Texto completo de la homilía de Benedicto XVI, tomado de RADIO VATICANO:
El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en
rescate por la multitud (cf. Mc 10,45).
Venerados Hermanos,
queridos hermanos y hermanas.
Hoy la Iglesia escucha una vez más estas palabras de Jesús,
pronunciadas durante el camino hacia Jerusalén, donde tenía que cumplirse su
misterio de pasión, muerte y resurrección. Son palabras que manifiestan el
sentido de la misión de Cristo en la tierra, caracterizada por su inmolación,
por su donación total. En este tercer domingo de octubre, en el que se celebra
la Jornada Mundial de las Misiones, la Iglesia las escucha con particular
intensidad y reaviva la conciencia de vivir completamente en perenne actitud de
servicio al hombre y al Evangelio, como Aquel que se ofreció a sí mismo hasta
el sacrificio de la vida.
Saludo cordialmente a todos vosotros, que llenáis la Plaza
de San Pedro, en particular a las delegaciones oficiales y a los peregrinos
venidos para festejar a los siete nuevos santos. Saludo con afecto a los
cardenales y obispos que en estos días están participando en la Asamblea
sinodal sobre la Nueva Evangelización. Se da una feliz coincidencia entre la
celebración de esta Asamblea y la Jornada Misionera; y la Palabra de Dios que
hemos escuchado resulta iluminadora para ambas. Ella nos muestra el estilo del
evangelizador, llamado a dar testimonio y a anunciar el mensaje cristiano
conformándose a Jesucristo, siguiendo su mismo camino. Esto vale tanto para la
misión ad gentes como para la nueva evangelización en las regiones de antigua
tradición cristiana.
El hijo del hombre ha venido a servir y dar su vida en
rescate por la multitud (cf. Mc 10,45).
Estas palabras han constituido el programa de vida de los
siete beatos que hoy la Iglesia inscribe solemnemente en el glorioso coro de
los santos. Con valentía heroica gastaron su existencia en una total
consagración a Dios y en un generoso servicio a los hermanos. Son hijos e hijas
de la Iglesia, que escogieron el camino del servicio siguiendo al Señor. La
santidad en la Iglesia tiene siempre su fuente en el misterio de la Redención,
que ya el profeta Isaías prefigura en la primera lectura: el Siervo del Señor
es el Justo que «justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos»
(53,11), es Jesucristo, crucificado, resucitado y vivo en la gloria. La
canonización que estamos celebrando constituye una elocuente confirmación de
esta misteriosa realidad salvadora. La tenaz profesión de fe de estos siete
generosos discípulos de Cristo, su configuración al Hijo del hombre,
resplandece hoy en toda la Iglesia.
Jacques Berthieu, nacido en 1838 en Francia, fue desde muy
temprano un enamorado de Jesucristo. Durante su ministerio parroquial, deseó
ardientemente salvar a las almas. Al profesar como jesuita, quería recorrer el
mundo para la gloria de Dios. Pastor infatigable en la isla de Santa María y
después en Madagascar, luchó contra la injusticia, aliviando a los pobres y los
enfermos. Los malgaches lo consideraban como un sacerdote venido del cielo, y
decían: tú eres nuestro padre y madre. Él se hizo todo para todos, sacando de
la oración y el amor al Corazón de Jesús la fuerza humana y sacerdotal para
llegar hasta el martirio, en 1896. Murió diciendo: Prefiero morir antes que
renunciar a mi fe. Queridos amigos, que la vida de este evangelizador sea un
acicate y un modelo para los sacerdotes, para que sean hombres de Dios como él.
Que su ejemplo ayude a los numerosos cristianos que hoy en día son perseguidos
a causa de su fe. Que su intercesión, en este Año de la fe, sea fructuosa para
Madagascar y el continente africano. Que Dios bendiga al pueblo malgache.
Pedro Calungsod nació alrededor del año 1654, en la región
de Bisayas en Filipinas. Su amor a Cristo lo impulsó a prepararse como
catequista con los misioneros jesuitas. En el año 1668, junto con otros jóvenes
catequistas, acompañó al Padre Diego Luis de San Vítores a las Islas Marianas,
para evangelizar al pueblo Chamorro. La vida allí era dura y los misioneros
sufrieron la persecución a causa de la envidia y las calumnias. Pedro, sin
embargo, mostró una gran fe y caridad y continuó catequizando a sus numerosos
convertidos, dando testimonio de Cristo mediante una vida de pureza y
dedicación al Evangelio. Por encima de todo estaba su deseo de salvar almas
para Cristo, y esto le llevó a aceptar con resolución el martirio. Murió el 2
de abril de 1672. Algunos testigos cuentan que Pedro pudo haber escapado para
ponerse a salvo, pero eligió permanecer al lado del Padre Diego. El sacerdote
le dio a Pedro la absolución antes de que él mismo fuera asesinado. Que el
ejemplo y el testimonio valeroso de Pedro Calungsod inspire al querido pueblo
filipino para anunciar con ardor el Reino y ganar almas para Dios.
Giovanni Battista Piamarta, sacerdote de la diócesis de
Brescia, fue un gran apóstol de la caridad y de la juventud. Percibía la
exigencia de una presencia cultural y social del catolicismo en el mundo
moderno, por eso se dedicó a hacer progresar cristiana, moral y
profesionalmente a las nuevas generaciones con claras dosis de humanidad y
bondad. Animado por una confianza inquebrantable en la Divina Providencia y por
un profundo espíritu de sacrificio, afrontó dificultades y fatigas para poner
en práctica varias obras apostólicas, entre las cuales: el Instituto de los
artesanillos, la Editorial Queriniana, la Congregación masculina de la Sagrada
Familia de Nazaret y la Congregación de las Humildes Siervas del Señor. El
secreto de su intensa y laboriosa vida estaba en las largas horas que dedicaba
a la oración. Cuando estaba abrumado por el trabajo, aumentaba el tiempo para
el encuentro, de corazón a corazón, con el Señor. Prefería permanecer junto al
Santísimo Sacramento, meditando la pasión, muerte y resurrección de Cristo,
para retomar fuerzas espirituales y volver a lanzarse a la conquista del
corazón de la gente, especialmente de los jóvenes, para llevarlos otra vez a
las fuentes de la vida con nuevas iniciativas pastorales.
«Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros como lo
esperamos de ti». Con estas palabras, la liturgia nos invita a hacer nuestro
este himno al Dios creador y providente, aceptando su plan en nuestras vidas.
Así lo hizo Santa María del Carmelo Sallés y Barangueras, religiosa nacida en
Vic, España, en 1848. Ella, viendo colmada su esperanza, después de muchos
avatares, al contemplar el progreso de la Congregación de Religiosas
Concepcionistas Misioneras de la Enseñanza, que había fundado en 1892, pudo
cantar junto a la Madre de Dios: «Su misericordia llega a sus fieles de
generación en generación». Su obra educativa, confiada a la Virgen Inmaculada,
sigue dando abundantes frutos entre la juventud a través de la entrega generosa
de sus hijas, que como ella se encomiendan al Dios que todo lo puede.
Paso hablar ahora de Mariana Cope, nacida en 1838 en
Heppenheim, Alemania. Con apenas un año de edad fue llevada a los Estados
Unidos y en 1862 entró en la Tercera Orden Regular de san Francisco, en
Siracusa, Nueva York. Más tarde, y como superiora general de su congregación,
Madre Mariana acogió gustosamente la llamada a cuidar a los leprosos de Hawai,
después de que muchos se hubieran negado a ello. Con seis de sus hermanas de
congregación, fue personalmente a dirigir el hospital en Oahu, fundando más
tarde el hospital de Malulani en Maui y abriendo una casa para niñas de padres
leprosos. Cinco años después aceptó la invitación a abrir una casa para mujeres
y niñas en la isla de Molokai, encaminándose allí con valor y poniendo fin de
hecho a su contacto con el mundo exterior. Allí cuidó al Padre Damián, entonces
ya famoso por su heroico trabajo entre los leprosos, atendiéndolo mientras
moría y continuando su trabajo entre los leprosos. En un tiempo en el que poco
se podía hacer por aquellos que sufrían esta terrible enfermedad, Mariana Cope
mostró un amor, valor y entusiasmo inmenso. Ella es un ejemplo luminoso y
valioso de la mejor tradición de las hermanas enfermeras católicas y del
espíritu de su amado san Francisco.
Kateri Tekakwitha nació en el actual Estado de Nueva York,
en 1656, de padre mohawk y madre algonquina cristiana, quien le trasmitió la
experiencia del Dios vivo. Fue bautizada a la edad de 20 años y, para escapar
de la persecución, se refugió en la misión de san Francisco Javier, cerca de
Montreal. Allí trabajó hasta que murió a los 24 años de edad, fiel a las
tradiciones de su pueblo, pero renunciando a las convicciones religiosas del
mismo. Llevando una vida sencilla, Kateri permaneció fiel a su amor a Jesús, a
su oración y a su Misa diaria. Su deseo más alto era conocer y hacer lo que
agradaba a Dios.
Kateri impresiona por la acción de la gracia en su vida,
carente de apoyos externos, y por la firmeza de una vocación tan particular
para su cultura. En ella, fe y cultura se enriquecen recíprocamente. Que su
ejemplo nos ayude a vivir allá donde nos encontremos, sin renegar de lo que
somos, amando a Jesús. Santa Kateri, protectora de Canadá y primera santa
amerindia, te confiamos la renovación de la fe en los pueblos originarios y en
toda América del Norte. Que Dios bendiga a los pueblos originarios.
La joven Anna Schäffer, de Mindelstetten, quería entrar en
una congregación misionera. Nacida en una familia humilde, trabajó como criada
buscando ganar la dote necesaria y poder entrar así en el convento. En este
trabajo, tuvo un grave accidente, sufriendo quemaduras incurables en los pies
que la postraron en un lecho para el resto de sus días. Así, la habitación de
la enferma se transformó en una celda conventual, y el sufrimiento en servicio
misionero. Al principio se rebeló contra su destino, pero enseguida, comprendió
que su situación fue una llamada amorosa del Crucificado para que le siguiera.
Fortificada por la comunión cotidiana se convirtió en una intercesora
infatigable en la oración, y un espejo del amor de Dios para muchas personas en
búsqueda de consejo. Que su apostolado de oración y de sufrimiento, de ofrenda
y de expiación sea para los creyentes de su tierra un ejemplo luminoso. Que su
intercesión intensifique la pastoral de los enfermos en cuidados paliativos, en
su benéfico trabajo.
Queridos hermanos y hermanas, estos nuevos santos,
diferentes por origen, lengua, nación y condición social, están unidos con todo
el Pueblo de Dios en el misterio de la salvación de Cristo, el Redentor. Junto
a ellos, también nosotros reunidos aquí con los Padres sinodales, procedentes
de todas las partes del mundo, proclamamos con las palabras del salmo que el
Señor «es nuestro auxilio y nuestro escudo», y le pedimos: «Que tu misericordia,
Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti» (Sal 32,20-22). Que el
testimonio de los nuevos santos, de su vida generosamente ofrecida por amor de
Cristo, hable hoy a toda la Iglesia, y su intercesión la fortalezca y la
sostenga en su misión de anunciar el Evangelio al mundo entero.
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