En el corazón del mes de agosto, la Iglesia en Oriente y en
Occidente celebra la Solemnidad de la Asunción de María Santísima al Cielo. En
la Iglesia católica, el dogma de la Asunción - como es sabido - se proclamó
durante el Año Santo de 1950 por el venerable Pío XII. La celebración, sin
embargo, de este misterio de María tiene sus raíces en la fe y el culto de los
primeros siglos de la Iglesia, por la profunda devoción a la Madre de Dios, que
se fue desarrollando gradualmente en la Comunidad cristiana.
Desde finales del siglo IV y principios del V, tenemos el
testimonio de varios autores que afirman como María está en la gloria de Dios
con todo su ser, cuerpo y alma, pero es en el siglo VI que en Jerusalén, la
fiesta de la Madre de Dios, la Theotòkos, consolidada con el Concilio de Éfeso
en el año 431, cambió su rostro y se convirtió en la fiesta de la Dormición,
del pasaje, del tránsito, de la asunción de María. Se convirtió en la
celebración del momento en que María deja este mundo glorificada en alma y en
cuerpo en el cielo, en Dios.
Pero la Asunción es una realidad que nos toca también
nosotros, porque nos indica de manera luminosa nuestro destino, el de la
humanidad y el de la historia. En María, de hecho, contemplamos aquella
realidad de gloria a la cual está llamado cada uno de nosotros y toda la
Iglesia.
El Evangelio de san Lucas que leemos en la liturgia de esta
solemnidad nos muestra el camino que la Virgen de Nazaret ha recorrido para
estar en la gloria de Dios. Es la narración de la visita de María a Isabel (cf.
Lc 1,39 - 56), en la que la Virgen es proclamada bendita entre todas las
mujeres y beata porque ha creído en el cumplimiento de las palabras que fueron
dichas por el Señor. Y en el canto del "Magnificat", que eleva con la
alegría a Dios brilla su profunda fe.
Ella se coloca entre los "pobres" y
"humildes", que no pueden confiar en sus propias fuerzas, sino que
confían en Dios, y en su acción, capaz de obrar grandes cosas en la debilidad.
Si la Asunción nos abre al futuro luminoso que nos espera, nos invita también
fuertemente a confiarnos más a Dios, a seguir su Palabra, a buscar y cumplir su
voluntad cada día: éste es el camino que nos hace "beatos" en nuestra
peregrinación terrena, y nos abre las puertas del Cielo.
Queridos hermanos y hermanas, el Concilio Vaticano II
afirma: "María asunta al cielo con su múltiple intercesión continúa a
obtener para nosotros los dones de la salvación eterna. Con su materna caridad
cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y se debaten entre
peligros y dificultades, hasta que no sean conducidos a la patria
bienaventurada"(Lumen gentium, 62). Invoquemos la Virgen Santa, sea Ella
la estrella que guía nuestros pasos al encuentro con su Hijo en nuestro camino
para llegar a la gloria del Cielo, a la alegría eterna.
(RV – ER)
TEXTO DE LA HOMILÍA DE BENEDICTO XVI EN LA SOLEMNIDAD DE LA
ASUNCIÓN DE LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA: 15.08.2012 – CASTEL GANDOLFO -- tomada de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas:
El primero de noviembre de 1950, el Venerable Pío XII
proclamaba como dogma que la Virgen María «terminado el curso de la vida
terrena, fue asunta a la gloria celeste en alma y cuerpo». Esta verdad de fe
era conocida por la Tradición, afirmada por los Padres de la Iglesia, y era
sobre todo un aspecto relevante del culto hecho a la Madre de Cristo. El
elemento cultural constituyó, por así decir, la fuerza motor que determinó la
formulación de este dogma: el dogma apareció un acto de alabanza y de
exaltación ante la Virgen Santa. Éste emerge también del texto mismo de la
Constitución apostólica, donde se afirma que el dogma es proclamado «para honor
del Hijo, para glorificación de la madre y gloria de toda la Iglesia». Fue
expresado así en la forma dogmática aquello que había sido antes celebrado en
el culto y en la devoción del Pueblo de Dios como la más alta y estable
glorificación de maría: el acto de proclamación de la Asunta se presentó casi
como una liturgia de la fe. Y en el Evangelio que hemos escuchado ahora, María
misma pronuncia proféticamente algunas palabras que orientan en esta perspectiva:
dice «En adelante todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1,48).
Una profecía para toda la historia de la Iglesia. Esta expresión del
Magnificat, referida por san Lucas, indica que la alabanza a la Virgen Santa,
Madre de Dios, íntimamente unida a Cristo su hijo interesa la Iglesia de todos
los tiempos y de todos los lugares. Y la anotación de estas palabras por parte
del Evangelista presupone que la glorificación de María fuera presente en el
período de san Lucas y que él la considerara un deber y un compromiso de la
comunidad cristiana para todas las generaciones. Las palabras de María dicen
que es un deber de la Iglesia recordar la grandeza de la mujer para la fe. Esta
solemnidad es una invitación por lo tanto para alabar a Dios, y mirar hacia la
grandeza de la Santísima Virgen, porque a Quien es Dios lo conocemos en el
rostro de los suyos.
Pero, ¿porqué María es glorificada con la asunción al Cielo?
San Lucas, como hemos escuchado, ve la raíz de la exaltación y de la alabanza a
María en la expresión de Isabel: «Feliz de ti por haber creído (Lc 1,45). Y el
Magnificat, este canto al Dios vivo y operante en la historia es un himno de fe
y de amor, que brota del corazón de la Virgen. Ella vivió con fidelidad
ejemplar y ha custodiado en lo más íntimo de su corazón las palabras de Dios a
su pueblo, las promesas hecha a Abraham, Isaac, y Jacob, haciéndolas el
contenido de su oración: la Palabra de Dios en el Magnificat se convertía en la
palabra de María, lámpara de su camino, a punto tal de prepararla para acoger
también en su seno al Verbo de Dios hecho carne. La página evangélica de hoy
reclama esta presencia de Dios en la historia y en el mismo desarrollo de los
eventos; en particular hay una referencia en el Segundo libro de Samuel en el
capítulo sexto ( (6,1-15), en el que David transporta el Arca Santa de la
Alianza. El paralelo que hace el Evangelista es claro: María en espera del
nacimiento del Hijo Jesús es el Arca Santa que lleva en sí la presencia de
Dios, una presencia que es fuente de consuelo, de gozo pleno. Juan, en efecto,
salta en el seno de Isabel, exactamente como David danzaba ante el Arca. María
es la «visita» de Dios que crea gozo. Zacarías, en su canto de alabanza lo dirá
explícitamente: «"Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su Pueblo» (Lc 1,68). La casa de Zacarías experimentó la
visita de Dios con el nacimiento inesperado de Juan Bautista, pero sobre todo
con la presencia de María, que lleva en su seno al Hijo de Dios.
Pero ahora nos preguntamos: ¿Qué cosa dona a nuestro camino,
a nuestra vida, la Asunción de María? La primera respuesta es: en la Asunción
vemos que en Dios hay espacio para el hombre, Dios mismo es la casa de tantos
apartamentos de la cual habla Jesús, Dios e la casa del hombre, en Dios está el
espacio de Dios. Y María, uniéndose, unida a Dios no sea aleja de nosotros, no
va sobre una galaxia desconocida, sino que va a Dios, se aproxima, porque Dios
está cerca de todos nosotros y María, unida a Dios, participa de la presencia
de Dios, esta cercanísima a nosotros, a cada uno de nosotros. Hay una bella
palabra de San Gregorio Magno sobre San Benito que podemos aplicar todavía a
María: San Gregorio Magno dice que el corazón de San Benito se hizo tan grande
que todo lo Creado podía entrar en este corazón. Esto vale aún más para María:
María, unida totalmente a Dios, tiene un corazón tan grande que toda la
Creación puede entrar en este corazón y los exvotos en todas las partes de la
tierra lo demuestran. María está cercana, puede escuchar, puede ayudar, está
próxima a todos nosotros, En Dios hay espacio para el hombre y Dios está cerca
y María unida a Dios, está muy próxima, tiene el corazón ancho como el corazón
de Dios.
Pero hay también otro aspecto: no solo en Dios hay espacio
para el hombre, en el hombre hay espacio para Dios. También esto vemos en
María, el Arca Santa que lleva la presencia de Dios. En nosotros hay espacio
para Dios y esta presencia de Dios, en nosotros, tan importante para iluminar
al mundo en su tristeza en sus problemas, esta presencia se realiza en la fe:
en la fe abrimos las puertas de nuestro ser para que Dios entre en nosotros,
para que Dios pueda ser la fuerza que da vida y camino a nuestro ser. En
nosotros hay espacio, abrámonos como María se abrió, diciendo: “Hágase tu
voluntad, yo soy la sierva del Señor”. Abriéndose a Dios, nada perdemos. Por el
contrario: nuestra vida se enriquece y se hace grande.
Y así, fe, esperanza y amor se combinan: hoy, hay muchas
palabras sobre un mundo mejor por esperar, sería nuestra esperanza. Si y cuándo
este mundo mejor llegará no lo sabemos, no lo sé. Seguramente un mundo que se
aleja de Dios se convierte en peor porque solo la presencia de Dios puede garantizar,
también, un mundo bueno. Una cosa, una esperanza segura es que Dios nos espera,
nos espera, no vamos en el vacío, somos esperados. Dios nos espera y
encontramos, yendo al otro mundo, la bondad de la Madre, encontramos a los
nuestros, encontramos el Amor eterno. Dios nos espera: esta es nuestra gran
alegría y la gran esperanza que nace justo de esta Fiesta. María nos visita, y
es el gozo de nuestra vida y el gozo es esperanza.
Por lo tanto ¿Qué cosa decir? Corazón grande, presencia de
Dios en el mundo, espacio de Dios en nosotros y espacio de Dios por nosotros,
esperanza, ser esperados: esta es la sinfonía de esta fiesta, la indicación que
la meditación de esta Solemnidad nos dona. María es aurora y esplendor de la
Iglesia triunfante; Ella es el consuelo y la esperanza para el pueblo todavía
en camino, dice el Prefacio de hoy. Confiémonos a su materna intercesión, para
que nos obtenga del Señor el poder reforzar nuestra fe en la vida eterna; nos
ayude a vivir bien el tiempo que Dios nos ofrece con esperanza. Una esperanza
cristiana, que no es solamente nostalgia del Cielo, sino vivo y laborioso deseo
de Dios aquí en el mundo, deseo de Dios que nos hace peregrinos incansables,
alimentando en nosotros el valor y la fuerza de la fe, que al mismo tiempo es valor
y fuerza del amor. Amén.
Traducción de Patricia L. Jáuregui Romero
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