul de Tobías, lo que la Iglesia os canta en vuestras bodas, para aconsejaros que seáis santos en el matrimonio? Se lee: "Llegado Tobit con su mujer y con su hijo..."; y también: "Tobit logró huir con su hijo y con su mujer".

Y en los Evangelios, o sea, en tiempos contemporáneos a Cristo, en que, por tanto, se escribía con lenguaje moderno respecto a aquellos tiempos — por lo que no pueden sospecharse errores de trascripción — se dice, y precisamente lo dice Mateo en el capítulo 22: "...y el primero, habiendo tomado mujer, murió y dejó su mujer a su hermano". Y Marcos en el capítulo 10: "Quien repudia a su mujer...". Y Lucas llama a Isabel mujer de Zacarías, cuatro veces seguidas; y en el capítulo 8 dice: 'Juana, mujer de Cusa".

Como podéis ver, este nombre no era un vocablo proscrito por quien estaba en las vías del Señor, un vocablo inmundo, no digno de ser proferido, y mucho menos escrito, donde se tratara de Dios y de sus obras admirables. Y el ángel, diciendo: "el Niño y su Madre", os demuestra que María fue verdadera Madre suya, pero no fue la mujer de José; siempre fue: la Virgen desposada con José.

Y ésta es la última enseñanza de estas visiones. Y es una aureola que resplandece sobre las cabezas de María y de José.

La Virgen inviolada. El hombre justo y casto. Las dos azucenas entre las que crecí oyendo sólo fragancias de pureza.

A ti, pequeño Juan, te podría hablar sobre el dolor de María por su doble, brusca separación de la casa y de la patria.

Pero no hay necesidad de palabras. Tú lo comprendes y ello te hace morir. Dame tu dolor. Sólo quiero esto. Es más que cualquier otra cosa que puedas darme. Es viernes, María. Piensa en mi dolor y en el de María en el Gólgota para poder soportar tu cruz.

Nuestra paz y nuestro amor quedan contigo.

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3º. Jesús perdido en el Templo, por tres días

22 de febrero de 1944.

Dice Jesús:

“Volvemos muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo, donde Yo, con doce años, estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de Jerusalén al Templo.

Observa la angustia de María al ver –una vez congregados de nuevo juntos hombres y mujeres- que Yo no estoy con José.

No levanta la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos.

Ya no siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja el camastro que se estaba preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta, José la sigue, la ayuda. Un día de camino en dirección contraria, luego la angustiosa búsqueda por la Ciudad.

¿Dónde, dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas características! Demasiado poco para poder decir: “¡Le he visto! ¡Estaba allí o allá!”.

Y vemos a María, pasados tres días, símbolo de otros tres días de futura angustia, entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre, corre la pobre Mamá hacia donde oye una voz de niño. Hasta los balidos de los corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas llega a oídos de María la amada voz diciendo: ‘Estas piedras trepidarán...’. Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre los doctores.

María es la Virgen prudente. Pero esta vez la congoja sobrepuja su comedimiento. Es una presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza, levantándole y bajándole del escabel, y exclama: “¡Oh! ¿Por qué nos has hecho esto! Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de dolor, Hijo. Tu padre está derrengado de cansancio. ¿Por qué, Jesús?”.

No se preguntan los “porqués” a Aquel que sabe, los “porqués de su forma de actuar. A los que han sido llamados no se les pregunta “por qué” dejan todo para seguir la voz de Dios. Yo era Sabiduría y sabía; Yo había “sido llamado” a una misión y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está Dios, Padre divino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre.

Termino de enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la mano, de esa mano humilde y obediente; pero mis palabras también quedaron en su corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha alegría y mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas nunca volverá a preguntar: “¿Por qué nos has hecho esto, Hijo mío?”.

¡Aprended, hombres arrogantes!

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4º. María encuentra a Jesús, cargado con la Cruz

Llega en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que era como si estuviera ciego , y grita: «¡Mamá!».

Es la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la muerte...

María se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese dolor.

Veo que incluso entre los romanos y son hombres de armas, no noveles en materia de muertes, marcados por cicatrices... hay un impulso de piedad. Y es que la palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su valor y lo conservan para todos aquellos que lo repito no son peores que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes provocan olas de piedad...

El Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de nuevo convencida de no poder hacerlo y se limita a mirarle, queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre , pues se apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la corona o rozar las llagas).

Pero María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas.

La comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre blanco de las burlas de todo un pueblo contra la pared del monte...

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5º. La Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor

Es ahora el turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo, esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.

Dos verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el martillo y da el primer golpe.

Jesús, que tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz... el clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando huesos...

María responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno piensa que, debajo, es un miembro vivo el que los recibe.

La mano derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente, pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.

Ahora les toca a los pies. A unos dos metros un poco más del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y, dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...

Ahora los que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.

A pesar de que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos, contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del

clavo, y tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo se oye el atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y gozarse en ello...

Acompaña al sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María, quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor, pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su duración.

Para mí, la agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el comienzo de nuevos sufrimientos.

Ahora arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que recibe remueve las extremidades heridas.

Y cuando, luego, dejan caer la cruz en su agujero oscilando además ésta en todas las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo continuos cambios de posición al pobre Cuerpo, suspendido de tres clavos , el sufrimiento debe ser atroz. Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.

Por fin, la cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado. Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas hinchadas como cuerdas.

Jesús calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.

Con gran dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra obscura, Él le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua engrosada, de la garganta edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para confesar con una voz así el abandono paterno.

La gente se burla de Él y se ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los demonios Dios los maldice!».

Otros gritan: «Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarle».

Y otros: «Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la voz! Elías o Dios porque está poco claro lo que este demente quiere están lejos... ¡Necesita voz para que le oigan!», y se ríen como hienas o como demonios.

Pero ningún soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.

Vuelven las avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él...

Y es el tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón, porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto. Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto, el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu abandono y de nuestros pecados.

La obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista por el amor y el odio).

Y desde esa luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».

En efecto, hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora, violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo, realmente todo se puso a torturar al Mártir!

Un soldado se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña fina pero rígida que estaba ya preparada ahí al lado, y ofrece la esponja al Moribundo.

Jesús se aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento buscando el pezón materno.

María, que ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh, y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!... ¡Oh, pecho mío, ¿por qué no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?... que leche no tengo...».

Jesús, que ha chupado ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios heridos y rotos.

Se retrae, se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el cuerpo está separado del madero, y así permanece.

La cabeza cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a una parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez más jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad... La parálisis pulmonar se va acentuando cada vez más.

Y cada vez más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación: «¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro, estoy aquí». Y cuando, por habérsele velado la vista, dice: «Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me abandonas?» (y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz, querido mío... Mamá está aquí, aquí está... y todo su tormento es el no poder ir donde Tú estás...».

Es acongojante... Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.

Longino que inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento, con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial no quiere emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra contener.

Los otros soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba, silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.

Un intervalo de silencio. Luego nítidas en la obscuridad total las palabras: «¡Todo está cumplido!», y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.

El tiempo pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo... Se dice: «¡Basta ya con este sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!» .

Las Marías lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores del Moribundo.

Otro intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración ardiente, la súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».

Otro intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro limitado a los labios y a la garganta.

Luego... adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente, que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco tenso, vibrante verlo es tremendo . Luego, un grito potente, inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el "gran grito" de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la palabra "Mamá"... Y ya nada más...

La cabeza cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la respiración. Ha expirado.

La Tierra responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la muchedumbre... Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.

Longino, Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo. Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón. Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos, caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se hieren, ruedan ladera abajo.

Tres veces se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta este momento y del que ahora tienen miedo). La obscuridad se atenúa con un indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de la atmósfera.

María separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le llama, porque mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces le llama: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha, que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y grita: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha... Tiene la boca abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene dilatados los ojos, para ver, para ver... No puede creer que su Jesús ya no esté...

Juan también él ha mirado y escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no sufre».

Pero antes de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».

Luego se tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero, en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su pecho, hasta que las Marías que ya no tienen impedido el paso por el círculo superior de soldados, porque, ahora que los judíos han huido, los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido substituyen al apóstol junto a la Madre.

La Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada, escucha... dime que me ves... soy tu María... ¡No me mires así!...». Y, puesto que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella, la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí, llora... Aquí conmigo como ante una mamá, pobre, santa hija mía»; y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María, María! ¿Has visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,... pero... pero... hija... ¡oh, hija!...». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y María, la madre de Juan y Susana).

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6º. María recibe a Jesús bajado de la Cruz

María se levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.

Mientras tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.

La palma izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora pende semiseparado.

Le dicen a Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda casi abierta para no golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.

María se pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para recibir a su Jesús en el regazo.

Pero desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos compasivos deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído lentamente.

Juan sigue sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.

Llegados abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido sobre sus mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto dejándolo pender de un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.

Mientras los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para impedirlo.

Ya está en el regazo de su Madre... Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle también por las caderas.

La cabeza está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama... le llama con voz lacerada. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda; recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas, especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos; y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.

Querría poner en orden sus cabellos como ya ha hecho con la barba apelmazada por grumos de sangre , pero al intentarlo halla las espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No, no! ¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos de las espinas.

Con la mano temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.

Haciendo esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano, cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida. Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella también.

La ayudan, la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita: «¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?», José, inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho, dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque, por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se acerca, déjanos hacer esto... Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!».

También Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su regazo a su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie, jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».

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7º. La sepultura de Jesús 

610 Angustia de María en el Sepulcro y unción del Cuerpo de Jesús.

Decir lo que experimento es inútil. Haría sólo una exposición de mi sufrimiento; por tanto, sin valor respecto al sufrimiento que contemplo. Lo describo, pues, sin comentarios sobre mí.

Asisto al acto de sepultura de Nuestro Señor.

La pequeña comitiva, bajado ya el Calvario, encuentra en la base de éste, excavado en la roca calcárea, el sepulcro de José de Arimatea. En él entran estos compasivos, con el Cuerpo de Jesús.

Veo la estructura del sepulcro. Es un espacio ganado a la piedra, situado al fondo de un huerto todo florecido. Parece una gruta, pero se comprende que ha sido excavada por la mano del hombre. Está la cámara sepulcral propiamente dicha, con sus nichos (de forma distinta de los de las catacumbas). Son como agujeros redondos que penetran en la piedra como agujeros

de una colmena; bueno, para tener una idea. Por ahora todos están vacíos. Se ve el ojo vacío de cada nicho como una mancha negra en el fondo gris de la piedra. Luego, precediendo a esta cámara sepulcral, hay como una antecámara, en cuyo centro está la mesa de piedra para la unción. Sobre esta mesa se coloca a Jesús en su sábana.

Entran también Juan y María. No más personas, porque la cámara preparatoria es pequeña y, si hubiera en ella más personas, no podrían moverse. Las otras mujeres están junto a la puerta, o sea, junto a la abertura, porque no hay puerta propiamente dicha.

Los dos portadores destapan a Jesús.

Mientras ellos, en un rincón, encima de una especie de repisa, a la luz de dos antorchas, preparan vendas y aromas,

María se inclina sobre su Hijo y llora. Y otra vez lo seca con el velo que sigue en sus caderas. Es el único lavacro para el Cuerpo de Jesús: este de las lágrimas maternas, las cuales, aun siendo copiosas y abundantes sólo bastan para quitar superficialmente y parcialmente la tierra, el sudor y la sangre de ese Cuerpo torturado.

María no se cansa de acariciar esos miembros helados. Y, con una delicadeza mayor que si tocara las de un recién nacido, toma las pobres manos atormentadas, las agarra con las suyas, besa los dedos, los extiende, trata de recomponer los desgarros de las heridas, como para medicarlos y que duelan menos, se lleva a las mejillas esas manos que ya no pueden acariciar, y gime, gime invadida por su atroz dolor. Endereza y une los pobres pies, que tan desmayados están, como mortalmente cansados de tanto camino recorrido por nosotros. Pero estos pies se han deformado demasiado en la cruz, especialmente el izquierdo, que está casi aplanado, como si ya no tuviera tobillo.

Luego vuelve al cuerpo y lo acaricia, tan frío y tan rígido, y, al ver otra vez el desgarrón de la lanza -que ahora, estando supino el Salvador en la superficie de piedra, está totalmente abierto como una boca, y permite ver mejor la cavidad torácica (la punta del corazón puede verse clara entre el esternón y el arco costal izquierdo, y unos dos centímetros por encima se ve la incisión hecha con la punta de la lanza en el pericardio y en el cardio, de un centímetro y medio abundante, mientras que la externa del costado derecho tiene, al menos, siete)-, al verlo otra vez, María vuelve a gritar como en el Calvario. Tanto se retuerce, llena de dolor, llevándose las manos a su corazón, traspasado como el de Jesús, que parece como si la lanza la traspasara a Ella. ¡Cuántos besos en esa herida! ¡Pobre Mamá!

Luego vuelve a la cabeza -levemente vuelta hacia atrás y muy vuelta hacia la derecha- y la endereza. Trata de cerrar los párpados que se obstinan en permanecer semicerrados; y la boca, que ha quedado un poco abierta, contraída, levemente desviada hacia la derecha. Ordena los cabellos, que ayer mismo eran tan hermosos y estaban tan peinados y que ahora son una completa maraña apelmazada por la sangre. Desenreda los mechones más largos, los alisa en sus dedos, los enrolla para dar de nuevo a aquéllos la forma de los dulces cabellos de su Jesús, tan suaves y ondeados. Y gime, gime porque se acuerda de cuando era niño... Es el motivo fundamental de su dolor: el recuerdo de la infancia de Jesús, de su amor por Él, de; cuidados, temerosos incluso del aire más vivo para la Criaturita divina, y el parangón con lo que le han hecho ahora los hombres.

Su lamento me hace sentirme mal. Su gesto me hace llorar y sufrir como si una mano hurgara en mi corazón; ese gesto suyo, cuando Ella, al no poder verlo así, desnudo, rígido, encima de una piedra, gimiendo «¿qué te han... qué te han hecho, Hijo mío? - se lo recoge todo en sus brazos, pasándole el brazo por debajo de los hombros y estrechándolo contra su pecho con la otra mano y acunándolo con el mismo movimiento de la gruta de la Natividad.

La terrible angustia espiritual de María.

La Madre está en pie junto a la piedra de la unción, y acaricia y contempla y gime y llora. La luz temblorosa de las antorchas ilumina intermitentemente su cara y yo veo gotazas de llanto rodar por las mejillas palidísimas de un rostro destrozado. Oigo las palabras. Todas. Bien claras, aunque sean susurradas a flor de labios. Verdadero coloquio del alma materna con el alma del Hijo. Recibo la orden de escribirlas.

-¡Pobre Hijo! ¡Cuántas heridas!... ¡Cómo has sufrido! ¡Mira lo que te han hecho!... ¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos son de hielo. ¡Y qué inertes! Parecen rotos. Nunca, ni en el más relajado de los sueños de tu infancia, ni en el profundo sueño de tu fatiga de obrero, estuvieron tan inertes... ¡Y qué fríos están! ¡Pobres manos! ¡Dáselas a tu Madre, tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira qué laceradas están! ¡Mira, mira, Juan, qué desgarro! ¡Oh, crueles! Aquí, aquí, con tu Mamá esta mano herida, para que yo te la medique. ¡No, no te hago daño...! Usaré besos y lágrimas, y con el aliento y el amor te calentaré esta mano. ¡Dame una caricia, Hijo! Tú eres de hielo, yo ardo de fiebre. Mi fiebre se verá aliviada con tu hielo y tu hielo se suavizará con mi fiebre.

¡Una caricia, Hijo! Hace pocas horas que no me acaricias y ya me parecen siglos. Pasaron meses sin tus caricias y me parecieron horas porque continuamente esperaba tu llegada, y de cada día hacía una hora, de cada hora un minuto, para decirme que no estabas a una o más lunas lejano de mí, sino solamente a unos pocos días, a unas pocas horas. ¿Por qué, ahora es tan largo el tiempo? ¡Ah, congoja inhumana! Porque has muerto. ¡Te me han muerto! ¡Ya no estás en esta Tierra! ¡Ya no! ¡Cualquiera que sea el lugar a donde lance mi alma para buscar la tuya y abrazarme a ella -porque encontrarte, tenerte, sentirte, era la vida de mi carne y de mi espíritu- cualquiera que sea el lugar en que te busque con la ola de mi amor, ya no te encuentro, no te encuentro ya! ¡De ti no me queda sino este despojo frío, este despojo sin alma! ¡Oh, alma de mi Jesús, oh alma de mi Cristo, oh alma de mi Señor, ¿dónde estás?! ¿Por qué le habéis quitado el alma a mi Hijo, hienas crueles unidas con Satanás? ¿Y por qué no me habéis crucificado con Él? ¿Habéis tenido miedo de un segundo delito? (La voz va tomando un tono cada vez más fuerte y desgarrador.) ¿Y qué era matar a una pobre mujer, para vosotros que no habéis vacilado en matar a Dios hecho Carne? ¿No habéis cometido un segundo delito? ¿Y no es éste el más abominable, el de dejar que una madre sobreviva a su Hijo sañosamente matado?

La Madre, que con la voz había alzado la cabeza, ahora se inclina de nuevo hacia el rostro sin vida, y vuelve a hablar bajo, sólo para Él:

-A1 menos en la tumba, aquí dentro, habríamos estado juntos, como habríamos estado juntos en la agonía en el madero, y juntos en el viaje de después de la muerte y al encuentro de la Vida. Pero, si no puedo seguirte en el viaje de después de la muerte, aquí, esperándote, sí que puedo quedarme.

Se endereza de nuevo y dice con voz fuerte a los presentes:

-Marchaos todos. Yo me quedo. Cerradme aquí con Él. Lo esperaré. ¿Decís que no se puede? ¿Por qué no se puede? ¿Si hubiera muerto, no estaría aquí, echada a su lado, a la espera de ser recompuesta? Estaré a su lado, pero de rodillas. Asistí a sus vagidos cuando, tierno y rosado, lloraba en una noche de Diciembre. A su lado estaré ahora, en esta noche del mundo que ya no tiene a Cristo. ¡Oh, gélida noche! ¡El Amor ha muerto! ¿Qué dices, Nicodemo? ¿Me contamino? Su Sangre no es contaminación.

Tampoco me contaminé generándolo. ¡Ah, cómo saliste Tú, Flor de mi seno, sin lacerar fibra alguna! Antes bien, como una flor de perfumado narciso que brota del alma del bulbo-matriz y florece aunque el abrazo de la tierra no haya ceñido la matriz; así justamente. Virgen florecer que en ti se refleja, oh Hijo venido de abrazo celestial, nacido entre celestiales inundaciones de esplendor.

Ahora la Madre acongojada vuelve a inclinarse hacia el Hijo, abstrayéndose de cualquier otra cosa que no sea Él, y susurra quedo:

-¿Tú recuerdas, Hijo, aquella sublime vestidura de esplendores que todo vistió mientras nacías a este mundo?

¿Recuerdas aquella beatífica luz que el Padre mandó desde el Cielo para envolver el misterio de tu florecer y para que te fuera menos repulsivo este mundo oscuro, a ti que eras Luz y venías de la Luz del Padre y del Espíritu Paráclito? ¿Y ahora?... Ahora oscuridad y frío... ¡Cuánto frío! ¡Cuánto!, ¡y me llena de temblor! Más que aquella noche de Diciembre. Entonces, el tenerte daba calor a mi corazón. Y Tú tenías a dos amándote... Ahora... Ahora sólo yo, y moribunda también. Pero te amaré por dos: por los que te han amado tan poco, que te han abandonado en el momento del dolor; te amaré por los que te han odiado. Por todo el mundo te amaré, Hijo. No sentirás el hielo del mundo. No, no lo sentirás. Tú no abriste mis entrañas para nacer; pero, para que no sientas el hielo, estoy dispuesta a abrírmelas y envolverte en el abrazo de mi seno. ¿Recuerdas cómo te amó este seno, siendo Tú una pequeña semilla palpitante?... Sigue siendo el mismo. ¡Es mi derecho y mi deber de Madre! Es mi deseo. Sólo la Madre puede tenerlo, puede tener hacia el Hijo un amor tan grande como el Universo.

La voz se ha ido elevando, y ahora con plena fuerza dice:

-Marchaos. Yo me quedo. Volveréis dentro de tres días y saldremos juntos. ¡Oh, volver a ver el mundo apoyada en tu brazo, Hijo mío! ¡Qué hermoso será el mundo a la luz de tu sonrisa resucitada! ¡El mundo estremecido al paso de su Señor! La Tierra ha temblado cuando la muerte te ha arrancado el alma y del corazón ha salido tu espíritu. Pero ahora temblará... ya no por horror y dolor agudo, sino con ese estremecimiento suave -por mí desconocido, pero intuido por mi feminidad- que hace vibrar a una virgen cuando, después de una ausencia, siente la pisada del prometido que viene para las nupcias. Más aún: la Tierra temblará con un estremecimiento santo, como el que yo experimenté hasta mis más hondas profundidades cuando tuve en mí al Señor Uno y Trino, y la voluntad del Padre con el fuego del Amor creó la semilla de que Tú viniste, oh mi Niño santo, Criatura mía, toda mía. ¡Toda! ¡Toda de tu Mamá!, ¡de tu Mamá!... Todos los niños tienen padre y madre. Hasta el ilegítimo tiene un padre y una madre. Pero Tú tuviste sólo a la Madre para formarte la carne de rosa y azucena, para hacerte estos recamos de venas, azules como nuestros ríos de Galilea, y estos labios de granado, y estos cabellos de hermosura no superada por las vedijas de oro de las cabras de nuestras colinas, y estos ojos: dos pequeños lagos de Paraíso. No, más bien: del agua de que procede el único y cuádruple Río del Lugar de delicias (Génesis 2, 8-15), y consigo lleva, en sus cuatro ramales, el oro, el ónice, el bedelio y el marfil, los diamantes, las palmas, la miel, las rosas, y riquezas infinitas, oh Pisón, oh Guijón, oh Tigris, oh Éufrates: camino de los ángeles que exultan en Dios, camino de los reyes que te adoran, Esencia conocida o desconocida, pero viviente, presente, hasta en el más oscuro de los corazones. Sólo tu Mamá te formó esto, con su "sí"... De música y amor te formó; de pureza y obediencia te formé, ¡oh Alegría mía! ¿Qué es tu Corazón? La llama del mío, que se dividió para condensarse en corona en torno al beso de Dios a su Virgen. Esto es este Corazón. ¡Ah! (Es un grito tan desgarrador que la Magdalena y Juan se acercan a socorrerla; las otras no se atreven, y llorando, veladas, miran de soslayo desde la abertura).

-¡Ah, te lo han partido! ¡Por eso estás tan frío y por eso estoy tan fría yo! Ya no tienes dentro la llama de mi corazón, ni yo puedo seguir viviendo por el reflejo de esa llama que era mía y que te di para formarte un corazón. ¡Aquí, aquí, aquí, en mi pecho! Antes que la muerte me quite la vida, quiero darte calor, quiero acunarte. Te cantaba: "No hay casa, no hay alimento, hay sólo dolor". ¡Proféticas palabras! ¡Dolor, dolor, dolor para ti, para mí! Te cantaba: "Duerme, duerme en mi corazón".

También ahora: aquí, aquí, aquí...

Y, sentándose en el borde de la piedra, lo recoge tiernamente en su regazo pasándose un brazo de su Hijo por los hombros, poniéndose la cabeza de su Hijo apoyada en un hombro y reclinando la suya sobre ella, estrechándolo contra su pecho, acunándolo, besándolo, acongojada y acongojante.

Nicodemo y José se acercan y ponen en una especie de asiento que hay junto a la otra parte de la piedra, vasos y vendas y la sábana limpia y un barreño con agua, me parece, y vedijas de hilas, me parece.

María, que ve esto, pregunta con fuerte voz:

-¿Qué hacéis? ¿Qué queréis? ¿Prepararlo? ¿Prepararlo para qué? Dejadlo en el regazo de su Madre. Si logro darle calor, resucita antes; si logro consolar al Padre y consolarlo a Él del odio deicida, el Padre perdona antes y Él vuelve antes.

La Dolorosa está casi en estado de delirio.

-¡No, no os le doy! Una vez lo di, una vez lo di al mundo, y el mundo no lo ha recibido. Lo ha matado por no querer tenerlo. ¡Ahora no vuelvo a darlo! ¿Qué decís? ¿Que lo amáis? ¡Ya! Y entonces ¿por qué no lo habéis defendido? Habéis esperado a decir que lo queríais cuando ya no podía oíros. ¡Qué pobre el amor vuestro! Pero, si teníais tanto miedo al mundo, que no os atrevíais a defender a un inocente, al menos hubierais debido confiármelo a mí, a la Madre, para que defendiera al que de Ella nació. Ella sabía quién era y qué merecía. ¡Vosotros!... Lo habéis tenido como Maestro, pero no habéis aprendido nada. ¿No es, acaso, cierto? ¿Acaso miento? ¿Pero no veis que no creéis en su Resurrección? ¿Creéis? No. ¿Por qué estáis ahí, preparando aromas y vendas? Porque lo consideráis un pobre muerto, hoy gélido, mañana descompuesto, y queréis embalsamarlo por esto. Dejad vuestros ungüentos. Venid a adorar al Salvador con el corazón puro de los pastores betlemitas.

Mirad: duerme. Es sólo un hombre cansado que descansa. ¡Cuánto se ha esforzado en la vida! ¡Cada vez más, ha ido esforzándose! ¡Y, bueno, no digamos ya en estas últimas horas!... Ahora está descansando. Para mí, para su Mamá, es sólo un Niño grande cansado que duerme. ¡Bien míseros la cama y la habitación! Pero tampoco fue hermoso su primer lecho, ni alegre su primera morada. Los pastores adoraron al Salvador mientras dormía su sueño de Niño. Vosotros adorad al Salvador mientras duerme su sueño de Triunfador de Satanás. Y luego, como los pastores, id a decir al mundo: "¡Gloria a Dios! ¡El Pecado ha muerto! ¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz en la Tierra y en el Cielo entre Dios y el hombre!". Preparad los caminos de su regreso.

Yo os envío. Yo, a quien la Maternidad hace Sacerdotisa del rito. Id. Yo he dicho que no quiero. Yo he lavado con mi llanto. Y es suficiente. Lo demás no hace falta. Y no os penséis que le vais a poner esas cosas. Más fácil le será resucitar si está libre de esas fúnebres, inútiles vendas. ¿Por qué me miras así, José? ¿Y tú por qué, Nicodemo? ¿Pero es que el horror de hoy os ha entontecido?, ¿os ha hecho perder la memoria? ¿No recordáis? “A Esta generación malvada y adúltera, que busca un signo, no le será dada sino la señal de Jonás... Así, el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la Tierra". ¿No lo recordáis? "El Hijo del hombre está para ser entregado en manos de los hombres, que lo matarán, pero al tercer día resucitará.”

¿No os acordáis? "Destruid este Templo del Dios verdadero y en tres días Yo lo resucitaré. Templo era su Cuerpo, ¡oh hombres!

¿Meneas la cabeza? ¿Es compasión hacia mí? ¿Me crees una demente? Pero bueno, ¿ha resucitado muertos y no va a poder resucitarse a sí mismo? ¿Juan?

-¡Madre!

-Sí, llámame "madre". ¡No puedo vivir pensando que no seré llamada así! Juan, tú estabas presente cuando resucitó a la hijita Jairo y al jovencito de Naím. ¿Estaban bien muertos, no? ¿No era sólo un profundo sopor? Responde.

-Estaban muertos. La niña, desde hacía dos horas; el jovencito desde hacía un día y medio.

-¿Y dio la orden y ellos se alzaron?

-Dio la orden y ellos se alzaron.

-¿Habéis oído? Vosotros dos: ¿habéis oído? ¿Por qué meneáis la cabeza? ¡Ah, quizás lo que estáis insinuando es que la vida vuelve antes a uno que es inocente y joven! ¡Pues mi Niño es el Inocente! Y es Siempre Joven. ¡Es Dios mi Hijo!...

La Madre mira con ojos acongojados a los dos preparadores, quienes, desalentados pero inexorables, disponen los rollos de las vendas empapadas ya en los perfumes.

María da dos pasos -ha dejado a su Hijo sobre la piedra con la delicadeza de quien pone en la cuna a un recién nacido-, da dos pasos, se inclina al pie del lecho fúnebre, donde, de rodillas, llora la Magdalena; y la aferra por un hombro, la zarandea, la llama:

-María. Responde. Éstos piensan que Jesús no podrá resucitar porque es un hombre y ha muerto a causa de heridas.

Pero ¿tu hermano no es mayor que El?

-Sí.

-¿No estaba llagado por entero?

-Sí.

-¿No se corrompía ya antes de descender al sepulcro?

-Sí.

-¿Y no resucitó después de cuatro días de asfixia y putrefacción?

-Sí.

-¿Entonces?

Silencio grave y largo. Luego un grito inhumano. María vacila mientras se lleva una mano al corazón. La sujetan. Pero Ella los rechaza. Parece rechazar a estos compasivos; en realidad rechaza lo que sólo Ella ve. Y grita:

-¡Atrás! ¡Atrás, cruel! ¡No esta venganza! ¡Calla! ¡No quiero oírte! ¡Calla! ¡Ah, me muerde el corazón!

-¿Quién, Madre?

-¡Oh, Juan! ¡Es Satanás! Satanás, que dice: "No resucitará. Ningún profeta lo ha dicho". ¡Oh, Dios Altísimo! ¡Ayudadme todos, espíritus buenos, y vosotros, hombres compasivos! ¡Mi razón vacila! No recuerdo nada. ¿Qué dicen los profetas? ¿Qué dice el salmo? ¡Oh, ¿quién me repite los pasos que hablan de Jesús?!

Es la Magdalena la que con su voz de órgano dice el salmo davídico sobre la Pasión del Mesías.

La Madre llora más fuerte, sujetada por Juan, y el llanto cae sobre el Hijo muerto, que resulta todo mojado de lágrimas.

María ve esto, y lo seca, y dice en voz baja:

-¡Tanto llanto! Y, cuando tenías tanta sed, ni siquiera una lágrima te he podido dar. Y ahora... ¡te mojo entero! Pareces un arbusto bajo un pesado rocío. Aquí, que tu Madre te seca. ¡Hijo! ¡Tanta amargura has experimentado! ¡No caiga ahora el amargor y la sal del llanto materno en tu labio herido!...

-Luego llama fuerte:

-María. David no habla... ¿Sabes Isaías? Di sus palabras...

La Magdalena dice el fragmento sobre la Pasión y termina con un sollozo: -...Entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él, que quitó los pecados del mundo y oró por los pecadores.

-¡Calla! ¡Muerte no! ¡No entregado a la muerte! ¡No! ¡No! ¡Oh, vuestra falta de fe, aliándose con la tentación de Satanás, me pone la duda en el corazón! ¿Y yo no voy a creerte, Hijo? ¿No voy a creer en tu santa palabra? ¡Díselo a mi alma!

Habla. Desde las lejanas regiones a donde has ido a liberar a los que esperaban tu llegada, lanza tu voz de alma a mi alma hacia ti abierta; a mi alma, que está aquí, abierta toda a recibir tu voz. ¡Dile a tu Madre que vuelves! Di: “Al tercer día resucitaré". ¡Te lo suplico, Hijo y Dios! Ayúdame a proteger mi fe. Satanás la aprisiona entre sus roscas para estrangularla. Satanás ha separado su boca de serpiente de la carne del hombre porque Tú le has arrebatado esta presa, pero ahora ha hincado el garfio de sus dientes venenosos en la carne de mi corazón y me paraliza sus latidos y me quita su fuerza y su calor. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡No permitas que desconfíe! ¡No dejes que la duda me hiele! ¡No des a Satanás la libertad de llevarme a la desesperación! ¡Hijo! ¡Hijo! Ponme la mano en el corazón: alejará a Satanás. Ponme la mano sobre la cabeza: le devolverá la luz. Santifica con una caricia mis labios y se fortalezcan para decir: "Creo" incluso contra todo un mundo que no cree. ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! Mucho hay que perdonar a quien no cree. Porque cuando ya no se cree... cuando ya no se cree... todo horror se hace fácil. Yo te lo digo... yo que experimento esta tortura. ¡Padre, piedad de los que no tienen fe! ¡Dales, Padre santo, dales, por esta Hostia consumada y por mí, hostia que aún se consume, da tu Fe a los que carecen de fe!

Un rato largo de silencio.

Nicodemo y José hacen un gesto a Juan y a la Magdalena.

-Ven, Madre.

Es la Magdalena la que habla tratando de separar a María de su Hijo y de desligar los dedos de Jesús entrelazados con los de María, que los besa llorando.

La Madre se yergue. Su aspecto es solemne. Extiende por última vez los pobres dedos exangües, coloca la mano inerte junto al Cuerpo. Luego baja los brazos y bien erguida, con la cabeza levemente hacia arriba, ora y ofrece. No se oye una sola palabra, pero se comprende que ora, por todo el aspecto. Es verdaderamente la Sacerdotisa ante el altar, la Sacerdotisa en el instante de la ofrenda. «Offerimus praeclarae majestati tuae de tuis donis, ac datis, hostiam puram, hostiam sanctam, hostiam immaculatam... (Ofrecemos a tu superna majestad las cosas que tú mismo nos has dad-esto es, el sacrificio puro, santo e inmaculado... (del Misal Romano).

Luego se vuelve:

-De acuerdo, hacedlo. Pero resucitará. En vano desconfiáis de mi razón, en vano estáis ciegos a la verdad que Él os dijo.

En vano trata Satanás de tender asechanzas a mi fe. Para redimir al mundo falta también la tortura infligida a mi corazón por Satanás derrotado. La sufro y la ofrezco por los que han de venir. ¡Adiós, Hijo!, ¡Adiós, Criatura mía! ¡Adiós, Niño mío! ¡Adiós...

Adiós... Santo… Bueno... Amadísimo y digno de amor... Hermosura... Gozo... Fuente de salvación... Adiós... En tus ojos... en tus labios... en tu pelo de oro... en tus helados miembros... en tu corazón traspasado... ¡oh, en tu corazón traspasado!... mi beso... mi beso... mi beso... Adiós. Adiós... ¡Señor! ¡Piedad de mí!

Los dos preparadores han terminado de disponer las vendas.

Vienen a la mesa y despojan a Jesús incluso de su velo. Pasan una esponja -me parece; o un ovillo de lino- por los miembros (es una muy apresurada preparación de los miembros, que gotean por mil partes).

Luego untan de ungüentos todo el Cuerpo, que queda literalmente tapado bajo una costra de pomada. Lo primero, lo han alzado. Han limpiado la mesa de piedra. En ésta han puesto la sábana, que cae por más de su mitad por la cabecera del lecho. Han colocado el Cuerpo apoyado sobre el pecho y han untado todo el dorso, los muslos, las piernas, toda la parte posterior. Luego le han dado la vuelta delicadamente, poniendo atención en que no se desprendiera la pomada de perfumes. Le han ungido también por la parte anterior: primero el tronco; luego los miembros (primero los pies; lo último, las manos, que han unido encima del bajo vientre).

La mixtura de ungüentos debe ser pegajosa, como goma, porque veo que las manos han quedado estables, mientras que antes siempre resbalaban por su peso de miembros muertos. Los pies, no: conservan su posición: uno más derecho, el otro más echado.

Por último, la cabeza: la habían untado esmeradamente (de forma que sus rasgos desaparecen bajo el estrato de ungüento), después, para mantener cerrada la boca, la han atado con la venda que faja el mentón.

María ahora gime más fuerte.

Alzan la sábana por el lado que recaía y la pliegan sobre Jesús, que desaparece bajo su grueso lienzo. Jesús no es ahora sino una forma cubierta por un lienzo.

José comprueba que todo está bien y todavía coloca sobre el rostro un sudario de lino; y otros paños, semejantes a cortas y anchas tiras rectangulares, de derecha a izquierda, sobre el Cuerpo, que sujetan la sábana bien adherida: no es el típico vendaje que se ve en las momias, tampoco el que se ve en la resurrección de Lázaro: es un vendaje en embrión.

Jesús ha quedado anulado. Hasta la forma se difumina bajo los paños. Parece un alargado montón de tela, más estrecho en los extremos y más ancho en el centro, apoyado sobre el gris de la piedra.

María llora más fuerte.

-Dice Jesús (a María Valtorta):

-Y la tortura continuó con asaltos periódicos hasta el alba del domingo. Yo tuve, en la Pasión, una sola tentación. Pero la Madre, la Mujer, expió por la mujer, culpable de todos los males, repetidas veces. Y Satanás agredió a la Vencedora con centuplicada saña.

María lo había vencido, y Ella recibió la más atroz de las tentaciones. Tentación a la carne de la Madre. Tentación al corazón de la Madre. Tentación al espíritu de la Madre. El mundo cree que la Redención tuvo fin con mi último respiro. No. La coronó la Madre, añadiendo su triple tortura para redimir la triple concupiscencia, luchando durante tres días contra Satanás, que quería llevarla a negar mi Palabra y a no creer en mi Resurrección. María fue la única que siguió creyendo. Grande y bienaventurada es también por esta fe.

Has conocido también esto. Tormento que es eco del tormento de mi Getsemaní. El mundo no comprenderá esta página. Pero "los que están en el mundo sin ser del mundo" la comprenderán, y verán aumentado su amor hacia la Madre Dolorosa. Por esto la he dado.

Ve en paz con nuestra bendición.



611 Cierran el Sepulcro. El regreso al Cenáculo.

José de Arimatea apaga una de las antorchas, da una última ojeada y se dirige a la apertura del sepulcro manteniendo encendida y levantada la otra antorcha.

María se inclina una vez más para besar a su Hijo a través de los elementos que lo cubren. Y quisiera hacerlo dominando su dolor, conteniendo éste como forma de respeto al Cadáver, que, estando embalsamado, no le pertenece. Pero, cuando está cerca del rostro velado, ya no se domina; se sume en una nueva crisis de desolación.

No sin dificultad, la alzan. La alejan, con mayor dificultad aún, del lecho fúnebre. Arreglan las telas desordenadas y, más en vilo que sujetándola, se llevan a la pobre Madre, que se aleja con la cara hacia atrás, para ver, para ver a su Jesús, ya solo en la oscuridad de sepulcro.

Salen al huerto silencioso bajo la luz vespertina. Ya la claridad que renació después de la tragedia del Gólgota vuelve a oscurecerse por la noche que desciende. Y allí, bajo los tupidos ramajes -tupidos aunque carezcan todavía de hojas y estén apenas adornados por las bocas blanco-rosas de los manzanos que empiezan a echar flores (extrañamente retrasados en este pomar de José, mientras que en otros lugares están ya enteramente cubiertos de flores abiertas e incluso fecundadas, constituyendo ya minúsculos frutos)-, bajo esos tupidos ramajes, la penumbra es aún más densa que en otros lugares.

Corren hasta su surco la pesada piedra del sepulcro. Largas ramas de un enmarañado rosal, que penden de lo alto de la gruta, parecen llamar a esa puerta de piedra y decir: "¿Por qué te cierras ante una madre que llora?". Y parecen verter también ellas lágrimas de sangre con sus pétalos rojos deshojados, con las corolas distribuidas sobre la superficie de la piedra oscura, con los botones cerrados que golpean contra el inexorable cierre.

Pero pronto otra sangre humedecerá esa puerta sepulcral, y otro llanto. María, hasta ahora sujeta por Juan y sollozando, aunque bastante sosegada, se libera ahora del apóstol y, emitiendo un grito que creo que ha hecho temblar hasta las entrañas de las plantas, se arroja contra la puerta, se agarra al saliente de ésta para descorrerla, se excoria los dedos y se rompe las uñas, sin conseguir moverla, y hasta hace palanca apretando la cabeza contra este saliente áspero. Su gemido tiene notas del rugido de una leona que se abra las venas contra el cierre de una trampa donde estén encerrados sus cachorros, compasiva y furiosa por amor de madre.

Nada tiene ahora de la mansa virgen de Nazaret, de la paciente mujer que hasta ahora hemos conocido. Es: la madre; sólo y simplemente: la madre aferrada a su criatura con todos los nervios de la carne y todas las entrañas del amor. Es la más verdadera "dueña" de esa carne que Ella generó, la única dueña después de Dios, y no quiere que le roben esta propiedad. Es la

"reina" que defiende su corona: el hijo, el hijo, el hijo.

Toda la rebelión y las rebeliones que en treinta y tres años en cualquier otra mujer habría habido contra la injusticia del mundo hacia un hijo, toda la santa y lícita ira que cualquier otra madre habría manifestado durante aquellas últimas horas, para herir y matar con las manos y los dientes a los asesinos de su hijo; todas estas cosas que Ella, por amor al género humano, ha dominado siempre, ahora se agitan en su corazón, hierven en su sangre, pero, mansa incluso en medio de ese dolor suyo que la hace delirar, ni impreca ni acomete. Solamente pide a la piedra que se abra, que la deje pasar porque su sitio está ahí dentro, donde está Él; sólo pide a los hombres, despiadadamente piadosos, que la obedezcan y abran.

Después de haber golpeado y manchado de sangre con los labios y las manos la piedra tenaz, se vuelve, se apoya con los brazos abiertos, aferrando todavía los dos bordes de la piedra, y, terrible en su majestuosidad de Madre dolorosa, ordena:

-¡Abrid! ¿No queréis? Pues yo me quedo aquí. ¿No dentro? Pues afuera. Aquí están mi pan y mi lecho, aquí está mi morada. No tengo ni otras casas ni otro objetivo. Vosotros marchaos si queréis. Volved al asqueroso mundo. Yo me quedo aquí, donde no hay ambiciones ni olor de sangre.

-¡No puedes, Mujer!

-¡No puedes, Madre!

-¡No puedes, María amada!

Y tratan de separarle las manos de la piedra, asustados por esos ojos que ellos no conocían con ese destello que los hace duros e imperiosos, vítreos, fosforescentes.

La sobrepujanza mal conviene a los mansos, y los humildes saben persistir en la soberbia... Y enseguida cede en María el querer vehemente y el mandar imperioso. Vuelve a Ella su mirada mansa de paloma torturada, pierde el gesto impositivo y se inclina otra vez suplicante, y une las manos rogando:

-¡Oh, dejadme! ¡Por vuestros difuntos, por los vivos a los que amáis, piedad de una pobre madre!... Oíd... oíd mi corazón. Necesita paz para que cese en él este latido cruel; así se ha puesto a latir arriba, en el Calvario. El martillo hacía "ton", "ton", "ton".., y cada uno de esos golpes hería a mi Niño... y golpeaba mi cerebro y mi corazón... y tengo llena de esos golpes la cabeza, y mi corazón late rápido al ritmo de ese "ton", "ton”, "ton" descargado sobre las manos, sobre los pies de mi Jesús, de mi pequeño Jesús... ¡Mi Niño! ¡Mi Niño!...

Le vuelve todo el tormento que parecía calmado después de su oración al Padre junto a la mesa de la unción. Todos lloran.

-Necesito no oír gritos ni golpes. El mundo está lleno de voces y ruidos. Cada voz me parece ese "gran grito" que me ha petrificado la sangre en las venas; cada ruido, el del martillo en los clavos. Necesito no ver rostros de hombre. El mundo está lleno de rostros... Hace casi doce horas que veo rostros de asesinos... Judas... los verdugos… los sacerdotes... los judíos... ¡Todos, todos asesinos!... ¡Fuera! ¡Fuera!... No quiero ver a nadie... En cada hombre hay un lobo y una serpiente. Siento escalofrío ante el hombre, siento miedo del hombre… Dejadme aquí, bajo estos árboles serenos, en esta hierba poblada de flores... Dentro de poco saldrán las estrellas... que siempre fueron sus amigas y mis amigas... Ayer las estrellas han hecho compañía a nuestra solitaria agonía... Ellas saben muchas cosas... Ellas vienen de Dios... ¡Oh! ¡Dios! ¡Dios!... Llora y se arrodilla.

-¡Paz, mi Dios! ¡No me quedas sino Tú!

-Ven, hija. Dios te dará paz. Pero ven. Mañana es el sábado pascual. No podríamos venir a traerte comida...

-¡Nada! ¡Nada! ¡No quiero comida! ¡Quiero a mi Hijo! Sacio hambre con mi dolor; mi sed, con mi llanto... Aquí... ¿Oís cómo llora ese autillo? Llora conmigo, y dentro de poco llorarán los ruiseñores. Y mañana, con la luz del sol, llorarán las calandrias y los currucos y los pájaros que Él amaba, y las tórtolas vendrán conmigo a golpear a esta puerta y a decir, a decir:

"¡Álzate, amor mío y ven! Amor que estás en la hendidura de la roca, en el refugio de la escarpada, déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz". ¡Aaaah! ¿Qué digo? ¡Ellos, ellos también, los torvos asesinos, se han dirigido a Él con las palabras del Cantar! (Cantar de los cantares 2, 13-14; 3, 11) Sí, venid, oh hijas de Jerusalén, a ver a vuestro Rey con la diadema, como lo coronó su

Patria en el día de su desposorio con la Muerte, en el día de su triunfo como Redentor.

-¡Mira, María! Están viniendo guardias del Templo. Aléjate de aquí. No te vayan a injuriar.

-¿Guardias? ¿Injurias? No. Son viles. Viles son. Y si yo saliera a su encuentro, terrible en mi dolor, huirían como Satanás frente a Dios. Pero yo recuerdo que soy María... y no arremeteré contra ellos, como tendría derecho a hacer. Estaré pacífica... ni siquiera me verán. Y, si me ven y me preguntan: "¿Qué quieres?", les diré: "La limosna de respirar el aire balsámico que sale por esta fisura". Diré: “En nombre de vuestra madre". Todos tienen una madre... hasta el ladrón compasivo lo ha dicho...

-Pero éstos son peor que los bandoleros. Te insultarán.

-¿Acaso hay un insulto que, después de los de hoy, yo no conozca?

Es la Magdalena la que encuentra la razón capaz de conseguir la obediencia de la Dolorosa.

-Tú eres buena, eres santa, y crees y eres fuerte. Pero nosotros ¿qué somos?... ¡Ya lo ves! La mayor parte han huido; los que han quedado estamos aterrados. La duda, ya presente en nosotros, nos haría ceder. Tú eres la Madre. No tienes sólo el deber y el derecho respecto a tu Hijo, sino el deber y el derecho respecto a lo que es del Hijo. Debes volver con nosotros, estar entre nosotros, para recogernos, para confirmarnos, para infundirnos tu fe. Tú has dicho, después de tu justo reproche de nuestra pusilanimidad e incredulidad: "Más fácil le será resucitar si está libre de estas vendas". Yo te lo digo: "Si nosotros logramos reunirnos en la fe en su Resurrección, resucitará antes. Lo llamaremos con nuestro amor...". ¡Madre, Madre de mi Salvador, vuelve con nosotros, tú, amor de Dios, para darnos este amor tuyo! ¿Acaso quieres que se pierda de nuevo la pobre María de Magdala, a la que Él ha salvado con tanta piedad?

-No. Me pesaría. Tienes razón. Debo volver... buscar a los apóstoles... a los discípulos... a los parientes... a todos...

Decir... decir: creed. Decir: os perdona... ¿A quién se lo dije esto?... ¡Ah! A Judas Iscariote... Habrá que... sí, habrá que buscarlo también a él... porque es el mayor pecador…

María está ahora con la cabeza reclinada sobre su propio pecho y tiembla como por repulsa; luego dice -Juan: lo buscarás. Y me lo traerás. Debes hacerlo. Y yo debo hacerlo. Padre: hágase esto también por la redención de la Humanidad. Vamos.

Se levanta. Salen del huerto semioscuro. Los guardias los ven salir y no dicen nada.

El camino, polvoriento y revuelto por la riada de gente que lo ha recorrido y batido con pies, piedras y palos, dibuja una curva en torno al Calvario para llegar al camino de primer orden que va paralelo a las murallas. Y aquí las huellas de lo que ha sucedido son aún más intensas. Dos veces María emite un grito y se inclina para examinar bajo la incierta luz el suelo, porque le parece ver sangre y piensa que es de su Jesús. Pero son sólo jirones de tela desgarrada (yo creo que con el jaleo de la fuga). El pequeño torrente que corre a lo largo de este camino susurra un rumor leve en medio del gran silencio que lo envuelve todo. La ciudad, no viniendo de ella sino un profundo silencio, parece abandonada.

Ahí está el puentecillo que conduce a la empinada vereda del Calvario. Y, frente al puente, la puerta Judicial. Antes de desaparecer tras ella, María se vuelve para mirar la cima del Calvario... y llora desconsoladamente. Luego dice:

-Vamos. Pero guiadme vosotros. No quiero ver ni Jerusalén, ni sus calles ni sus habitantes.

-Sí, sí, pero démonos prisa. Están para cerrar las puertas y, ¿lo ves?, han reforzado la guardia en ellas. Roma teme alborotos.

-Con razón. ¡Jerusalén es una guarida de tigres! ¡Es una tribu de asesinos! Una turba de depredadores; y no sólo dirigen estos usurpadores sus colmillos rapaces hacia las riquezas, sino también contra las vidas. Hace ya treinta y dos años que acechan contra la vida de mi Niño... Era un corderito de leche, un corderito rosa de oro ensortijado... Apenas sabía decir "Mamá", y dar los primeros pasitos, y reír con sus pocos dientecitos entre los labios de pálido coral, y ya vinieron para degollarlo... Ahora dicen que había blasfemado y violado el sábado y que había movido a la sublevación y aspirado al trono y pecado con las mujeres...

Pero, en aquellos tiempos, ¿qué había hecho?, ¿qué blasfemia podía haber dicho, si apenas sabía llamar a su Mamá?, ¿qué podía violar de la Ley, si Él, el eterno Inocente, era entonces también el inocente pequeñuelo del hombre?, ¿qué sublevación podía promover, si ni siquiera sabía tener un capricho? ¿A que trono podía aspirar? Tenía ya su trono en la Tierra y en el Cielo, y no pedía otros tronos: en el Cielo, el seno del Padre; en la Tierra, el mío. Jamás tuvo ojos para la carne, y vosotras, jóvenes y hermosas, podéis decirlo. Pero en aquel tiempo, en aquel tiempo... su "sensualidad” estaba limitada a la necesidad de calor y nutrición, y sus amores eran sólo con mi tibio pecho, buscando poner encima la carita y dormir así; y con el romo pezón del que mi amor fluía convertido en leche... ¡oh, Criatura mía!... ¡Y querían verte muerto! ¡Esto querían: quitarte la vida! Tu único tesoro.

La Madre al Hijo; el Hijo a la Madre, para convertirnos en los más míseros y desolados del Universo. ¿Por qué quitarle al Vivo la vida? ¿Por qué arrogaros el derecho de quitar esto que es la vida: bien de la flor y del animal, bien del hombre? Nada os pedía mi Jesús. Ni dinero, ni joyas, ni casas. Una casa tenía, pequeña y santa, y la había dejado por amor a vosotros hombres - hiena.

Había renunciado por vosotros a aquello que hasta una cría de animal posee, y fue pobre y solo por el mundo, sin tener siquiera el lecho que le había hecho el Justo, sin el pan tan siquiera que le hacía su Madre; y durmió donde pudo y comió donde pudo: sobre la yacija herbosa de los prados, velado por las estrellas; o en las casas de los buenos, como cualquier hijo de hombre.

Sentado a una mesa, o compartiendo con los pájaros de Dios los granos de trigo y el fruto de la zarza silvestre. Y no os pedía nada. Al contrario: os daba. Quería sólo la vida para daros con su palabra la Vida. Y vosotros, y Jerusalén, lo habéis despojado de la vida. ¿Te has saciado con su Sangre? ¿Te has llenado con su Carne? ¿O todavía no te llena, y quieres -tras vampiro y buitre,

hiena- comer su Cadáver, y, no satisfecha aún de los oprobios y tormentos, quieres ensañarte y gozar arañando sus despojos y viendo otra vez sus lacerantes dolores, sus temblores, sus lágrimas, sus convulsiones, en mí: en la Madre del Asesinado? ¿Hemos llegado? ¿Por qué os paráis? ¿Qué quiere de José ese hombre? ¿Qué dice?

En efecto, uno de los escasos transeúntes ha parado a José y, en el silencio absoluto de la ciudad desierta, se oyen muy bien sus palabras:

-Es sabido que has entrado en la casa de Pilato. Profanador de la Ley. Rendirás cuentas de ello. ¡Tienes censura en orden a la Pascua! Estás contaminado.

-Tú también, Elquías. ¡Me has tocado y estoy cubierto de la sangre de Cristo y de su sudor mortal!

-¡Ah! ¡Horror! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera esa sangre!

-No tengas miedo. Ya te ha abandonado; y maldecido.

-Tú también estás maldecido. Y no te vayas a pensar que ahora que te entiendes con Pilato vas a poder llevarte el Cadáver. Hemos tomado medidas para que se termine el juego.

Nicodemo se ha acercado lentamente mientras las mujeres se han detenido con Juan y se han pegado a un profundo portón cerrado.

-Ya lo hemos visto - continúa José - ¡Cobardes! ¡Tenéis miedo hasta de un muerto! Pero de mi huerto y de mi sepulcro hago lo que yo creo conveniente.

-Eso lo veremos.

-Lo veremos. Recurriré a Pilato.

-Sí. Fornica ahora con Roma.

Nicodemo toma la palabra:

-Mejor con Roma que con el Demonio, como vosotros, ¡deicidas! Y, oye, ¿me podrías decir cómo es que te has recobrado? Porque hace un momento huías aterrorizado. ¿Se te esta pasando? ¿No te es suficiente lo que te sucedió? ¿No se te quemó una casa? ¡Échate a temblar! No ha terminado el castigo. Es más: está llegando. Se cierne sobre tu cabeza como la Némesis de los paganos Ni guardias ni precintos impedirán al Vengador alzarse y descargar su mano.

-¡Maldito!

Elquías huye y va a toparse con las mujeres. Comprende y lanza un atroz insulto a María.

Juan no dice ni una palabra. Pero, con un salto de pantera, lo aferra fuertemente y lo tira al suelo y, sujetándolo con las rodillas y apretándole el cuello con las manos, le dice:

-¡Pídele perdón o te estrangulo, demonio!

Y no lo deja hasta que el otro, apretado y medio estrangulado por las manos de Juan, no masculla: «Perdón».

Pero su grito ha atraído a la patrulla.

-¿Quién va? ¿Qué pasa? ¿Más alborotos? Quietos todos o cargamos sobre vosotros. ¿Quiénes sois?

-José de Arimatea y Nicodemo, autorizados por el Procónsul para sepultar al Nazareno al que han dado muerte.

Regresamos del sepulcro con la Madre, el hijo y las familiares y amigas. Éste ha ofendido a la Madre y ha sido obligado a pedir perdón.

-¿Sólo eso? Debíais haberlo estrangulado. Marchaos. Soldados arrestad a éste. ¿Qué más quieren esos vampiros?

¿También el corazón de las madres? ¡Adiós, judíos!

-¡Qué horror! Pero ya no son hombres... Juan, sé bueno con ellos. Ten presente el recuerdo de mi Jesús y de tu Jesús. Él predicaba perdón.

-Madre, tienes razón. Pero son unos malhechores y me sacan de mis cabales. Son sacrílegos. Te ofenden a ti. Y esto no puedo permitirlo.

-Son unos malhechores, sí. Y saben que lo son. Mira qué pocos por las calles; y esos pocos, cómo se escabullen furtivos.

Después del delito, los malhechores tienen miedo. Verlos huir así, entrar en las casas, encerrarse en ellas por miedo, me suscita horror. Los siento a todos culpables del Deicidio. Mira, María ese viejo. Ya se asoma a la tumba y, no obstante -ahora que la luz de aquella puerta lo ilumina me parece haberlo visto pasar acusando a mi Jesús, allí, en la cima del Calvario... Lo llamaba ladrón... ¡¿Ladrón mi Jesús?!... Aquel joven, casi niño todavía, pronunciaba torpes blasfemias invocando que cayera sobre él su sangre... ¡Oh, desdichado!... ¿Y aquel hombre? Siendo tan musculoso y fuerte, ¿se habrá abstenido de golpearlo? ¡Oh, no quiero ver! Mirad: encima del rostro que tienen se superpone el rostro del alma y... y ya no tienen imagen de hombres, sino de demonios... Tanto valor tenían contra el Atado, el Crucificado…y ahora huyen, se esconden, se encierran. Tienen miedo. ¿De quién? De un muerto. Para ellos no es más que un muerto, porque niegan que sea Dios. ¿A qué tienen miedo entonces? ¿A qué cierran sus puertas? Al remordimiento. Al castigo. No sirve. El remordimiento está en vosotros. Y os seguirá eternamente. Y el castigo no es humano; no valen ni cierres ni palos, ni puertas ni barras contra él. El castigo baja del Cielo, de Dios, vengador de su Inmolado, y atraviesa paredes y puertas, y con su llama celeste os marca para el castigo sobrenatural que os espera. El mundo irá a Cristo, al Hijo de Dios y mío. Irá a aquel que vosotros habéis traspasado, pero vosotros seréis signados para siempre, los Caínes de un Dios, marcados como oprobio de la raza humana. Yo, que he nacido de vosotros, yo que soy Madre de todos, tengo que decir que para mí, vuestra hija, habéis sido peores que padrastros, y que, en el inmenso número de mis hijos, vosotros sois los que más esfuerzo me imponéis para acogeros, porque os habéis ensuciado con el delito contra mi Criatura. Y no os arrepentís diciendo: "Eras el Mesías. Te reconocemos y te adoramos". Ahí hay otra patrulla romana. El Amor ya no está en la Tierra, la Paz ya no está entre los hombres. El Odio y la Guerra bullen como esas antorchas humeantes. Los dominadores tienen miedo a la muchedumbre desmandada. Saben por experiencia que cuando la fiera que se llama hombre ha sentido el sabor de la sangre se vuelve ávida de masacre... Pero no temáis a éstos, que no son ni leones ni panteras reales, sino cobardísimas hienas que se lanzan contra el cordero inerme pero temen al león armado de lanzas y autoridad. No tengáis miedo a estos chacales reptantes. Vuestro paso de hierro los hace huir y el brillo de vuestras lanzas los hace más mansos que conejos. ¡Esas lanzas!

¡Una ha abierto el corazón del Hijo mío! ¿Cuál de ellas? Verlas es para mí una flecha en mi corazón... Y, no obstante, quisiera tenerlas todas entre mis manos temblorosas para ver cuál es la que todavía conserva huellas de sangre y decir: "¡Es ésta!

¡Dámela, soldado! Dásela a una madre en memoria de tu madre lejana, y yo oraré por ella y por ti". Y ningún soldado me la negaría. Porque los hombres de guerra han sido los mejores ante la agonía del Hijo y de la Madre. ¡Oh, ¿por qué no he pensado arriba esto?! Me sentía como una persona a la que le hubieran golpeado la cabeza. Yo la tenía atontada por esos golpes... ¡Oh, esos golpes! ¿Quién hará que deje de sentirlos aquí, en mi pobre cabeza? La lanza ¡Cuánto quisiera tenerla!...

-Podemos buscarla, Madre. El centurión me ha parecido muy bueno con nosotros. Creo que no me la negará. Iré mañana.

-Sí, sí, Juan. Soy Pobre. Tengo poco dinero; pero me desprenderé hasta de la última moneda con tal de tener ese hierro... ¡Oh, ¿cómo es que no lo he pedido en ese momento?!

-María amada, ninguno de nosotros tenía noticia de esa herida Cuando la has visto, ya estaban lejos los soldados.

-Es verdad... Estoy ofuscada por el dolor. ¿Y las vestiduras? ¡Nada suyo tengo! Daría mi sangre por tenerlas...

María llora de nuevo desconsoladamente.

Y llega así a la calle del Cenáculo; a tiempo, porque ya está agotada y camina verdaderamente a rastras, como una anciana decrépita. Y además lo manifiesta.

-Ánimo, que ya hemos llegado.

-¿Ya? ¿Tan corto el camino que esta mañana me ha parecido largo? ¿Esta mañana? ¿Ha sido esta mañana? ¿Sólo?

¿Cuántas horas, o cuántos siglos, han pasado desde que ayer noche entré y desde que salí de aquí esta mañana? ¿Soy verdaderamente yo: la madre cincuenta años o una anciana secular, una mujer que abarca épocas, rica en siglos que pesan sobre sus espaldas arqueadas y sobre su cabeza cana? Siento como haber vivido todo el dolor del mundo y éste pese enteramente sobre mis espaldas, que se encorvan bajo su peso. Cruz incorpórea, ¡pero tan pesada...! De piedra. Una cruz quizás más pesada que la de mi Jesús, porque llevo la mía y la suya con el recuerdo de su agonía y la realidad de la agonía mía. Vamos a entrar. Porque debemos entrar. Pero no es ningún consuelo. Es un aumento de dolor. Por esta puerta entró mi Hijo para su última cena. Por ella salió para ir al encuentro de la muerte. Y tuvo que poner pie donde lo puso el traidor, que salió para llamar a los capturadores del Inocente. Apoyado en esa puerta he visto a Judas... ¡He visto Judas! Y no lo he maldecido, sino que le he hablado como habla una madre llena de congoja. Llena de congoja por el Hijo bueno y por el hijo malvado... ¡He visto a Judas!

¡He visto al Demonio en él! Yo que he tenido siempre a Lucifer bajo mi calcañar y, mirando sólo a Dios, nunca he bajado los ojos a mirar a Satanás- he conocido el rostro de Satanás mirando al Traidor. He hablado con el Demonio... ha huido, porque no soporta mi voz. ¿Lo habrá dejado ahora, de forma que yo pueda hablar a ese muerto y concebirlo de nuevo -yo, la Madre- con la

Sangre de un Dios para darlo a luz a la Gracia? Juan: júrame que lo buscarás y que no serás cruel con él. No lo soy yo que tendría derecho a serlo... ¡Oh, dejadme entrar en esa habitación donde mi Jesús tomó su última comida!, ¡donde la voz de mi Niño pronunció en paz sus últimas palabras!

-Sí. Entraremos. Pero, ahora, ven aquí, a donde estábamos ayer. Descansa. Despídete de José y Nicodemo, que se marchan.

-Sí. Me despido de ellos. ¡Oh, sí, me despido de ellos! Les doy las gracias. ¡Los bendigo!

-Pero, ven, ven; ¡lo harás más cómodamente!

-No. Aquí. José... ¡Oh, no he conocido a nadie con este nombre que no me quisiera!... María de Alfeo se echa bruscamente a llorar.

-No llores... También José... Por amor, erraba tu hijo. Quería darme humanamente paz... ¡Pero hoy!... Ya lo habéis visto... ¡Oh, todos los Josés son buenos con María!... José, yo te digo "gracias". Y a Nicodemo... Mi corazón se postra a vuestros pies, ante esos pies vuestros cansados por el mucho camino recorrido por Él... por darle los últimos honores... Yo sólo puedo daros mi corazón; no tengo otra cosa... Y os lo doy, amigos leales de mi Hijo... y... y perdonad a una Madre traspasada las palabras que os he dicho en el sepulcro...

-¡Oh! ¡Santa! ¡Perdona tú! - dice Nicodemo.

-Estáte tranquila ahora. Descansa en tu Fe. Mañana vendremos - añade José.

-Sí, vendremos. Estamos a tus órdenes.

-Mañana es sábado - objeta la dueña de la casa.

-El sábado ha muerto. Vendremos. Adiós. El Señor sea con vosotros - y se marchan.

-Ven, María.

-Sí, Madre, ven.

-No. Abrid. Me habéis prometido hacerlo después de las despedidas. ¡Abrid esta puerta! No podéis cerrársela a una madre, a una madre que busca respirar en el aire el olor del aliento, del cuerpo de su Niño. ¿No sabéis, acaso, que ese aliento y ese cuerpo se los di yo? Yo, yo que lo llevé nueve meses, que le di a luz, que lo amamanté, lo crié, lo cuidé. ¡Ese aliento es mío!

¡Ese olor de carne es mío! Es el mío, pero más hermoso en mi Jesús. Dejádmelo percibir otra vez.

-Sí, querida. Mañana. Ahora estás cansada. Estás ardiendo de fiebre. No puedes así. Estás mal.

-Sí. Mal. Pero es porque tengo en los ojos la percepción de su Sangre y en el olfato el olor de su Cuerpo llagado. Quiero ver la mesa en que se apoyó vivo y sano, quiero percibir el perfume de su cuerpo juvenil. ¡Abrid! ¡No me lo sepultéis por tercera vez! Ya me lo habéis ocultado bajo los perfumes y las vendas; luego me lo habéis encerrado tras la piedra. ¿Ahora por qué, por

qué negarle a una Madre que halle el último rastro de Él en el aliento que ha dejado detrás de esa puerta? Dejadme entrar.

Buscaré en el suelo, en la mesa, en el asiento, las huellas de sus pies, de sus manos. Y las besaré, las besaré hasta consumirme los labios. Buscaré... buscaré... Quizás encuentre un cabello de su cabeza rubia, un cabello no untado de sangre. ¿Sabéis vosotros qué es para una madre un cabello de su hijo? Tú, María de Cleofás, tú, Salomé, sois madres. ¿Y no comprendéis? ¡Juan!

¡Juan! Escúchame. Yo soy Madre para ti. El me ha constituido tal. ¡Él! Tú me debes obediencia. ¡Abre! Yo te amo, Juan. Siempre te he amado porque lo amabas. Te amaré más todavía. Pero abre. ¡Abre digo! ¿No quieres? ¿No quieres? ¡Ah, ¿entonces ya no tengo hijo?! Jesús no me negaba nunca nada. Porque era hijo. Tú niegas. No eres hijo. No comprendes mi dolor... ¡Oh, Juan!, perdona... perdona. Abre... No llores... Abre... ¡Oh, Jesús! ¡Jesús!... Escúchame... ¡Obre tu espíritu un milagro! ¡Abre a tu pobre Mamá esta puerta que nadie quiere abrir! ¡Jesús! ¡Jesús!

María llama con los puños cerrados a la puertecita, a esa puertecita bien cerrada. Está en un momento de paroxismo de su congoja. Hasta que palidece y, susurrando:

-¡Oh, mi Jesús! ¡Voy! ¡Voy!», se desploma sin fuerzas sobre los brazos de las mujeres, que lloran y la sujetan para impedir que caiga a los píes de esa puerta; luego la llevan así, a la habitación que hay enfrente.

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