texto completo (palabras del Papa antes del Regina Coeli) tomado de RADIO VATICANO:
Queridos hermanos y hermanas
Quisiera detenerme brevemente en la página de los Hechos de
los Apóstoles que se lee en la Liturgia de este Tercer Domingo de Pascua. Este
texto narra que la primera predicación de los Apóstoles en Jerusalén llenó la
ciudad de la noticia que Jesús era verdaderamente resucitado, según las
Escrituras, y era el Mesías anunciado por los Profetas. Los sumos sacerdotes y
los jefes de la ciudad buscaron frenar el nacimiento de la comunidad de los
creyentes en Cristo e hicieron encarcelar a los Apóstoles, ordenándoles de no
enseñar más en su nombre. Pero Pedro y los otros once respondieron: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres ha
resucitado a Jesús… lo exaltó con su poder haciéndolo Jefe y Salvador… Nosotros
somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado
a los que obedecen» (Hech 5,29-32). Entonces hicieron azotar a los Apóstoles y
les ordenaron nuevamente de no hablar más en nombre de Jesús. Y ellos se fueron
«dichosos de haber sido considerados dignos de padecer por el nombre de Jesús
(v. 41).
¿Dónde encontraban los primeros discípulos la fuerza para
dar este testimonio? No sólo: ¿de dónde les venía la alegría y el coraje del
anuncio, a pesar de los obstáculos y las violencias? No olvidemos que los
Apóstoles eran personas simples, no eran escribas, doctores de la ley, ni
pertenecían a la clase sacerdotal. ¿Cómo han podido, con sus límites y
obstaculizados por las autoridades, llenar Jerusalén con sus enseñanzas? (Cfr.
Hech 5, 28) Es claro que solamente la presencia del Señor Resucitado y la
acción del Espíritu Santo con ellos pueden explicar este hecho. Su fe se basaba
en una experiencia tan fuerte y personal de Jesús muerto y resucitado, que no
tenían miedo de nada y de ninguno, es más, veían las persecuciones como un
motivo de honor, que les permitía seguir las huellas de Jesús y de parecerse a
Él, testimoniándolo con la vida.
Esta historia de la primera comunidad cristiana nos dice una
cosa muy importante, que es válida para la Iglesia de todos los tiempos,
también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente Jesucristo y
cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de la Resurrección,
y no puede no comunicar esta experiencia. Y si encuentra incomprensiones o
adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la
fuerza de la vida.
Rezando
juntos el Regina Coeli, pidamos la ayuda de María Santísima para que la Iglesia
en todo el mundo anuncie con sinceridad y coraje la Resurrección del Señor y dé
testimonio válido con signos de amor fraterno. Recemos en modo
particular para que los cristianos que sufren persecución sientan la presencia
viva y confortante del Señor Resucitado.
Texto
completo de la homilía del Santo Padre Francisco del III Domingo de Pascua en
la Basílica de San Pablo Extramuros: tomado de RADIO VATICANO:
Queridos
Hermanos y Hermanas:
Me alegra
celebrar la Eucaristía con ustedes en esta Basílica. Saludo al Arcipreste, el
Cardenal James Harvey, y le agradezco las palabras que me ha dirigido; junto a
él, saludo y doy las gracias a las diversas instituciones que forman parte de
esta Basílica, y a todos ustedes. Estamos sobre la tumba de san Pablo, un
humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado
testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son
precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la
Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, testimoniar, adorar.
1. En la
Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al
mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de
Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser
azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con
audacia, con parresia, esto que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y
nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de
vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en
familia, con los que forman parte de nuestra vida cuotidiana? La fe nace de la
escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero
demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en
palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda
transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la
que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús
pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su
amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y
te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros,
los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser
llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay
disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos,
sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto
vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno
debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el
valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano,
obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas,
como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son
importantes, incluso los que no destacan.
En el gran
designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde
testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe
en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay
santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la
santidad», como decía un escritor francés, una clase media de la santidad de la
que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también
quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien
entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado
con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el
Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y
nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios,
y dar gloria a Dios. Me viene a la memoria ahora un consejo que San Francisco
de Asís daba a sus hermanos: «Prediquen el Evangelio y, si fuera necesario,
también con las palabras». Predicar con la vida, el testimonio (aplausos). La
incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen,
entre la palabra y el modo de vivir, minan la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero
todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien
nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar
y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como
Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice
el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos
saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los
discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el
Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una
relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera
que lo reconozcamos como «el Señor», lo adoremos.
El pasaje
del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de
ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en
adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien
se debe alabanza, honor y gloria (Cf. Ap 5,11-14).
Quisiera
que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a
Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para
adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a
estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más
verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en
la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene
un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar
al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor
quiere decir afirmar, creer – pero no simplemente de palabra – que únicamente
él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos
convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, de
nuestra historia.
Esto tiene
una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o
grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y
tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien
escondidos; pueden ser la ambición, la carrera, el gusto del éxito, el poner en
el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la
pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos
apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el
corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en
qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es
despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al
Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos
hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y
fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos
envía a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos
con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el
único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos
ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, testimoniar, adorar. Que la Santísima
Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por
nosotros. Así sea.
Un único
rebaño bajo un único Pastor
Saludo al
Santo Padre del Cardenal James Harvey, Arcipreste de la Basílica Papal de San
Pablo Extramuros:
Beatísimo
Padre: Pedro y Pablo: “son los Santos Apóstoles que en la vida terrenal han
fecundado con su sangre a la Iglesia: han bebido el cáliz del Señor y se
convirtieron en los amigos de Dios”.
Así se
expresa la Iglesia Universal en la Solemnidad litúrgica de los Santos Pedro y
Pablo, y hoy todos nosotros reunidos en esta espléndida Basílica Papal unimos
nuestras voces en un himno de alabanza a Dios Omnipotente y misericordioso,
mientras el Sucesor de Pedro visita y venera la tumba de San Pablo.
Todos los
componentes de la realidad, que es la Basílica de San Pablo Extramuros, se
alegran al acoger al nuevo Obispo de Roma en este momento solemne.
Quien le
habla, junto a todo el personal que en ella trabaja, le da su bienvenida con
sus más vivos y sentidos deseos. A estos sentimientos se asocian los dos
eminentísimos arciprestes eméritos de la Basílica y el Reverendo Padre Abad,
con la comunidad Monástica Benedictina de la antigua homónima Abadía, con las
Religiosas Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús que la atienden. También lo
saludan el Pontificio Oratorio de San Pablo, regido por los Padres Josefinos de
Murialdo, junto a la comunidad de las Hijas de Cristo Rey que aquí tienen una
guardería infantil y una escuela primaria. Están presentes el Pontificio
Colegio Beda y la Capellanía de la Universidad “Roma Tres” con sus profesores y
numerosos estudiantes católicos que no se “dejan robar la esperanza” en este
ambiente particular. En fin, está representado el más reciente miembro de esta
familia paulina, es decir el Hospital Pediátrico Niño Jesús, como signo de la
caridad cristiana hacia los más pequeños.
Sobre la fe
de los dos Apóstoles y Mártires, Pedro y Pablo, llamados “las columnas de la
Iglesia”, tiene su origen la Iglesia de Roma, la cual desde el inicio, ha
querido recordarlos juntos, casi como para recomponer en la unidad, su
testimonio. Viviendo y celebrando el Año de la fe, convocado por el Papa
Benedicto XVI, cómo no recordar que, en el año 1967, el Papa Pablo VI, quiso convocar
uno semejante, precisamente en el decimonoveno centenario de su supremo
testimonio. Por tanto, por su intercesión y su ejemplo, somos muy conscientes
de que la renovación de la Iglesia pasa, sobre todo, a través de la imagen
ofrecida por la vida cotidiana de los creyentes de ser testigos coherentes de
Cristo.
Padre
Santo, su visita de hoy y sus palabras nos guiarán a redescubrir la alegría de
creer, a reencontrar aún fuerza y entusiasmo para comunicar la fe, y estar cada
vez más iluminados por la gracia del Espíritu Santo. Esto hará que nos sintamos
hijos perdonados y amados por Dios Padre, amigos de Cristo en la verdad,
enamorados del mensaje siempre nuevo, siempre actual del Evangelio,
sinceramente acogedores hacia todos los hombres, para ser todos la gran Familia
de Dios, o sea, un único rebaño bajo un único Pastor.
Santidad,
mientras inicia su ministerio apostólico, tenga la seguridad de poder contar
con nuestro afectuoso y filial apoyo y con nuestras más fervientes plegarias,
en particular, ante la Tumba del Apóstol Pablo, titular de esta Basílica suya.
(María
Fernanda Bernasconi – RV).
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