Texto
completo de la catequesis del Papa traducida en español: (tomada de RADIO VATICANO)
Queridos
hermanos y hermanas
En nuestra
escuela de oración, el miércoles pasado, hable sobre la oración de Jesús en la
cruz, tomada del Salmo 22 “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”.
Ahora quisiera seguir meditando sobre las oraciones de Jesús en cruz en la
inminencia de la muerte y quisiera detenerme sobre la narración que encontramos
en el Evangelio de San Lucas. El Evangelista nos ha transmitido tres palabras
de Jesús en la cruz, de las cuales, dos – la primera y la tercera – son
oraciones dirigidas explícitamente al Padre. Mientras que la segunda es la
promesa hecha al denominado buen ladrón, crucificado con Él; respondiendo, en
efecto al ruego del ladrón, Jesús lo tranquiliza: « Yo te aseguro que hoy
estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43).
En la
narración de Lucas se entrelazan sugestivamente las dos oraciones que Jesús
muriendo le dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige a Él el
pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y, al mismo tiempo, escucha el ruego
de este hombre, que a menudo es llamado latro poenitens, «ladrón arrepentido».
Detengámonos
sobre estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia en seguida después
de haber sido clavado en la cruz, mientras los soldados se están repartiendo
sus vestiduras, como triste recompensa por su servicio. En cierto sentido, es
con este gesto que se cierra el proceso de la crucifixión. Escribe san Lucas: «
Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los
malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús decía: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen». Después se repartieron sus
vestiduras, sorteándolas entre ellos». (23,33-34).
La primera
oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión: pide el perdón para sus
verdugos. Con ello, Jesús cumple en primera persona lo que había enseñado en el
Sermón de la montaña, cuando dijo: «Yo les digo a ustedes que me escuchan: Amen
a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian» (Lc 6,27) y prometió también
a cuantos saben perdonar: «Entonces la recompensa de ustedes será grande y
serán hijos del Altísimo» (v. 35). Ahora desde la cruz, Él no sólo perdona a
sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su
favor.
Esta
conducta de Jesús encuentra una «imitación» conmovedora en la narración de la
lapidación de san Esteban, primer mártir. Esteban, en efecto, antes de morir,
«poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: «’Señor, no les tengas en cuenta
este pecado’. Y al decir esto, expiró». (Hch 7,60).
Era su
última palabra. La comparación entre la oración de perdón de Jesús y la del
protomártir es significativa. San Esteban se dirige al Señor Resucitado y le
pide que su matanza – gesto definido claramente con la expresión ‘este pecado’
– no sea imputada a los que lo lapidaban. Jesús en la cruz se dirige al Padre
y, no sólo pide el perdón para los que lo crucifican, sino que ofrece también
una lectura de lo que está sucediendo. Según sus palabras, en efecto, los
hombres que lo crucifican «no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Es decir, que Él
presenta la ignorancia, el «no saber», como motivo de su pedido de perdón al
Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino hacia la conversión, como
también sucede en las palabras que pronunciará el centurión al morir Jesús:
«Realmente este hombre era un justo» (v. 47), era el Hijo de Dios. «Permanece
como consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el que el Señor,
tanto hacia los que verdaderamente no sabían – los verdugos – como lo que
sabían y lo habían condenado, presenta la ignorancia como motivo de su
solicitud de perdón – la ve como puerta que puede abrirnos a la conversión»
(Jesús de Nazaret, II, 233).
La segunda
palabra de Jesús en la cruz que narra san Lucas es una palabra de esperanza, es
la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El
buen ladrón ante Jesús vuelve en sí y se arrepiente, se da cuenta de que está
ante el Hijo de Dios, que hace visible el Rostro mismo de Dios, y le ruega:
«Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino» (v. 42). La respuesta del
Señor a esta oración va mucho más allá de la misma solicitud; en efecto dice:
«Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»» (v. 43). Jesús es
conciente de que entra directamente en la comunión con el Padre y de reabrir al
hombre el camino hacia el paraíso de Dios. Así, por medio de esta respuesta,
dona la firme esperanza en que la bondad de Dios puede alcanzarnos también en
el último instante de la vida y de que la oración sincera, aún después de una
vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera que
el hijo vuelva.
Pero
detengámonos en las últimas palabras de Jesús al morir. El Evangelista cuenta:
«Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la
tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio.
Jesús, con un grito, exclamó: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Y
diciendo esto, expiró». (44-46). Algunos aspectos de esta narración son
distintos con respecto a Marcos y a Mateo. En Marcos no se describen las tres
horas de oscuridad, mientras que en Mateo están enlazadas con una serie de
acontecimientos apocalípticos, como el terremoto, la apertura de las tumbas y
los muertos que resucitan (cfr Mt 27,51-53).
En Lucas,
las horas de oscuridad se producen por el eclipse de sol, pero en aquel momento
se produce también la ruptura del velo del templo. De esta forma la narración
de Lucas presenta dos símbolos, de alguna forma paralelos en el cielo y en el
templo. El cielo pierde su luz, la tierra se hunde, mientras que en el templo,
lugar de la presencia de Dios se rasga el velo que protege el santuario. La
muerte de Jesús se caracteriza explícitamente como un evento cósmico y
litúrgico; en concreto marca el principio de un nuevo culto, en un templo que
no ha sido construido por los hombres, porque es el cuerpo mismo de Cristo
muerto y resucitado, que reúne a los pueblos y les une en el sacramento de su
Cuerpo y su sangre.
La oración
de Jesús, en este momento de sufrimiento -«Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu»- es un enérgico grito de extrema y total entrega a Dios. Tal oración
expresa la plena conciencia de no estar abandonado. La invocación inicial - «Padre»
- recuerda la declaración que hiciera cuando era un muchacho de doce años. En
aquella ocasión permaneció durante tres días en el templo de Jerusalén cuyo
velo ahora se ha rasgado. Y cuando a sus padres, que le habían comunicado su
preocupación, les había contestado: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo
debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (Lc 2,49). Desde el principio hasta
el final, lo que determina completamente el sentir de Jesús, su palabra, su
acción, es la relación única con el Padre. En la Cruz, Él vive plenamente, en
el amor, su relación filial con Dios, que alienta su oración.
Las
palabras pronunciadas por Jesús tras la invocación «Padre», retoman una
expresión del Salmo 32: «En tus manos confío mi espíritu» (Sal 31,6). Sin
embargo, estas palabras no son una simple frase, sino que más bien manifiestan
una decisión firme: Jesús se “entrega al Padre en un acto de total abandono.
Estas palabras son una oración de “entrega”, llena de confianza en el amor de
Dios. Frente a la muerte la oración de Jesús es dramática, como lo es para cada
hombre, pero, al mismo tiempo, se caracteriza por la profunda calma que nace de
la fe en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a él. En el
Getsemaní, ya inmerso en la lucha final y la oración más intensa y cuando
estaba a punto de ser «entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44), «su sudor
era como gotas de sangre que corrían hasta el suelo» (Lc 22,44). Pero su
corazón era plenamente obediente a la voluntad del Padre, y por esto “un ángel
del cielo” había venido a reconfortarle (Lc 22,42-43). Ahora en los últimos
instantes Jesús se dirige al Padre diciendo cuales son realmente las manos a
las que Él entrega toda su existencia. Antes de viajar a Jerusalén, Jesús había
insistido a sus discípulos: «Escuchen bien esto que les digo: El Hijo del
hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Lc 9,44). Ahora que está a
punto de perder la vida, Él sella en la oración su última decisión: Jesús se
deja entregar «en las manos de los hombres», pero Él pone su espíritu en las
manos del Padre; de esta forma –como afirma Juan el Evangelista- todo se ha
cumplido, el supremo acto de amor se ha llevado hasta el final, al límite y más
allá del límite.
Queridos
hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz, en los últimos instantes
de su vida terrenal ofrecen indicaciones concretas para nuestra oración, pero
también le ofrecen una confianza serena y una firme esperanza. Jesús pide al
Padre que perdone a quienes le están crucificando, nos invita al difícil gesto
de rezar también por quienes nos hacen daño, sabiendo perdonar siempre, para
que la luz de Dios pueda iluminar su corazón; por lo tanto, nos invita a vivir,
en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y amor que Dios tiene
hacia nosotros: «perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a
los que nos ofenden» decimos cotidianamente en el «Padre nuestro». Al mismo
tiempo, Jesús que en el momento extremo de la muerte se confía totalmente en
las manos de Dios Padre, nos comunica la certeza de que, por duras que sean las
pruebas, los problemas difíciles, grande el sufrimiento, no estaremos nunca
fuera de las manos de Dios, de esas manos que nos han creado, nos sostienen y
nos acompañan en el camino de la existencia, porque están guiadas por un amor
infinito y fiel. Gracias.
(CV CdM)
TEXTOS DE
LOS SALUDOS DEL PAPA EN NUESTRO IDIOMA
"Queridos
hermanos y hermanas:
Deseo
hablar hoy sobre la oración de Jesús en la cruz, desde las tres palabras que
nos ha transmitido el Evangelio de Lucas. En la primera palabra, Jesús dirige
al Padre una intercesión por sus verdugos y da la razón de esta súplica: «no
saben lo que hacen». La ignorancia atenúa la culpa, y deja así abierta la vía
hacia la conversión. La segunda palabra es la respuesta que da a la oración de
uno de los dos hombres crucificado con Él. Después de una vida equivocada,
Jesús en comunión con el Padre, abre al hombre las puertas del paraíso. La
última palabra es de confianza. Si bien, el momento de morir es dramático, la
oración de Jesús esta invadida de una profunda calma que nace de la confianza
en el Padre y de la voluntad de entregarse totalmente a Él.
Queridos
hermanos y hermanas, esta oración de Jesús nos llama a imitarle y cumplir con
el difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen el mal, sabiendo
perdonar siempre, viviendo la misericordia y el amor.
*******************
Saludo
cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros
del Club Atlético de Madrid, así como a los demás grupos provenientes de
España, Costa Rica, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos.
Jesús que en el momento de la muerte se confío totalmente en la manos de Dios
Padre, nos comunique la certeza de que, a pesar de las duras las pruebas, los
problemas, el sufrimiento, estamos acompañados de su gran amor. Muchas
gracias".
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