Texto completo de la Catequesis del Papa del 9 de noviembre
de 2011, tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas:
En las pasadas catequesis hemos meditado sobre algunos
Salmos, que son ejemplo de los géneros típicos de la oración: lamento,
confianza, alabanza. En la catequesis de hoy quisiera detenerme sobre el Salmo
119, según la tradición hebraica - 118 según la greco-latina: un Salmo muy
particular, único en su género. Ante todo, por su largura: está compuesto, en
efecto por 176 versículos, divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada
una. Luego, tiene la peculiaridad de ser un “acróstico alfabético”: es decir, está
formado, según el alfabeto hebraico, que está compuesto por 22 letras. Cada
estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con esa letra comienza la
primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una
construcción literaria original y de gran empeño, en la que el autor del Salmo
ha querido desarrollar toda su gran capacidad.
Pero lo que para nosotros es lo más importante es el tema
central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto
sobre la Torá del Señor, es decir sobre su Ley, término que, en su acepción más
amplia y completa, se comprende como enseñanza, instrucción, directiva de vida;
la Torá revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre e impulsa su
respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y este Salmo está talmente
impregnado de amor hacia la Palabra de Dios, que celebra su belleza, su fuerza
salvífica, su capacidad de donar alegría y vida. Porque la Ley divina no es
yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que hace libres y conduce a la
felicidad. « Mi alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra»,
afirma el Salmista (v. 16); y luego añade: «Condúceme por la senda de tus
mandamientos, porque en ella tengo puesta mi alegría» (v. 35); y también: « 97
¡Cuánto amo tu ley, todo el día la medito!» (v. 97). La Ley del Señor, su
Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella él encuentra consuelo, en
ella medita, la conserva en su corazón: «Conservo tu palabra en mi corazón,
para no pecar contra ti» (v. 11), éste es el secreto de la felicidad del
Salmista; que dice también: « Los orgullosos traman engaños contra mí. Pero yo
con todo el corazón custodio tus preceptos» (v. 69).
La fidelidad del Salmista nace de la escucha de la Palabra,
custodiándola íntimamente, meditándola y amándola, justo como hizo María, que «
María conservaba y meditaba en su corazón » las palabras que le habían sido
dirigidas y los eventos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su
asenso de fe (cfr Lc 2,19.51). Y si nuestro Salmo comienza proclamando “beatos”
Felices los que siguen la ley del Señor » (v. 1b) y « Felices los que cumplen
sus prescripciones lo buscan de todo corazón (v. 2a), es la Virgen María la que
lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente, que describe el Salmista.
Es Ella la verdadera “feliz”, como proclama Isabel « por haber creído que se
cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor » (Lc 1,45), y es a Ella y
a su fe que el mismo Jesús rinde testimonio, cuando, a la mujer que le había
gritado «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!», le
responde: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la
practican». (Lc 11,27-28). Ciertamente, María es feliz porque su vientre ha
llevado al Salvador, pero sobre todo porque ha acogido el anuncio di Dio,
porque ha custodiado atenta y amorosamente su Palabra.
El Salmo 119 está pues totalmente entretejido alrededor de
esta Palabra de vida y de beatitud. Su tema central es la “Palabra” y la “Ley”
del Señor, al lado de estos términos, se encuentran en casi todos los
versículos algunos sinónimos como “preceptos”, “decretos”, “mandamientos,
“enseñanzas”, “promesa”, “juicios”; así como tantos verbos relacionados con
ellos, come observar, custodiar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir.
Todo el alfabeto se desarrolla a través de las 22 estrofas de este Salmo, y
también todo el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; allí
encontramos la alabanza, el agradecimiento, la confianza, pero también la
súplica y el lamento, siempre impregnados por la certeza de la gracia divina y
de la potencia de la Palabra de Dios. Aun los versículos que están más marcados
por el dolor y por el sentido de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y
están impregnados de fe. « Mi alma está postrada en el polvo: devuélveme la
vida conforme a tu palabra» (v. 25), reza confiado el Salmista; « Aunque estoy
como un odre resecado por el humo, no me olvido de tus preceptos» (v. 83), es
el grito del creyente. Su fidelidad, a pesar de estar ante una prueba,
encuentra fuerza en la Palabra del Señor: « Así responderé a los que me
insultan, porque confío en tu palabra» (v. 42), él afirma con firmeza; y aun
ante la perspectiva angustiosa de la muerte, los mandamientos del Señor son su
punto de referencia y su esperanza de victoria: « Por poco me hacen desaparecer
de la tierra; pero no abandono tus preceptos » (v. 87).
La ley divina, objeto del amor apasionado del Salmista y de
todo creyente, es fuente de vida. El anhelo de comprenderla, de observarla, de
orientar hacia ella todo su propio ser es la característica del hombre justo y
fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2). La ley
de Dios es una ley que se debe conservar en el corazón come dice el célebre
texto del Shemá en el Deuteronomio:
Escucha, Israel … Estos preceptos que yo te doy, grábalos en
tu corazón. Incúlcalos en tus hijos, háblales de ellos cuando estés en tu casa,
cuando vayas de viaje, al acostarte y al levantarte. (6,4.6-7).
Centro de la existencia, la Ley de Dios requiere la escucha
del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada,
consciente. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la
vida, un encuentro que se debe traducir en opciones concretas y que debe llegar
a ser camino y seguimiento. Cuando se le pregunta qué hay que hacer para
alcanzar la vida eterna, Jesús señala el camino de la observancia de la Ley,
pero indicando cómo hacer para llevarla a su cumplimiento: « «Sólo te falta una
cosa: ve, vende lo que tienes y dalo a los pobres; así tendrás un tesoro en el
cielo. Después, ven y sígueme». (Mc 10,21 e par.). El cumplimiento de la Ley es
seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús.
El Salmo 119 nos conduce por lo tanto al encuentro con el
Señor y nos orienta hacia el Evangelio. Hay en él un versículo en el que ahora
querría detenerme: es el v. 57:”El Señor es mi herencia: yo he decidido cumplir
tus palabras”. También en otros salmos el orante afirma que el Señor es su
“parte”, su herencia: “El Señor es mi parte de herencia y mi cáliz”, reza el
Salmo 16 (v. 5a), “Dios es la roca de mi corazón, mi parte para siempre” es la
proclamación del fiel en el Salmo 73 (v. 23b), y aún más, en el Salmo 142 el
salmista grita al Señor: “Tú eres mi refugio, tu eres mi herencia en la tierra
de los vivos” (v. 6b). Este término “parte” evoca el evento de la repartición
de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los levitas no se
les asigna parte alguna del territorio, porque su “parte” era el Señor mismo.
Dos textos del Pentateuco son explícitos al respecto utilizando el término en
cuestión: «El Señor dijo a Aarón: ‘Tú no tendrás herencia alguna en su tierra y
no habrá una parte para ti entre la suya: Yo soy tu parte y tu herencia entre
los israelitas’», está escrito en el Libro de los Números (18,20), y el
Deuteronomio subraya: “Por lo tanto Leví no tiene parte ni herencia con sus
hermanos: el Señor es su herencia, como le había dicho el Señor, su Dios”.
Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden
ser propietarios de tierras en el país que Dios donaba en herencia a su pueblo
cumpliendo la promesa hecha a Abraham (cfr. Gen 12,1-7). La posesión de la
tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia
era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa,
criar a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos de la tierra. Así
los levitas, mediadores de lo sagrado y de de la bendición divina, no pueden
poseer, como los demás israelitas, este signo exterior de la bendición y esta
fuente de subsistencia. Totalmente entregados al Señor, deben vivir sólo de Él,
abandonados a su amor abastecedor y a la generosidad de los hermanos, sin
herencia porque Dios es su parte de herencia, Dios es su tierra, la vida plena.
Y ahora, el orante del Salmo 119 se aplica a sí mismo esta
realidad: “Mi parte es el Señor”. Su amor por Dios y por su Palabra le conduce
a la elección radical de tener al Señor como único bien y custodiar su Palabra
como don precioso, más valioso que cualquier herencia y cualquier posesión
terrenal. De hecho, nuestro versículo puede traducirse de dos formas y podría
entenderse de la siguiente manera” “Mi parte, Señor, es custodiar tus
palabras”. Las dos traducciones no se contradicen, sino que se complementan
recíprocamente: el salmista está afirmando que su parte es el Señor pero que
también custodiar la palabra divina es su herencia, como dirá después en el v.
111: “Mi herencia para siempre son tus enseñanzas, porque son ellas la alegría
de mi corazón”. Esta es la felicidad del salmista: a él, como a los levitas, le
ha sido dada como parte de herencia la Palabra de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, estos versículos son de gran
importancia también hoy para nosotros. Ante todo para los sacerdotes, llamados
a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndole a Él
como único bien y única fuente de vida. Bajo esta perspectiva se comprende la
libre elección del celibato por el Reino de los cielos, que hay que redescubrir
en su belleza y fuerza. Pero estos versículos son también importantes para los
fieles, pueblo de Dios que pertenece solo a Él, “reino de sacerdotes” para el
Señor, llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida traída por
el Cristo, nuevo y definitivo “Sumo Sacerdote” que se ofreció como sacrificio
para la salvación del mundo. El Señor es su Palabra: estos son nuestra “tierra”
en la que vivir en comunión y alegría.
Dejemos pues que el Señor introduzca en nuestro corazón este
amor por su Palabra, y nos done al centro de nuestra existencia a Él y su santa
voluntad. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por
la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz de nuestro camino, como
dice el Salmo 119, de forma que nuestro camino sea seguro en la tierra de los
hombres. Y que María, que acogió y generó la Palabra, sea nuestra guía y
alivio, estrella polar que indica el camino de la felicidad. Entonces, también
nosotros podremos gozar con nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los
dones inesperados del Señor y de la inmerecida herencia que nos ha tocado:
El Señor es la parte de m i herencia y mi cáliz…
Para mí la suerte ha caído en un lugar delicioso:
Me herencia es estupenda (Sal 16,5.6).
Traducción del italiano: Cecilia Avolio de Malak;
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