Queridos
hermanos y hermanas:
en este Año
de la fe, hoy me gustaría empezar a reflexionar juntos sobre el Credo, la
solemne profesión de fe, que acompaña nuestras vidas como creyentes. El Credo
comienza así: "Creo en Dios". Es una afirmación fundamental,
aparentemente simple en su esencialidad, que sin embargo abre al mundo infinito
de la relación con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a
Dios, acogida de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación.
Como enseña
el Catecismo de la Iglesia Católica: "La fe es un acto personal: la
respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. " (n.
166). Poder decir que se cree en Dios es, por lo tanto, un don y un compromiso
al mismo tiempo, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia
de diálogo con Dios, que, por amor, "habla a los hombres como amigos"
(Dei Verbum, 2), nos habla para que, en la fe y con la fe, podamos entrar en
comunión con Él.
¿Dónde
podemos escuchar a Dios que nos habla? Para ello es fundamental la Sagrada
Escritura, en la que, la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y nutre
nuestra vida de "amigos" de Dios. Toda la Biblia narra la revelación
de Dios a la humanidad, toda la Biblia habla de la fe y nos enseña la fe,
narrando una historia en la que Dios lleva a cabo su plan de redención y se
acerca a los hombres, a través de tantas figuras luminosas de personas que
creen en Él y confían en Él, hasta la plenitud de la revelación en el Señor
Jesús.
En este
sentido, es muy lindo el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos – que acabamos
de escuchar - que habla de la fe y hace relucir las grandes figuras bíblicas
que han vivido la fe, llegando a ser modelo para todos los creyentes:
"Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena
certeza de las realidades que no se ven. "(11,1) – dice el primer
versículo. Los ojos de la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y
el corazón del creyente puede esperar más allá de toda esperanza, al igual que
Abraham, del que Pablo dice en la Carta a los Romanos que "creyó,
esperando contra toda esperanza" (4,18).
Y
precisamente sobre Abraham, me gustaría que detengamos nuestra atención, porque
él es la primera gran figura de referencia para hablar acerca de la fe en Dios:
el gran patriarca Abraham, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes (cfr.
Rom 4,11-12 ). La Carta a los Hebreos lo presenta así: "Por la fe,
Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a
recibir en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, Abraham, obedeciendo al
llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir en herencia, sin saber
a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la Tierra prometida, habitando
en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa.
Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios. "(11, 8-10).
El autor de
la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham, narrada en el
libro del Génesis ¿qué le pide Dios a este gran patriarca? Le pide que abandone
su tierra para ir al país que le mostrará, " El Señor dijo a Abram: «Deja
tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré. "
(Génesis 12, 1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación
semejante? Se trata, en efecto, de un partir en la oscuridad, sin saber dónde
lo conducirá Dios, es un camino que requiere una obediencia y una confianza
radicales, a la que sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo
desconocido está iluminada por la luz de una promesa; Dios añade a su mando una
palabra tranquilizadora, que le abre a Abraham un futuro de vida en toda su
plenitud: " Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu
nombre... y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra" (Gen 12,2.3).
La
bendición, en la Sagrada Escritura, se enlaza principalmente con el don de la
vida que viene de Dios y se manifiesta ante todo en la fertilidad, en una vida
que se multiplica, pasando de generación en generación. Asimismo, la bendición
está relacionada también con la experiencia de poseer una tierra, un lugar
estable para vivir y crecer en libertad y seguridad, temiendo a Dios y
construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, "un reino de
sacerdotes y una nación santa" (cfr. Ex 19,6).
Por lo tanto,
Abraham, en el diseño de Dios, está destinado a llegar a ser el "padre de
una multitud de naciones" (Gn 17,5; cfr. Rom 4, 17-18) y a entrar en una
nueva tierra donde vivir. Y, sin embargo, Sara, su esposa, es estéril, no puede
tener hijos, el país al que Dios lo conduce está lejos de su tierra natal, ya
está habitado por otros pueblos y nunca le pertenecerá verdaderamente. El
narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando
Abraham llegó al lugar de la promesa de Dios: " los cananeos ocupaban el
país " (Gen 12:6). La tierra que Dios le dona a Abraham no le pertenece,
él es un extranjero y lo seguirá siendo para siempre, con todo lo que ello
conlleva: no tener intenciones de posesión, sentir siempre la propia pobreza,
verlo todo como un don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta
seguir al Señor, de quien decide partir aceptando su llamada, bajo el signo de
su bendición invisible pero poderosa. Y Abraham, el "padre de los
creyentes", acepta esta llamada, en la fe. San Pablo escribe en la carta a
los Romanos: “Esperando contra toda esperanza, Abraham creyó y llegó a ser
padre de muchas naciones, como se le había anunciado: Así será tu descendencia.
Su fe no flaqueó, al considerar que su cuerpo estaba como muerto - tenía casi
cien años - y que también lo estaba el seno de Sara. El no dudó de la promesa
de Dios, por falta de fe, sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó
a Dios, plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que
promete”.(Rm 4,18-21).
La fe
conduce a Abraham a seguir un camino paradójico. Él será bendecido, pero sin
los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de formar un gran
pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de Sara, su esposa; es
llevado a una nueva patria, pero tendrá que vivir como un extranjero; y la
única posesión de la tierra que se le permitirá será el de una parcela de
terreno para enterrar a Sara (cf. Gn 23,1 a 20). Abraham fue bendecido porque,
en la fe, supo discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias,
confiando en la presencia de Dios, incluso cuando sus caminos se le muestran
misteriosos.
¿Qué
significa esto para nosotros? Cuando decimos: "Yo creo en Dios",
decimos, como Abraham: "Confío en ti, me confío a ti, Señor", pero no
como a Alguien a quien se acude sólo en los momentos de dificultad o al que
dedicar algún momento del día o de la semana. Decir "Yo creo en Dios"
significa fundar en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en
las opciones concretas sin temor de perder algo de mí mismo. Cuando, en
el rito del Bautismo, se pide tres veces: "¿Creéis? en Dios, en
Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica y las demás
verdades de la fe, la triple respuesta es en singular: "Yo creo", porque
es mi existencia personal la que va a recibir un viraje con el don de la fe, es
mi vida la que debe cambiar, convertirse. Cada vez que participamos en un
Bautismo, debemos preguntarnos cómo vivimos cada día el gran don de la fe.
Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como un
extranjero en la tierra, nos muestra la verdadera patria. La fe nos hace
peregrinos en la tierra, dentro del mundo y de la historia, pero en camino
hacia la patria celestial.
Creer en Dios nos hace, pues, portadores de valores que a
menudo no coinciden con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar
criterios y asumir conductas que no pertenecen a la manera común de pensar. El
cristiano no debe tener miedo de ir "contra corriente" para vivir su
propia fe, resistiendo a la tentación de "adecuarse". En muchas de
nuestras sociedades, Dios se ha convertido en el "gran ausente" y en
su lugar hay muchos ídolos, en primer lugar el "yo" autónomo. Y
también los significativos y positivos progresos de la ciencia y de la
tecnología han llevado al hombre a una ilusión de omnipotencia y de
autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado muchos desequilibrios en las
relaciones y el comportamiento social.
Y, sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63,2) no se
extinguió y el mensaje del Evangelio sigue resonando a través de las palabras y
los hechos de muchos hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los
creyentes, sigue siendo el padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir
sus pasos y se ponen en camino, en obediencia a la llamada divina, confiando en
la presencia benevolente del Señor y acogiendo su bendición para ser una
bendición para todos. Es el mundo bendecido por la fe al que todos estamos
llamados, para caminar sin miedo siguiendo al Señor Jesucristo. Y a veces es un
difícil viaje, que conoce, incluso, la prueba de la muerte, pero que está
abierto a la vida, en una transformación radical de la realidad que sólo los
ojos de la fe pueden ver y disfrutar en abundancia.
Afirmar "yo creo en Dios" nos conduce, pues, a
ponernos en camino, a salir de nosotros mismos continuamente, al igual que
Abraham, para llevar, en la realidad cotidiana en que vivimos, la certeza que
viene de la fe: la certeza, es decir, la presencia de Dios en la historia,
también hoy; una presencia que da vida y salvación, y nos abre a un futuro con
Él para una plenitud de vida que nunca conocerá la puesta del sol.
(Traducción
de Cecilia de Malak y Eduardo Rubió)
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