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Párroco: Padre Carlos Pérez

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI, 21 de Diciembre 2011

Texto completo de la catequesis del Papa: tomado de RADIO VATICANO

Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría los acojo en esta Audiencia general, cuando faltan pocos días para la celebración de la Navidad del Señor. El saludo que en estos días escuchamos decir a todos es ¡Feliz Navidad! Y los mejores deseos para las fiestas navideñas. Hagamos de forma que, en la sociedad actual, el intercambio de parabienes no pierda su profundo valor religioso y la fiesta no quede atrapada en los aspectos exteriores, que tocan las cuerdas del corazón. Ciertamente, los signos exteriores son lindos e importantes, con tal de que no nos distraigan, sino que más bien nos ayuden a vivir la Navidad en su sentido más verdadero, el sagrado y cristiano, para que nuestra alegría no sea superficial, sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. La Navidad, en efecto, no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús - que también lo es – sino que es algo más. Es celebrar un Misterio que ha marcado y sigue marcando la historia del hombre – Dios mismo vino a habitar entre nosotros (cfr Jn 1,14), se hizo realmente uno de nosotros; un Misterio que interesa nuestra fe y nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, en particular, en la Santa Misa. Alguien se podría preguntar ¿cómo es posible que yo viva ahora este evento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar de forma fructuosa en el nacimiento del Hijo de Dios, que fue hace más de dos mil años? En la Santa Misa de la Noche de Navidad, repetiremos en el Salmo Responsorial estas palabras: «Hoy nos ha nacido el Salvador». Este adverbio de tiempo, «hoy», se repite varias veces en todas las celebraciones navideñas se refiere al evento del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la Liturgia, este evento supera los límites del espacio y del tiempo y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, aún con el pasar de los días, de los años y de los siglos. Indicando que Jesús nace «hoy», la Liturgia no usa una frase sin sentido, sino que subraya que este Nacimiento abarca y penetra toda la historia. Permanece como una realidad, también hoy, a la cual podemos llegar precisamente en la liturgia. Para nosotros los creyentes, la celebración de la Navidad renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, aún en carne, y no está sólo lejos, aún estando con el Padre, está cerca de nosotros. Dios, en ese Niño nacido en Belén, se acercó realmente al hombre, Él mismo es hombre y nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene ocaso.

Quisiera insistir en este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo “sensible”, de lo experimentable empíricamente, le resulta cada vez más fatigoso abrir los horizontes y entrar en el mundo de Dios. La redención de la humanidad sucede, por cierto, en un momento preciso e identificable de la historia: en el evento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no sólo le ha hablado al hombre, le ha mostrado signos admirables, lo ha guiado a lo largo de toda una historia de salvación, sino que se ha hecho hombre y sigue siendo hombre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del espacio, para hacer que sea posible «hoy» el encuentro con Él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a comprender que los eventos de la salvación obrada por Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, este «Hoy nos ha nacido el Salvador», no estamos utilizando una expresión vacía y convencional, sino que entendemos que Dios no ofrece «hoy», hoy, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

La Navidad, por lo tanto, al tiempo que conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María - y numerosos textos litúrgicos hacen revivir ante nuestros ojos algún episodio -, la Navidad es un evento eficaz para nosotros. El Papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la Fiesta de la Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: «Exultemos en el Señor, queridos míos, y abramos nuestro corazón al gozo más puro, porque ha amanecido el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Se renueva, en efecto, para nosotros el ciclo anual, que se renueva, el alto misterio de nuestra salvación, que, prometido en el comienzo y acordado al final de los tiempos, está destinado a durar sin fin» (Sermo 22, In Nativitate Domini, 2,1: PL 54,193). También san León Magno, en otra de sus Homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha sido generado en el vientre de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer, que él mismo ha creado. Hoy el Verbo de Dios se ha aparecido revestido de carne y, así como nunca había sido visible para ningún ojo humano, ahora se ha hecho visible y palpable. Hoy, los pastores han recibido de la voz de los ángeles la noticia de que ha nacido el Salvador, en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6,1: PL 54,213).



Hay un segundo aspecto que quisiera mencionar brevemente: el evento de Belén debe ser considerado a la luz del Misterio Pascual: el uno y el otro son parte de la única obra redentora de Cristo. La encarnación y el nacimiento de Jesús nos invitan a dirigir la mirada hacia su muerte y su resurrección: Navidad y Pascua, ambas, son fiestas de la redención. Pascua la celebra como la victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios brilla como la luz del día; Navidad la celebra como la entrada de Dios en la historia haciéndose hombre para reconducir el hombre a Dios: marca, por así decirlo, el momento inicial, cuando se entrevé la claridad del alba. Pero precisamente como el alba precede y hace presagiar ya la luz del día, así pues la Navidad anuncia ya la Cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos periodos del año, en las que están colocadas las dos grandes fiestas, al menos en algunas partes del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. Efectivamente, mientras Pascua cae al principio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, Navidad cae al principio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no logran despertar la naturaleza, envuelta en el frío, bajo cuyo estrato, sin embargo, pulsa la vida. Y empieza de nuevo la victoria del sol y del calor.

Los padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de la entera obra redentora, que encuentra su culmen en el Misterio Pascual. La Encarnación del Hijo de Dios aparece no solo como el inicio y la condición de salvación, sino como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado. Dos significativos textos de san Basilio lo ilustran bien. Decía a los fieles san Basilio: “Dios asume la carne para destruir la muerte que se esconde en ella. Como los antídotos de un veneno una vez ingeridos anulan sus efectos, y como las tinieblas de una casa se disuelven a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida ante la presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero rápidamente se disuelve con el calor del sol, así la muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia de Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue absorbida en la victoria” (1Cor 15,54) no pudiendo coexistir con la Vida” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: pag 31, 1461). Y también san Basilio, en otro texto, dirigía esta invitación: “Celebramos la salvación del mundo, la navidad del género humano. Hoy ha sido remitida la culpa de Adán. Ya no debemos decir más: “Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3,19), sino: unido a Aquel que ha venido del cielo, serás admitido en el cielo” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 6: pg 31, 1473).

En Navidad nosotros encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se baja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo “aún siendo de condición divina... se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres (Fil 2,6-7). Miremos a la gruta de Belén: Dios se humilla hasta nacer en un pesebre, que es el preludio de la humillación a la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través de la cueva de Belén y el sepulcro de Jerusalén.
Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este evento maravilloso: el Hijo de Dios nace todavía “hoy” Dios está verdaderamente cerca de cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a Él. Él es la verdadera luz, que despeja y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y a la humanidad. Vivamos la Navidad del Señor contemplando el camino del amor inmenso de Dios que nos ha levantado hacia Él a través del Misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, porque -como afirma san Agustín- “en (Cristo) la divinidad del Unigénito se ha hecho partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad” (Epístola 187,6,20: Pl 33,839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; allí se hace presente de manera real Jesús, verdadero Pan descendido del cielo, verdadero Cordero sacrificado para nuestra salvación.

Deseo a todos vosotros y a vuestras familias que celebréis una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que el intercambio de felicitaciones en aquel día sea expresión de la alegría de saber que Dios está cerca y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.


(Traducción del italiano Eduardo Rubió y Cecilia de Malak)



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