catequesis completa tomada de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas
Nuestra oración está hecha, como hemos visto en los pasados
miércoles, de silencio y de palabras, de canto y de gestos que implican a toda
la persona: desde la boca hasta la mente, del corazón a todo el cuerpo. Es una
característica que encontramos en la oración judía, especialmente en los
Salmos. Hoy quisiera hablar de uno de los cantos o himnos más antiguos de la
tradición cristiana, que San Pablo nos presenta en lo que, en cierto sentido,
es su testamento espiritual: la Carta a los Filipenses. Se trata de una carta
que el Apóstol escribe mientras está en la cárcel, tal vez en Roma. Él se
siente cercano a la muerte, porque afirma que ofrecerá su vida como una
libación (cf. Flp 2,17).
A pesar de esta situación de grave peligro para su
incolumidad física, San Pablo, en todo el texto, expresa la alegría de ser
discípulo de Cristo, de poder ir a su encuentro, hasta el punto de ver la
muerte no como una pérdida sino como una ganancia. En el último capítulo de su
carta hay una fuerte invitación a la alegría, una característica fundamental de
nuestro ser cristianos y de nuestra orar. San Pablo escribe: "Estén
siempre alegres en el Señor, lo repito de nuevo: ¡Alégrense!" (Fil. 4,4).
¿Pero cómo puede regocijarse frente a una sentencia de muerte, ya inminente?
¿De dónde, o mejor, de quién San Pablo recoge la serenidad, la fuerza, el
coraje de ir hacia su martirio, y al derramamiento de sangre?
La respuesta la encontramos en el centro de la Carta a los
Filipenses, en lo que la tradición cristiana llama carmen Christo, el canto
para Cristo, o más comúnmente el "himno cristológico"; un canto que
centra toda la atención en los "sentimientos" de Cristo, es decir, en
su modo de pensar y su actitud concreta, vivida. Esta oración comienza con una
exhortación: " Tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús " (Fil.
2,5). Estos sentimientos se presentan en los siguientes versículos: el amor, la
generosidad, la humildad, la obediencia a Dios, el don de uno mismo. No se
trata simplemente de seguir el ejemplo de Jesús como algo moral, sino de
involucrar toda la existencia en su propia manera de pensar y actuar. La
oración debe llevar hacia un conocimiento y una unión en el amor cada vez más
profunda con el Señor, para poder pensar, actuar y amar como Él, en Él y por
Él. Ejercitarse en eso, aprender los sentimientos de Jesús es el camino de la
vida cristiana.
Ahora voy a referirme brevemente sobre algunos elementos de
esta canto denso, que resume todo el itinerario divino y humano del Hijo de
Dios, que abarca toda la historia humana: del ser en la condición de Dios, a la
encarnación, a la muerte en una cruz y a la exaltación en la gloria del Padre,
y en parte también el comportamiento de Adán, del hombre desde el principio.
Este himno a Cristo parte de su ser "en morphe tou Theou", dice el
texto griego, es decir, de estar "en la forma de Dios", o mejor
dicho, en la condición de Dios. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, no
vive su "ser como Dios" para triunfar o para imponer su supremacía,
no lo considera como una posesión, un privilegio, un tesoro al qué aferrarse.
Es más, "se desnudó," se vació de sí mismo tomando, dice el texto
griego, la "morphe Doulos", la "forma de siervo, de esclavo",
la realidad humana marcada por el sufrimiento, por la pobreza, por la muerte;
en todo se asimiló a los hombres, excepto en el pecado, comportándose como un
servidor dedicado completamente al servicio de los demás. En este sentido,
Eusebio de Cesarea (siglo IV) dice: "Él tomó sobre sí las fatigas, con los
miembros que sufren. Ha hecho suyas nuestras humildes enfermedades. Sufrió
tribulaciones por amor a nosotros: esto en conformidad con su gran amor por la
humanidad "(La demostración Evangélica, 10, 1, 22). San Pablo continúa
delineando el marco "histórico" en el que se realizó esta disminución
de Jesús. Escribe el Apóstol: "se humilló hasta aceptar por obediencia la
muerte." (Flp 2,8).
El Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre y cumplió un
camino en completa obediencia y fidelidad a la voluntad del Padre, hasta el
supremo sacrificio de su vida. Aún más, el Apóstol especifica "hasta la
muerte, y muerte de cruz." En la cruz Jesucristo alcanzó el mayor grado de
humillación, ya que la crucifixión era el castigo reservado a los esclavos y no
a las personas libres: " mors turpissima crucis", escribe Cicerón
(cf. En Verrem, V, 64, 165).
En la cruz de Cristo, el hombre es redimido y la experiencia
de Adán se modifica, dándose vuelta completamente: Adán, creado a imagen y
semejanza de Dios, pretendía ser como Dios, con sus propias fuerzas, ocupar el
lugar de Dios, y así perdió la dignidad original que se le había dado. Jesús,
sin embargo, aun estando en la condición divina, se abajó, se sumergió en la
condición humana, en total fidelidad al Padre, para redimir al Adán, que está
en nosotros y para volverle a dar al hombre la dignidad que había perdido. Los
Padres subrayan que Él se hizo obediente, volviendo a dar a la naturaleza
humana, a través de su humanidad y obediencia, lo que se había perdido por la
desobediencia de Adán.
En la oración, en la relación con Dios, nosotros abrimos la
mente, el corazón y la voluntad a la acción del Espíritu Santo, para entrar en
esta misma dinámica de vida, como afirma San Cirilo de Alejandría, cuya fiesta
celebramos hoy: "La obra del Espíritu intenta transformarnos, por medio de
la gracia, en una copia perfecta de su humillación" (Carta Festale 10, 4).
La lógica humana, sin embargo, intenta a menudo la realización de sí mismos en
el poder, en el dominio, en los medios poderosos. El hombre sigue queriendo
construir con sus propias fuerzas la torre de Babel para llegar – con sus
propias fuerzas - a la altura de Dios, para ser como Dios. La Encarnación y la
Cruz nos recuerdan que la plena realización estriba en conformar la propia la
voluntad humana en la del Padre, en el desapego total de sí mismo, del propio
egoísmo, para llenarse del amor y de la caridad de Dios y, así, llegar a ser
verdaderamente capaces de amar a los demás. El hombre no se encuentra a sí
mismo, cuando queda ensimismado, sino cuando logra salir de sí mismo. Sólo si
logramos salir de nosotros, nos encontramos. Adán quería imitar a Dios, pero
tenía una idea equivocada de Dios. Dios no quiere sólo la grandeza, Dios es
amor que da, ya desde la Trinidad y luego en la Creación. Imitar a Dios
significa salir de sí mismo y entregarse en el amor.
En la segunda parte de este himno cristológico de la Carta a
los Filipenses, el sujeto cambia; ya no es Cristo, sino Dios Padre. San Pablo
subraya que es precisamente por la obediencia al Padre, que “Dios le exalta y
le dona el nombre que está por encima de los nombres” (Fil. 2,9). Aquel que se
humilló hasta tomar la condición de esclavo, viene exaltado por encima de todos
y de todo por el Padre, que le da el nombre de Kiros, “Señor”, a suprema
dignidad y señoría.
Frente a este nuevo nombre que, de hecho, es el nombre de
Dios en el Antiguo Testamento, "se doble toda rodilla en el cielo, en la
tierra y en los abismos, y toda lengua proclame para gloria de Dios Padre:
«Jesucristo es el Señor»”, para la gloria de Dios el Padre "(vv. 10-11).
El Jesús que se exalta es aquel de la Última Cena, que depone sus prendas de
vestir, y con una toalla, se inclina para lavar los pies de los Apóstoles y les
pregunta: "¿Entienden lo que hago por ustedes? Vosotros me llamáis Maestro
y Señor, y con razón, porque lo soy. Así pues, si yo, el Señor y el Maestro, he
lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavar los pies los unos a los
otros "(Jn 13,12-14). Esto es importante recordarlo siempre en nuestras
oraciones y en nuestra vida: "el ascenso hacia Dios tiene lugar en el
descenso del servicio humilde, en el descenso del amor, que es la esencia de
Dios y la verdadera fuerza purificadora, que permite al hombre percibir y ver a
Dios "(Jesús de Nazaret, Milano 2007, p. 120).
El himno de la Carta a los Filipenses nos ofrece aquí dos
claves importantes para nuestra oración. La primera es la invocación:
"Señor", dirigida a Jesucristo, sentado a la diestra del Padre: Él es
el único Señor de nuestra vida, en medio de tantos "dominadores" que
la quieren dirigir y orientar. Por ello, es necesario tener una escala de
valores en los que la primacía le corresponde a Dios, para afirmar con San
Pablo: "todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor " (Fil. 3,8). El encuentro con el
Resucitado le hizo comprender que Él es el único tesoro por el cual vale la
pena sacrificar la propia existencia.
La segunda indicación es la postración, "se doblará
toda rodilla " en la tierra y en el cielo, que evoca una expresión del
Profeta Isaías, que indica la adoración que todas las criaturas le deben a Dios
(cf. 45:23). La genuflexión ante el Santísimo Sacramento o el arrodillarse en
la oración expresan precisamente la actitud de adoración ante Dios, también con
el cuerpo. De ahí la importancia de cumplir este gesto no por costumbre, sino
con profunda conciencia. Cuando nos arrodillamos ante el Señor, confesamos
nuestra fe en Él, reconocemos que Él es el único Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración,
contemplemos al Crucificado, detengámonos en adoración ante la Eucaristía con
mayor frecuencia, para que entre en nuestra vida el amor de Dios, que se abajó
con humildad para elevarnos hacia Él. Al comienzo de la catequesis nos
preguntábamos cómo San Pablo podía alegrarse ante el riesgo inminente de su
martirio y de su derramamiento de sangre. Esto sólo es posible porque el
Apóstol nunca alejó su mirada de Cristo, hasta asemejarse a Él en su muerte,
" a fin de llegar, si es posible, a la resurrección de entre los muertos
" (Fil. 3:11). Al igual que San Francisco ante el crucifijo, digamos
también nosotros: Altísimo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón.
Dame una fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, juicio y discernimiento
para cumplir tu verdadera y santa voluntad. Amén (cf. Oración ante el
Crucifijo: FF [276]).
(Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia de Malak -
RV)
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