HOMILÍA
COMPLETA tomada de RADIO VATICANO
Queridos
hermanos y hermanas:
«La tierra
ha dado su fruto» (Sal 66,7). En esta imagen del salmo que hemos escuchado, en
el que se invita a todos los pueblos y naciones a alabar con júbilo al Señor
que nos salva, los Padres de la Iglesia han sabido reconocer a la Virgen María
y a Cristo, su Hijo: «La tierra es santa María, la cual viene de nuestra
tierra, de nuestro linaje, de este barro, de este fango, de Adán […]. La tierra
ha dado su fruto: primero produjo una flor [...]; luego esa flor se convirtió
en fruto, para que pudiéramos comerlo, para que comiéramos su carne. ¿Queréis
saber cuál es ese fruto? Es el Virgen que procede de la Virgen; el Señor, de la
esclava; Dios, del hombre; el Hijo, de la Madre; el fruto, de la tierra» (S.
Jerónimo, Breviarum in Psalm. 66: PL 26,1010-1011). También nosotros hoy,
exultando por el fruto de esta tierra, decimos: «Que te alaben, Señor, todos
los pueblos» (Sal 66,4. 6). Proclamamos el don de la redención alcanzada por
Cristo, y en Cristo, reconocemos su poder y majestad divina.
Animado por
estos sentimientos, saludo con afecto fraterno a los señores cardenales y
obispos que nos acompañan, a las diversas representaciones diplomáticas, a los
sacerdotes, religiosos y religiosas, así como a los grupos de fieles
congregados en esta Basílica de San Pedro para celebrar con gozo la solemnidad
de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Estrella de la Evangelización de
América. Tengo igualmente presentes a todos los que se unen espiritualmente y
oran a Dios con nosotros por los diversos países latinoamericanos y del Caribe,
muchos de los cuales durante este tiempo festejan el Bicentenario de su
independencia, y que, más allá de los aspectos históricos, sociales y políticos
de los hechos, renuevan al Altísimo la gratitud por el gran don de la fe
recibida, una fe que anuncia el Misterio redentor de la muerte y resurrección
de Jesucristo, para que todos los pueblos de la tierra en Él tengan vida. El
Sucesor de Pedro no podía dejar pasar esta efeméride sin hacer presente la
alegría de la Iglesia por los copiosos dones que Dios en su infinita bondad ha
derramado durante estos años en esas amadísimas naciones, que tan
entrañablemente invocan a María Santísima.
La venerada
imagen de la Morenita del Tepeyac, de rostro dulce y sereno, impresa en la
tilma del indio san Juan Diego, se presenta como «la siempre Virgen María,
Madre del verdadero Dios por quien se vive» (De la lectura del Oficio. Nicán
Monohua, 12ª ed., México, D.F., 1971, 3-19). Ella evoca a la «mujer vestida de
sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza,
que está encinta» (Ap 12,1-2) y señala la presencia del Salvador a su población
indígena y mestiza. Ella nos conduce siempre a su divino Hijo, el cual se
revela como fundamento de la dignidad de todos los seres humanos, como un amor
más fuerte que las potencias del mal y la muerte, siendo también fuente de
gozo, confianza filial, consuelo y esperanza.
O
Magnificat, que proclamamos no Evangelho, é «o cântico da Mãe de Deus e o da
Igreja, cântico da Filha de Sião e do novo Povo de Deus, cântico de ação de
graças pela plenitude de graças distribuídas na Economia da salvação, cântico
dos “pobres”, cuja esperança é satisfeita pela realização das promessas feitas
a nossos pais» (Catecismo da Igreja Católica, 2619). Em um gesto de
reconhecimento ao seu Senhor e de humildade da sua serva, a Virgem Maria eleva
a Deus o louvor por tudo o que Ele fez em favor do seu povo Israel. Deus é
Aquele que merece toda a honra e glória, o Poderoso que fez maravilhas por sua
fiel servidora e que hoje continua mostrando o seu amor por todos os homens,
particularmente aqueles que enfrentam duras provas.
«Mira que tu Rey viene hacia ti; Él es justo y victorioso,
es humilde y está montado sobre un asno» (Zc 9,9), hemos escuchado en la
primera lectura. Desde la encarnación del Verbo, el Misterio divino se revela
en el acontecimiento de Jesucristo, que es contemporáneo a toda persona humana
en cualquier tiempo y lugar por medio de la Iglesia, de la que María es Madre y
modelo. Por eso, nosotros podemos hoy continuar alabando a Dios por las
maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos y del mundo
entero, manifestando su presencia en el Hijo y la efusión de su Espíritu como
novedad de vida personal y comunitaria. Dios ha ocultado estas cosas a «sabios
y entendidos», dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los
sencillos de corazón (cf. Mt 11,25).
Por su «sí» a la llamada de Dios, la Virgen María manifiesta
entre los hombres el amor divino. En este sentido, Ella, con sencillez y
corazón de madre, sigue indicando la única Luz y la única Verdad: su Hijo
Jesucristo, que «es la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de
la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres
y mujeres del continente americano» (Exhort. Ap. postsinodal Ecclesia in
America, 10). Asimismo, Ella «continúa alcanzándonos por su constante
intercesión los dones de la eterna salvación. Con amor maternal cuida de los
hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre peligros y
angustias hasta que sean llevados a la patria feliz» (Lumen gentium, 62).
Actualmente, mientras se conmemora en diversos lugares de
América Latina el Bicentenario de su independencia, el camino de la integración
en ese querido continente avanza, a la vez que se advierte su nuevo
protagonismo emergente en el concierto mundial. En estas circunstancias, es
importante que sus diversos pueblos salvaguarden su rico tesoro de fe y su
dinamismo histórico-cultural, siendo siempre defensores de la vida humana desde
su concepción hasta su ocaso natural y promotores de la paz; han de tutelar
igualmente la familia en su genuina naturaleza y misión, intensificando al
mismo tiempo una vasta y capilar tarea educativa que prepare rectamente a las
personas y las haga conscientes de sus capacidades, de modo que afronten digna
y responsablemente su destino. Están llamados asimismo a fomentar cada vez más
iniciativas acertadas y programas efectivos que propicien la reconciliación y la
fraternidad, incrementen la solidaridad y el cuidado del medio ambiente,
vigorizando a la vez los esfuerzos para superar la miseria, el analfabetismo y
la corrupción y erradicar toda injusticia, violencia, criminalidad, inseguridad
ciudadana, narcotráfico y extorsión.
Cuando la Iglesia se preparaba para recordar el quinto
centenario de la plantatio de la Cruz de Cristo en la buena tierra del
continente americano, el beato Juan Pablo II formuló en su suelo, por primera
vez, el programa de una evangelización nueva «en su ardor, en sus métodos, en
su expresión» (cf. Discurso a la Asamblea del CELAM, 9 marzo 1983, III: AAS 75,
1983, 778). Desde mi responsabilidad de confirmar en la fe, también yo deseo
animar el afán apostólico que actualmente impulsa y pretende la «misión
continental» promovida en Aparecida, para que «la fe cristiana arraigue más
profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos como
acontecimiento fundante y encuentro vivificante con Cristo» (V Conferencia
General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento conclusivo, 13).
Así se multiplicarán los auténticos discípulos y misioneros del Señor y se
renovará la vocación de Latinoamérica y el Caribe a la esperanza. Que la luz de
Dios brille, pues, cada vez más en la faz de cada uno de los hijos de esa amada
tierra y que su gracia redentora oriente sus decisiones, para que continúen
avanzando sin desfallecer en la construcción de una sociedad cimentada en el
desarrollo del bien, el triunfo del amor y la difusión de la justicia. Con
estos vivos deseos, y sostenido por el auxilio de la providencia divina, tengo
la intención de emprender un Viaje apostólico antes de la santa Pascua a México
y Cuba, para proclamar allí la Palabra de Cristo y se afiance la convicción de
que éste es un tiempo precioso para evangelizar con una fe recia, una esperanza
viva y una caridad ardiente.
Encomiendo
todos estos propósitos a la amorosa mediación de Santa María de Guadalupe,
nuestra Madre del cielo, así como los actuales destinos de las naciones
latinoamericanas y caribeñas y el camino que están recorriendo hacia un mañana
mejor. Invoco igualmente sobre ellas la intercesión de tantos santos y beatos
que el Espíritu ha suscitado a lo largo y ancho de la historia de ese
continente, ofreciendo modelos heroicos de virtudes cristianas en la diversidad
de estados de vida y de ambientes sociales, para que su ejemplo favorezca cada
vez más una nueva evangelización bajo la mirada de Cristo, Salvador del hombre
y fuerza de su vida.
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