texto tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas,
el encuentro diario con el Señor y la frecuencia en los
sacramentos puede abrir nuestras mentes y nuestros corazones a su presencia, a
sus palabras, a su acción. La oración no es sólo el respiro del alma, sino que
- para usar una imagen - también es un oasis de paz, en el que podemos
encontrar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra
existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir la montaña de la
santidad, para que nos acerquemos cada vez más a Él, ofreciéndonos a lo largo del
camino sus luces y consuelos. Ésta es la experiencia personal a la que se
refiere san Pablo, en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, sobre
el que deseo detenerme hoy.
Ante quienes cuestionaban la legitimidad de su apostolado,
él no enumera tanto las comunidades que había fundado, los kilómetros que había
recorrido; no se limita a recordar las dificultades y la oposición que enfrentó
con el fin de anunciar el Evangelio, sino que indica su relación con el Señor,
una relación tan intensa, que se caracteriza también por momentos de éxtasis,
de contemplación profunda (cf. 2 Cor 12,1), por lo que no se jacta de lo que
hizo, de su fuerza, de sus actividades, de su éxitos, sino de la acción que ha
hecho Dios en él y a través de él. Con gran humildad, cuenta, en efecto, el
momento en el que vivió la experiencia particular de ser arrebatado y llevado
al cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la carta - así
dice " fue arrebatado al tercer cielo" (v. 2). Con el lenguaje y los
modos del que cuenta algo que no se puede contar, san Pablo habla de ese hecho,
incluso en tercera persona; afirma que un hombre fue arrebatado al
"jardín" de Dios, al paraíso. La contemplación es tan profunda e
intensa que el Apóstol no recuerda, ni siquiera, los contenidos de la
revelación recibida, pero sí recuerda bien la fecha y las circunstancias en las
que el Señor lo había aferrado de forma tan total, atrayéndolo hacia sí, como
había hecho en el camino a Damasco, en el momento de su conversión (cf. Fil 3,12).
San Pablo sigue diciendo que, precisamente, para no
vanagloriarse por la grandeza de las revelaciones recibidas, lleva consigo una
"espina" (2 Cor 12,7), un sufrimiento, y suplica con fuerza al
Resucitado, que lo libere del ángel de Satanás, de esa espina dolorosa en la
carne. Tres veces – cuenta - oró fervientemente al Señor para que le alejara
esa prueba. Y es en esta situación, en una profunda contemplación de Dios, en
la que "oyó palabras inefables que el hombre es incapaz de repetir "
(v. 4), recibe la respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige unas palabras
claras y tranquilizadoras: "Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en
la debilidad " (v. 9).
El comentario de Pablo sobre estas palabras puede dejar
sorprendidos, pero revela cómo él comprende lo que significa ser verdaderamente
un apóstol del Evangelio. Exclama, en efecto, estas palabras: "más bien,
me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de
Cristo. Por eso, me complazco en mis debilidades, en los oprobios, en las
privaciones, en las persecuciones y en las angustias soportadas por amor de
Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte "(v. 9b-10). Es
decir, que no se jacta de sus acciones, sino de la actividad de Cristo, que
actúa precisamente en su propia debilidad. Detengámonos aún un momento en este
hecho, sucedido durante los años en que san Pablo vivió en el silencio y la
contemplación, antes de comenzar a recorrer Occidente, para anunciar a Cristo,
porque esta actitud de profunda humildad y confianza ante la manifestación de
Dios es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para
nuestra relación con Dios y nuestras debilidades.
En primer lugar, ¿de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué
es esa espina en la carne? No lo sabemos y no lo dice, pero su actitud nos hace
comprender que todas las dificultades en el seguimiento de Cristo y en el
testimonio de su Evangelio, pueden ser superadas si nos abrimos con confianza a
la acción del Señor. San Pablo es muy consciente de ser un "siervo
inútil" un simple servidor (Lc 17, 10), no es él quien ha hecho grandes
cosas, es el Señor, "un recipiente de barro" (2 Cor 4,7), en el que
Dios pone la riqueza y el poder de su Gracia. En este momento de intensa oración
contemplativa, san Pablo comprende claramente cómo afrontar y vivir cada
evento, sobre todo el sufrimiento, las dificultades, la persecución: en el
momento en que experimenta su propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios,
que no abandona, no nos deja solos, sino que se vuelve apoyo y fuerza.
Ciertamente, Pablo hubiera preferido ser liberado de esa espina, de ese
sufrimiento, pero Dios dice que no, que es necesario para ti, que tendrás la
gracia suficiente para resistir y para dar lo que debe hacerse.
Esto vale también para nosotros. El Señor no libera de los
males, pero nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en
las persecuciones. La fe, por lo tanto, nos dice que, si permanecemos en Dios
"aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre
interior se va renovando día a día, precisamente en las pruebas" (v. 16).
El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto - y también a nosotros - que
" nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna,
que supera toda medida " (v. 17). En realidad, humanamente hablando, no
era un peso ligero el de las dificultades, era gravísimo. Sin embargo, en
comparación con el amor de Dios, con la grandeza de ser amados por Dios, se
vuelve ligero, sabiendo que la cantidad de la gloria será inconmensurable.
Así que, en la medida en que crecemos en nuestra unión con
el Señor y en que nuestra oración se vuelve intensa, también nosotros vamos a
lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras
virtudes, nuestras capacidades, el que realiza el Reino de Dios, sino que es
Dios el que obra maravillas, justo a través de nuestra propia debilidad, de
nuestro no estar a la altura del cargo. Por lo tanto, debemos tener la humildad
de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar con la ayuda del
Señor en la viña del Señor, encomendándonos a Él como "frágiles
recipientes de barro".
San Pablo refiere de dos particulares revelaciones que han
cambiado radicalmente su vida. La primera, lo sabemos, es la pregunta impresionante
en el camino de Damasco: «¿Saulo, Saulo, por qué me persigues?» (Hch 9,4)
pregunta, que lo ha llevado a descubrir y a encontrar a Cristo vivo y presente,
y a sentir su llamado a ser apóstol del Evangelio. La segunda, son las palabras
que el Señor le ha dirigido en la experiencia de oración contemplativa sobre la
que estamos reflexionando: «Te basta mi gracia: la fuerza de hecho se
manifiesta plenamente en la debilidad». Sólo la fe, el confiar en la acción de
Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona es la garantía de no trabajar en
vano. Así la Gracia del Señor ha sido la fuerza que ha acompañado a san Pablo
en las tremendas fatigas para difundir el Evangelio y su corazón ha entrado en
el corazón de Cristo, volviéndose capaz de conducir a los otros hacia Aquel que
murió y resucitó por nosotros.
En la oración abrimos por tanto nuestro ánimo al Señor para
que Él venga a habitar nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el
Evangelio. Y es rico de significado también el verbo griego con el que Pablo
describe este morar del Resucitado Señor en su frágil humanidad; usa episkenoo,
que podremos interpretar con «poner la propia tienda». El Señor continúa
poniendo su tienda en nosotros, en medio a nosotros: es el Misterio de la
Encarnación. El mismo Verbo divino, que ha venido a morar en nuestra humanidad,
quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y
trasformar nuestra vida y el mundo.
La intensa contemplación de Dios experimentada por san Pablo
recuerda aquella de los discípulos sobre el monte Tabor, cuando, viendo a Jesús
transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dice: «Maestro, ¡qué bien
estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para
Elías». «No sabia qué cosa decir, por que estaban llenos de temor» agrega San
Marcos (Mc 9,5-6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y
tremendo: fascinante por que Él nos atrae a si y rapta nuestro corazón hacia lo
alto, llevándolo a su alteza donde experimentamos la paz, la belleza del su
amor; tremendo por que desnuda nuestra debilidad humana, la nuestra
inadecuación, la fatiga de vencer al Maligno que insidia nuestra vida, aquella
espina clavada también en nuestra carne. En la oración, en la contemplación
cotidiana del Señor, recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son
verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma cuando ha
escrito: «Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los
ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes
espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá
separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor»
(Rm 8,38-39).
De una manera en la que arriesgamos de confiar solamente en
la eficiencia y la potencia de los medios humanos, en este mondo, estamos
llamados a redescubrir y a testimoniar la potencia de Dios que se transmite, se
comunica en la oración, con la cual crecemos cada día en el conformar nuestra
vida a aquella de Cristo, el cual - como afirma el Apóstol Pablo - «Es cierto
que él fue crucificado en razón de su debilidad, pero vive por el poder de
Dios. Así también, nosotros participamos de su debilidad, pero viviremos con él
por la fuerza de Dios, para actuar entre ustedes» (2 Cor 13,4).
Queridos amigos, en el siglo pasado, Albert Schweitzer,
teólogo protestante y premio Nobel de la paz, afirmaba que «Pablo es un místico
y nada más que un místico», o sea un hombre verdaderamente enamorado de Cristo
y de tal manera unido a El, de poder decir: Cristo vive en mí. La mística de
san Pablo no se funda sólo en los eventos excepcionales por él vividos, sino
también en la cotidiana e intensa relación con el Señor que lo ha sostenido
siempre con su Gracia. La mística no lo ha alejado de la realidad, al
contrario, le ha dado la fuerza para vivir cada día por Cristo y de construir
la Iglesia hasta el fin del mundo de aquel tiempo. La unión con Dios no aleja
del mundo, sino que nos da la fuerza de estar realmente, de hacer cuánto se
debe hacer en el mundo. También en nuestra vida de oración podemos tener quizás
momentos de particular intensidad, en los que sentimos más viva la presencia
del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad de la relación con
Dios, sobretodo en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de
aparente ausencia de Dios. Solamente si somos aferrados por el amor de Cristo,
estaremos en condiciones de enfrentar toda adversidad como Pablo, convencidos
que todo podemos en Aquel que nos da fuerza (cfr Fil 4,13). Por lo tanto cuanto
más espacio damos a la oración, veremos que nuestra vida se transformará más y
será animada por la fuerza concreta del amor de Dios. Así ocurrió por ejemplo,
con la bienaventurada Madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús
y justamente también en tiempos de larga aridez encontraba la razón ultima y la
fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, no
obstante su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestra vida no nos
hace extraños, como ya dicho, de la realidad, más bien nos hace aun más
participes de las vicisitudes humanas, por que el Señor, atrayéndonos a sí en
su oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a cada hermano en su
amor. Gracias.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera y Cecilia de Malak –
RV)
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