(RV).- Esta tarde el Santo Padre salió en automóvil de la
Ciudad del Vaticano con destino a la basílica de San Juan de Letrán, catedral
de Roma de la que Benedicto XVI es su Obispo, para celebrar a las 13,30 la
Santa Misa de la Cena del Señor, dando comienzo así al Triduo Pascual de este
2012.
Como es tradicional cada Jueves Santo, día del amor fraterno
y jornada sacerdotal, el Papa realizó el gesto de lavar los pies a doce
sacerdotes de la Diócesis de Roma. Proponiendo, de este modo el mismo de Jesús
a los apóstoles, revelación del misterio de Dios y signo de donación total de
su vida.
Como es también tradicional en esta Misa de la Cena del
Señor, las ofertas recibidas serán entregadas, por voluntad del Santo Padre a
alguna realidad necesitada. Y este año, son para la asistencia humanitaria a
los prófugos sirios.
En su homilía, el Santo Padre comenzó diciendo:
El Jueves Santo no
es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, cuyo esplendor
ciertamente se irradia sobre todo lo demás y, por así decir, lo atrae dentro de
sí. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los
Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos; forma parte también
la soledad y el abandono de Jesús que, orando, va al encuentro de la oscuridad
de la muerte; forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas y el
arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el
Sanedrín y la entrega a los paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de
comprender con más profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo
el misterio de nuestra Redención.
El Papa recordó que “Jesús sale en la noche”. Y explicó que
la noche “significa falta de comunicación, una situación en la que uno no ve al
otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la verdad. Es el
espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede prosperar”.
Sin embargo destacó que “Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación, la
pureza y la bondad”. De modo que “Él entra en la noche”. En la noche que, en
definitiva, “es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de
vida”. Pero Jesús –añadió el Pontífice– “entra en la noche para superarla e
inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la humanidad”.
También puso de relieve que durante este camino, él ha
cantado con sus discípulos los Salmos de la liberación y de la redención de
Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Y
si bien con frecuencia Jesús oraba solo y hablaba como Hijo con el Padre; en
esta ocasión, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén
cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan.
Son los tres que habían tenido la experiencia de su
Transfiguración –la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través de su
figura humana– y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas,
entre Moisés y Elías. Por esta razón se preguntó “¿Qué aspecto tendría el éxodo
de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama
histórico?”, mientras los discípulos son testigos del primer tramo de este
éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial para
salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo:
Los discípulos, cuya
cercanía quiso Jesús en está hora de extrema tribulación, como elemento de
apoyo humano, pronto se durmieron. No obstante, escucharon algunos fragmentos
de las palabras de la oración de Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se
grabaron profundamente en sus almas, y ellos lo transmitieron a los cristianos
para siempre. Jesús llama a Dios “Abbá”.Y esto significa – como ellos añaden –
“Padre”. Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra “padre”,
sino como expresión del lenguaje de los niños, una palabra afectuosa con la
cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente
“niño”, Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la
más profunda unidad con él.
Benedicto XVI añadió que si nos preguntamos cuál es el
elemento más característico de la imagen de Jesús en los evangelios, debemos
decir: “su relación con Dios. Él está siempre en comunión con Dios. El ser con
el Padre es el núcleo de su personalidad”. De modo que “a través de Cristo,
conocemos verdaderamente a Dios”. “Él es Padre, bondad absoluta a la que
podemos encomendarnos”.
El evangelista
Marcos, que ha conservado los recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al
apelativo “Abbá”, añadió aún: Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (Cf.
14,36). Él, que es la bondad, es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El
poder es bondad y la bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la
oración de Jesús en el Monte de los Olivos.
El Obispo de Roma aludió también a los Hechos de los Apóstoles,
que refiere de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su
lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el
camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar
arrodillados de la Iglesia naciente:
Los cristianos con
su arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de
los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados,
están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el
Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su
divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él
triunfe.
“Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo”
–prosiguió diciendo el Papa–. Y combate por nosotros. Experimenta la angustia
ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la turbación propia del hombre,
más aún, de toda criatura viviente ante la presencia de la muerte. En Jesús,
sin embargo, se trata de algo más. En las noches del mal, él ensancha su
mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de toda la infamia que le
sobreviene en aquel cáliz que debe beber. Es el estremecimiento del totalmente
puro y santo frente a todo el caudal del mal de este mundo, que recae sobre
él”.
“Él también me ve, y ora también por mí –agregó Benedicto
XVI–. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en
el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el
combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un “acto sacerdotal”. En esta
oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio
del sacerdote: “toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y
nos conduce al Padre”.
El Santo Padre invitó asimismo a prestar atención al contenido
de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos; en que Jesús dice: “Padre: tú
lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como
tú quieres” (Mc 14, 36). Y dijo que la voluntad natural del hombre-Jesús
retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin
embargo, “en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana en la voluntad del
Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado
primordial del hombre, salvando de este modo al hombre”. Porque la actitud de
Adán había sido: “No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo”:
Esta soberbia es la
verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros
mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el
antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros;
sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la
historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se
pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser
libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra
verdad, si estamos unidos a Dios.
Entonces –concluyó su homilía el Papa– nos hacemos verdaderamente
“como Dios”, no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En
el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa
contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la
libertad”. Por esta razón pidió que se rece al Señor “para que nos adentre en
este ‘sí’ a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres”.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
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