Palabras previas al rezo del Angelus:
¡Queridos hermanos y hermanas!
Con la Santa Misa celebrada esta mañana en la Basílica de
San Pedro, se ha concluido la XIII Asamblea Ordinaria del Sínodo de los
Obispos. Durante tres semanas nos hemos confrontado sobre la realidad de la
nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana: toda la Iglesia
estaba representada y, por tanto, involucrada en este compromiso que, con la
gracia del Señor, no dejará de dar sus frutos. Ante todo el Sínodo es siempre
un momento fuerte de comunión eclesial, y por esto deseo junto a todos ustedes
agradecer a Dios, que una vez más nos ha hecho experimentar lo bello de ser
Iglesia, y de serlo justamente hoy, en este mundo así como es, en medio a esta
humanidad con sus fatigas y sus esperanzas.
Muy significativa fue la coincidencia de esta Asamblea
sinodal con el 50° aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y por
tanto con el inicio del Año de la fe. Evocar al Beato Juan XXIII, al Siervo de
Dios Pablo VI, a la estación conciliar, ha sido más que nunca favorable, porque
nos ha ayudado a reconocer que la nueva evangelización no es una invención
nuestra, sino un dinamismo que se ha desarrollado en la Iglesia de manera
particular desde los años 50 del siglo pasado, cuando se hizo evidente que
también los países de antigua tradición cristiana se habían convertido, como se
suele decir, en «tierra de misión». Así emergió la exigencia de un anuncio
renovado del Evangelio en las sociedades secularizadas, en la doble certeza
que, por una parte, es sólo Él, Jesucristo, la verdadera novedad que responde a
las expectativas del hombre de toda época, y por otra, que su mensaje pide ser
transmitido de manera adecuada en los cambiantes contextos sociales y
culturales.
¿Qué cosa podemos decir al final de estas intensas jornadas
de trabajo? Por mi parte, he escuchado y recogido muchos temas de reflexión y
muchas propuestas, que, con la ayuda de la Secretaría del Sínodo y de mis
Colaboradores, intentaré ordenar y elaborar, para ofrecer a toda la Iglesia una
síntesis orgánica e indicaciones coherentes. Desde ahora podemos decir que de
este Sínodo sale reforzado el compromiso por la renovación espiritual de la
misma Iglesia, para poder renovar espiritualmente el mundo secularizado; y esta
renovación vendrá del redescubrimiento de Jesucristo, de su verdad y de su
gracia, de su «rostro», tan humano y al mismo tiempo tan divino, sobre el cual
resplandece el misterio trascendente de Dios.
Confiamos a la Virgen María los frutos del trabajo de la
Asamblea sinodal apenas concluida. Ella, Estrella de la nueva evangelización,
nos enseñe y nos ayude a llevar a todos a Cristo, con coraje y con gozo.
Traducción del italiano: Raúl Cabrera- Radio Vaticano
Homilía del Santo Padre en la conclusión de la XIII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos
Venerables hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas
El milagro de la curación del ciego Bartimeo ocupa un lugar
relevante en la estructura del Evangelio de Marcos. En efecto, está colocado al
final de la sección llamada «viaje a Jerusalén», es decir, la última
peregrinación de Jesús a la Ciudad Santa para la Pascua, en donde él sabe que
lo espera la pasión, la muerte y la resurrección. Para subir a Jerusalén, desde
el valle del Jordán, Jesús pasó por Jericó, y el encuentro con Bartimeo tuvo
lugar a las afueras de la ciudad, mientras Jesús, como anota el evangelista,
salía «de Jericó con sus discípulos y bastante gente» (10, 46); gente que, poco
después, aclamará a Jesús como Mesías en su entrada a Jerusalén. Bartimeo, cuyo
nombre, como dice el mismo evangelista, significa «hijo de Timeo», estaba
precisamente sentado al borde del camino pidiendo limosna. Todo el Evangelio de
Marcos es un itinerario de fe, que se desarrolla gradualmente en el seguimiento
de Jesús. Los discípulos son los primeros protagonistas de este paulatino
descubrimiento, pero hay también otros personajes que desempeñan un papel
importante, y Bartimeo es uno de éstos. La suya es la última curación
prodigiosa que Jesús realiza antes de su pasión, y no es casual que sea la de
un ciego, es decir una persona que ha perdido la luz de sus ojos. Sabemos
también por otros textos que en los evangelios la ceguera tiene un importante
significado. Representa al hombre que tiene necesidad de la luz de Dios, la luz
de la fe, para conocer verdaderamente la realidad y recorrer el camino de la
vida. Es esencial reconocerse ciegos, necesitados de esta luz, de lo contrario
se es ciego para siempre (cf. Jn 9,39-41).
Bartimeo, pues, en este punto estratégico del relato de
Marcos, está puesto como modelo. Él no es ciego de nacimiento, sino que ha
perdido la vista: es el hombre que ha perdido la luz y es consciente de ello,
pero no ha perdido la esperanza, sabe percibir la posibilidad de un encuentro
con Jesús y confía en él para ser curado. En efecto, cuando siente que el
Maestro pasa por el camino, grita: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí»
(Mc 10,47), y lo repite con fuerza (v. 48). Y cuando Jesús lo llama y le
pregunta qué quiere de él, responde: «Maestro, que pueda ver» (v. 51). Bartimeo
representa al hombre que reconoce el propio mal y grita al Señor, con la
confianza de ser curado. Su invocación, simple y sincera, es ejemplar, y de
hecho – al igual que la del publicano en el templo: «Oh Dios, ten compasión de
este pecador» (Lc 18,13) – ha entrado en la tradición de la oración cristiana.
En el encuentro con Cristo, realizado con fe, Bartimeo recupera la luz que
había perdido, y con ella la plenitud de la propia dignidad: se pone de pie y
retoma el camino, que desde aquel momento tiene un guía, Jesús, y una ruta, la
misma que Jesús recorre. El evangelista no nos dice nada más de Bartimeo, pero
en él nos muestra quién es el discípulo: aquel que, con la luz de la fe, sigue
a Jesús «por el camino» (v. 52).
San Agustín, en uno de sus escritos, hace una observación
muy particular sobre la figura de Bartimeo, que puede resultar también
interesante y significativa para nosotros. El Santo Obispo de Hipona reflexiona
sobre el hecho de que Marcos, en este caso, indica el nombre no sólo de la
persona que ha sido curada, sino también del padre, y concluye que «Bartimeo,
hijo de Timeo, era un personaje que de una gran prosperidad cayó en la miseria,
y que ésta condición suya de miseria debía ser conocida por todos y de dominio
público, puesto que no era solamente un ciego, sino un mendigo sentado al borde
del camino. Por esta razón Marcos lo recuerda solamente a él, porque la
recuperación de su vista hizo que ese milagro tuviera una resonancia tan grande
como la fama de la desventura que le sucedió» (Concordancia de los evangelios,
2, 65, 125: PL 34, 1138). Hasta aquí san Agustín.
Esta interpretación, que ve a Bartimeo como una persona
caída en la miseria desde una condición de «gran prosperidad», nos hace pensar;
nos invita a reflexionar sobre el hecho de que hay riquezas preciosas para
nuestra vida, y que no son materiales, que podemos perder. En esta perspectiva,
Bartimeo podría ser la representación de cuantos viven en regiones de antigua
evangelización, donde la luz de la fe se ha debilitado, y se han alejado de
Dios, ya no lo consideran importante para la vida: personas que por eso han
perdido una gran riqueza, han «caído en la miseria» desde una alta dignidad –no
económica o de poder terreno, sino cristiana –, han perdido la orientación
segura y sólida de la vida y se han convertido, con frecuencia
inconscientemente, en mendigos del sentido de la existencia. Son las numerosas
personas que tienen necesidad de una nueva evangelización, es decir de un nuevo
encuentro con Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1), que puede abrir
nuevamente sus ojos y mostrarles el camino. Es significativo que, mientras
concluimos la Asamblea sinodal sobre la nueva evangelización, la liturgia nos
proponga el Evangelio de Bartimeo. Esta Palabra de Dios tiene algo que decirnos
de modo particular a nosotros, que en estos días hemos reflexionado sobre la
urgencia de anunciar nuevamente a Cristo allá donde la luz de la fe se ha
debilitado, allá donde el fuego de Dios es como un rescoldo, que pide ser
reavivado, para que sea llama viva que da luz y calor a toda la casa.
La nueva evangelización concierne toda la vida de la
Iglesia. Ella se refiere, en primer lugar, a la pastoral ordinaria que debe
estar más animada por el fuego del Espíritu, para encender los corazones de los
fieles que regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del
Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna. Deseo subrayar tres
líneas pastorales que han surgido del Sínodo. La primera corresponde a los
sacramentos de la iniciación cristiana. Se ha reafirmado la necesidad de
acompañar con una catequesis adecuada la preparación al bautismo, a la
confirmación y a la Eucaristía. También se ha reiterado la importancia de la
penitencia, sacramento de la misericordia de Dios. La llamada del Señor a la
santidad, dirigida a todos los cristianos, pasa a través de este itinerario
sacramental. En efecto, se ha repetido muchas veces que los verdaderos
protagonistas de la nueva evangelización son los santos: ellos hablan un
lenguaje comprensible para todos, con el ejemplo de la vida y con las obras de
caridad.
En segundo lugar, la nueva evangelización está esencialmente
conectada con la misión ad gentes. La Iglesia tiene la tarea de evangelizar, de
anunciar el Mensaje de salvación a los hombres que aún no conocen a Jesucristo.
En el transcurso de las reflexiones sinodales, se ha subrayado también que
existen muchos lugares en África, Asía y Oceanía en donde los habitantes,
muchas veces sin ser plenamente conscientes, esperan con gran expectativa el
primer anuncio del Evangelio. Por tanto es necesario rezar al Espíritu Santo
para que suscite en la Iglesia un renovado dinamismo misionero, cuyos
protagonistas sean de modo especial los agentes pastorales y los fieles laicos.
La globalización ha causado un notable desplazamiento de poblaciones; por tanto
el primer anuncio se impone también en los países de antigua evangelización.
Todos los hombres tienen el derecho de conocer a Jesucristo y su Evangelio; y a
esto corresponde el deber de los cristianos, de todos los cristianos –
sacerdotes, religiosos y laicos -, de anunciar la Buena Noticia.
Un tercer aspecto tiene que ver con las personas bautizadas
pero que no viven las exigencias del bautismo. Durante los trabajos sinodales
se ha puesto de manifiesto que estas personas se encuentran en todos los
continentes, especialmente en los países más secularizados. La Iglesia les
dedica una atención particular, para que encuentren nuevamente a Jesucristo,
vuelvan a descubrir el gozo de la fe y regresen a las prácticas religiosas en
la comunidad de los fieles. Además de los métodos pastorales tradicionales,
siempre válidos, la Iglesia intenta utilizar también métodos nuevos, usando
asimismo nuevos lenguajes, apropiados a las diferentes culturas del mundo,
proponiendo la verdad de Cristo con una actitud de diálogo y de amistad que
tiene como fundamento a Dios que es Amor. En varias partes del mundo, la
Iglesia ya ha emprendido dicho camino de creatividad pastoral, para acercarse a
las personas alejadas y en busca del sentido de la vida, de la felicidad y, en
definitiva, de Dios. Recordamos algunas importantes misiones ciudadanas, el
«Atrio de los gentiles», la Misión Continental, etcétera. Sin duda el Señor,
Buen Pastor, bendecirá abundantemente dichos esfuerzos que provienen del celo
por su Persona y su Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, Bartimeo, una vez recuperada
la vista gracias a Jesús, se unió al grupo de los discípulos, entre los cuales
seguramente había otros que, como él, habían sido curados por el Maestro. Así
son los nuevos evangelizadores: personas que han tenido la experiencia de ser
curados por Dios, mediante Jesucristo. Y su característica es una alegría de
corazón, que dice con el salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros, y
estamos alegres» (Sal 125,3). También nosotros hoy, nos dirigimos al Señor,
Redemptor hominis y Lumen gentium, con gozoso agradecimiento, haciendo nuestra
una oración de san Clemente de Alejandría: «Hasta ahora me he equivocado en la
esperanza de encontrar a Dios, pero puesto que tú me iluminas, oh Señor,
encuentro a Dios por medio de ti, y recibo al Padre de ti, me hago tu
coheredero, porque no te has avergonzado de tenerme por hermano. Cancelemos,
pues, cancelemos el olvido de la verdad, la ignorancia; y removiendo las
tinieblas que nos impiden la vista como niebla en los ojos, contemplemos al
verdadero Dios…; ya que una luz del cielo brilló sobre nosotros sepultados en
las tinieblas y prisioneros de la sombra de muerte, [una luz] más pura que el
sol, más dulce que la vida de aquí abajo» (Protrettico, 113, 2- 114,1). Amén
(RC-RV)
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