Párroco: Padre Carlos Pérez

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Párroco: Padre Carlos Pérez

miércoles, 22 de junio de 2011

Catequesis del Santo Padre Junio 22/2011 - La oración a través de los Salmos


TEXTO COMPLETO DE LA CATEQUESIS tomado de RADIO VATICANA
Queridos hermanos y hermanas, 

en la catequesis anteriores, nos hemos centrado en algunas figuras del Antiguo Testamento son particularmente significativas para nuestra reflexión sobre la oración: Abraham que intercede por las ciudades extranjeras; Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición; Moisés, que pide perdón para su pueblo; Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, comenzamos una nueva sección: en lugar de comentar los episodios particulares de los personajes en la oración, entraremos en el "libro de oración" por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos sobre algunos de los Salmos más hermosos y más queridos por la tradición de la oración de la Iglesia. Hoy me gustaría presentarlos, hablando sobre el libro de los Salmos en su conjunto. 

El Salterio se presenta como un "formulario" de oraciones, un ramillete de ciento cincuenta salmos bíblicos que la tradición da al pueblo de los creyentes para se conviertan en su oración, su manera de dirigirse a Dios y de relacionarse con Él. En este libro encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples facetas, y toda la gama de sentimientos que acompañan la existencia del hombre. 


En los Salmos, se entrelazan y se expresan felicidad y sufrimiento, deseo de Dios y percepción de la propia indignidad, felicidad y sensación de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a la muerte. Toda la realidad del creyente fluye en aquellas oraciones que, el pueblo de Israel primero y luego la Iglesia han asumido como mediación privilegiada de relación con el único Dios y respuesta apropiada a su revelarse en la historia. En cuanto oración, los Salmos son manifestaciones del alma y de la fe, en las que todos pueden reconocerse y en las cuales se comunicar aquella experiencia de especial cercanía a Dios a la que es llamado cada hombre. Y es toda la complejidad de la existencia humana la que se concentra en la complejidad de las diferentes formas literarias de los diversos salmos: himnos, lamentos y súplicas individuales y colectivas, cantos de acción de gracias, salmos penitenciales, salmos sapienciales, y otros géneros que se pueden encontrar en estos poemas. 

A pesar de esta multiplicidad expresiva, pueden ser identificados dos áreas principales que sintetizan la oración de los Salmos: la súplica, relacionada con el lamento, y la alabanza, dos dimensiones casi inseparables. Debido a que la petición está animada por la certeza de que Dios va a responder, y esto abre la alabanza y acción de gracias; y la alabanza y la acción de gracias brotan de la experiencia de una salvación recibida, que implica la necesidad de ayuda que la oración expresa. 

En la súplica, el orante se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o – como en los Salmos penitenciales, confesa su culpa, su pecado, rogando ser perdonado. Él expone al Señor su estado de necesidad, con la confianza de que ser escuchado, y ello implica un reconocimiento de Dios como bueno, que anhela el bien y “ama la vida” (cfr Sab 11,26), dispuesto siempre a ayudar, salvar, perdonar. Así por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: «En ti, Señor, me cobijo, ¡oh no sea confundido jamás! […] Sácame de la red que me han tendido, que tú eres mi refugio » (vv. 2.5). Ya en el lamento, pues, puede emerger algo de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención divina y que luego se hace explícita cuando la salvación divina se vuelve realidad. De forma análoga, en los Salmos de acción de gracias y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, y sin embargo portadora de un anhelo radical de vida. Po ello el Salmista exclama, en el Salmo 86: «Gracias te doy de todo corazón, Señor Dios mío, daré gloria a tu nombre para siempre, pues grande es tu amor para conmigo, tú has librado mi alma del fondo del Seol» (vv. 12-13). De tal modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se abaja ante nuestra fragilidad.

Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes unirse a este canto, el Libro del Salterio ha sido dado a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, en efecto, enseñan a orar. En ellos, la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración –y son las palabras del salmista inspirado- que se convierte también en palabra del orante que reza los Salmos. Esta es la belleza y la particularidad de este libro bíblico: la oración contenida en ellos, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura no están colocadas en una trama narrativa que especifica el sentido y la función. Los Salmos se dan al creyente como texto de oración, que tiene como único fin el de convertir la oración de quien la asume y con ellos se dirige al Señor. Ya que son Palabra de Dios quien reza los Salmos habla a Dios con las mismas palabras de Dios, dirigirse a Él con las palabras que él mismo nos da. Así rezando los Salmos se aprende a rezar. 


Una cosa semejante ocurre cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones y necesidades, con palabras que no le pertenecen de manera innata pero que aprende de sus padres y de aquellos que viven junto a él. Aquello que él quiere expresar es aquello que vive, pero el modo de expresarse es de los otros; y él poco a poco se apropia, las palabras que acoge se convierten en palabras suyas y a través de estas palabras aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a un entero mundo de conceptos, y con ello crece, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres se ha convertido en la suya, él habla con palabras recibidas de los demás que ya se han convertido en suyas. Así ocurre con la oración de los salmos. Nos han sido donados para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras. Y, por medio de estas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuar, y acercarnos al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Is 55,8-9), para crecer cada vez más en la fe y en el amor.

A este propósito, aparece significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Se llama Tehillim, un término judío que quiere decir “alabanza”, de la raíz verbal que encontramos en la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente: “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por lo tanto, también multiforme y complejo, con sus diversos géneros literarios y con sus articulaciones entre alabanzas y súplicas, es en definitiva un libro de alabanzas, que enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su Nombre santo. Ésta es la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y a la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los salmos nos enseñan que también la desolación, en el dolor, la presencia de Dios es fuente de maravilla y de consolación; se puede llorar, suplicar, interceder, pero con la certeza de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “Porque en ti está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz”. (Sal 36,10).

Pero además de este título general del libro, la tradición judía ha puesto en muchos Salmos títulos específicos, atribuyéndolos, en gran parte, al rey David. Figura de notable densidad humana y teológica, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más variadas experiencias fundamentales del vivir. Joven pastor de la grey paterna, pasando por alternativas y a veces dramáticas vicisitudes, se convierte en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, ha combatido muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, ha traicionado el amor; pero después, humilde penitente, ha acogido el perdón divino y ha aceptado un destino marcado por el dolor. David ha sido un rey “según el corazón de Dios” (cfr 1Sam 13,14), un orante apasionado, un hombre que sabía qué cosa quería decir suplicar y alabar. La conexión de los Salmos con este insigne rey de Israel es por lo tanto importante, porque él es figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que de alguna manera se vislumbra el misterio de Cristo. 

Igualmente importante y significativos son los modos y la frecuencia con las que las palabras de los Salmos son tomadas por el Nuevo Testamento, asumiendo y subrayando aquel valor profético sugerido por la conexión del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena ha orado con los Salmos, en ello encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más pleno y profundo. Las oraciones del salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Col 1,15), que se revela cumplidamente el Rostro del Padre. El cristiano, por lo tanto, rezando los salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo aquellos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así a las realidades inesperadas, cada Salmo adquiere una luz nueva en Cristo y el salterio puede brillar en toda su infinita riqueza. 

Queridos hermanos y hermanas, tomemos pues en las manos este libro santo, dejándonos enseñar por Dios a dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como los discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), abriendo el corazón a acoger la oración del maestro, en el que todas las oraciones lleguen a su cumplimiento. Así, hechos hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios llamándole “Padre Nuestro”.

TRADUCCIÓN: Rafael Álvarez, Eduardo Rubió (Radio Vaticana)


Las palabras del Papa en Español:
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera comentar el libro de oración por excelencia, el libro de los Salmos. Los ciento cincuenta cantos que lo componen, con distintas temáticas y géneros literarios, expresan la riqueza de la experiencia humana. Dos ideas centrales pueden resumir esa amplia gama de sentimientos, la súplica y la alabanza, ambas profundamente unidas. La súplica está animada por la certeza de que, ante el sufrimiento o la contrición, Dios responderá y así, con la esperanza puesta en la misericordia divina, se abre a la alabanza y a la acción de gracias; la alabanza nace de una experiencia de salvación, que supone en sí misma el reconocimiento de nuestra pequeñez y la necesidad de ayuda que la súplica expresa. En los Salmos aprendemos a rezar con las palabras de Dios y del mismo modo que el niño aprende a expresar sus sentimientos con palabras ajenas, que recoge de sus padres, repitiéndolas hasta hacerlas suyas, así también nosotros nos apropiamos de las palabras que Dios nos ofrece en este libro, para poderle alabar como Él quiere. Por último, en el Salterio, que el Señor rezó cuando estaba en el mundo, se encuentran cumplidas las profecías que se unían a la figura mesiánica de David, desvelando en Jesús su sentido más pleno y profundo. Así el cristiano, rezando los Salmos, reza al Padre, en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos una dimensión nueva en el Misterio Pascual.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os invito a que aprendáis de los Salmos a hablar con Dios y, repitiendo la súplica de los apóstoles, Señor, enséñanos a orar, abráis el corazón para acoger la plegaria del Maestro, en la que toda oración llega a su culmen. Muchas gracias.


Saludando a los peregrinos de lengua polaca Benedicto XVI les ha recordado que mañana se celebra la solemnidad de Corpus Christi. “Durante la Santa Misa de manera particular viviremos el misterio de la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo y lo recibiremos en la santa comunión. Durante las celebraciones y las procesiones adoraremos Su realeza, presencia sacramental entre nosotros. Que esta solemnidad inflame en nosotros el respeto y el amor por la Eucaristía, fuente inagotable de gracia. ¡Que Dios os bendiga!”

Como siempre el Santo Padre al final de la audiencia ha saludado a los jóvenes a los enfermos y a los recién casados. Que el ejemplo y la intercesión de San Luis Gonzaga, del que hemos celebrado su memoria, solicite en vosotros, queridos jóvenes, valorizar la virtud de la pureza evangélica; que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a afrontar el sufrimiento encontrando consuelo en Cristo crucificado; que os conduzca a vosotros, queridos recién casados, hacia un amor cada vez más profundo hacia Dios y entre vosotros.

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