Texto de las palabras del Papa en lengua española - (Audio) – Tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas!
Continuamos hoy con el tema de la
“escuela de oración”, meditando el salmo tercero, que forma parte del “libro de
la plegaria” por excelencia. Este salmo dirige a Dios una súplica de profunda
fe y confianza. En el peligro, en la amargura de la incomprensión o en la
ofensa, las palabras del Salmista abren nuestro corazón a la certeza
consoladora de la fe. Dios se hace siempre cercano. Aún en la dificultad o en
los problemas, Él escucha, responde y salva; ahora bien es necesario saber
reconocer y aceptar sus caminos, como hizo David, cuando escapó de forma
humillante de su hijo Absalom; o como el justo perseguido del que nos habla el
libro de la Sabiduría; o como aparece plenamente en el Gólgota, cuando el Hijo
de Dios es injuriado e insultado. La oración expresa la seguridad de una
presencia divina, en la que el Señor nos regala la fe, viene en ayuda de
nuestra debilidad y nos hace capaces de creer y de orar en la angustia, en la
noche oscura, en la duda o en los largos días del dolor, abandonándonos a Aquel
que es nuestro escudo y nuestra gloria.
Saludo cordialmente a los
peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de
San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al
Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta
Sinfónica Juvenil “Batuta”, de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes
de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países
Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una
absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.
Palabras en
Polaco
“Con la oración y con el
sufrimiento, él sostuvo su servicio papal, encomendando siempre su propia vida
a la Inmaculada. Que Ella implore para él la gloria celestial. A vuestras
oraciones encomiendo su alma y os bendigo de corazón, a vosotros aquí presentes
y a vuestros seres queridos”
Traducción
de María Fernanda Bernasconi - RV
La llave de la salvación
El
entrelazarse del grito humano y la respuesta divina, es la dialéctica de la
oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación, expresó el
Papa Benedicto en su Catequesis del miércoles 7 de setiembre de 2011. Con la
respuesta de Dios “el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior”
dijo el Sucesor de Pedro, agregando que “el miedo a la muerte es vencido por la presencia de
Aquel que no muere”.
Texto completo
de la Catequesis - tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas: hoy
reanudamos las audiencias en la Plaza de San Pedro y en la ‘escuela de
oración’, que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles,
quisiera empezar a meditar sobre algunos Salmos, que como decía el pasado mes
de junio, forman el ‘libro de oración’, por excelencia.
El primero, en que me detengo
hoy, es un Salmo de lamentación y súplica, impregnado de profunda confianza, en
el que la certeza de la presencia de Dios funda la oración, que brota de una
condición de extrema dificultad en que se encuentra el orante. Se trata del
Salmo 3, que la tradición hebraica atribuye a David, en el momento en que huye
de su hijo Absalón (cfr v 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos
en la vida del rey, cuando su hijo usurpa el trono real y lo obliga a dejar
Jerusalén, para salvar su vida (cfr 2 Sam 15 ss). La situación de peligro y de
angustia experimentada por David es pues el telón de fondo de esta oración y
ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que un Salmo
como éste se puede rezar. En el grito del Salmista, cada hombre puede reconocer
esos sentimientos de dolor, de amargura y, al mismo tiempo, de confianza en
Dios, que, según la narración bíblica, habían acompañado la fuga de David de su
ciudad.
El Salmo comienza con una
invocación al Señor:
«Señor, ¡cuántos son mis
enemigos, cuántos se levantan contra mí! ¡Cuántos dicen de mí: ‘Ya no lo
protege Dios!’» ( 2-3).
La descripción que el orante hace
de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Reitera tres
veces la idea de multitud – numerosos, muchos, tantos – que en el texto
original se dice con la misma raíz hebraica, subrayando así, una vez más, la
enormidad del peligro, de forma repetitiva, casi como un martilleo. Esta
insistencia sobre el número y amplitud de los enemigos sirve para expresar la
percepción, de parte del Salmista, de la absoluta desproporción que existe
entre él y sus persecutores, una desproporción que justifica y funda la urgencia
de su solicitud de socorro: los enemigos son tantos, prevalecen, mientras el
orante está solo e inerme, en poder de sus agresores. Y, sin embargo, la
primera palabra que el Salmista pronuncia es ‘Señor’. Su grito comienza
invocando a Dios. Una multitud incumbe y se levanta contra él, generando un
temor que agiganta la amenaza, haciéndola parecer aún más grande y aterradora.
Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme su
relación con el Dios de la vida y, en primer lugar, se dirige a Él, buscando
ayuda. Pero sus enemigos intentan incluso romper esta relación con Dios y
doblegar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir,
afirman que ni siquiera Dios puede salvarlo. La agresión no es sólo física,
sino que alcanza la dimensión espiritual – el Señor no puede salvarlo, dicen –
el núcleo central del alma del Salmista es agredido. Es la extrema tentación a
la que el creyente es sometido: la tentación de perder la fe y la confianza en
la cercanía de Dios.
El justo supera la última prueba,
permanece firme en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios y,
propiamente así, encuentra la vida y la verdad. Y me parece que así el Salmo
nos toca de forma muy personal, en tantos problemas. Estamos tentados de pensar
que quizá tampoco Dios me puede salvar, no me conoce y tal vez no tiene la
posibilidad. La tentación contra la fe es la última agresión del enemigo y a
ello debemos resistir, de este modo encontramos a Dios y encontramos la vida.
El orante de nuestro Salmo está llamado pues a responder con la fe a los
ataques de los impíos: los enemigos niegan que Dios pueda ayudarlo, sin
embargo, él lo invoca, lo llama por su nombre, ‘Señor’, y luego se dirige a Él
con un ‘Tú’ enfático, que expresa una relación firme y sólida, que encierra en
sí la certeza de la respuesta divina:
«Pero Tú, Señor, eres mi escudo y
mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me
escucha desde su santo Monte» (4-5).
Ahora, la visión de los enemigos
desaparece, ellos no han vencido, porque él que cree en Dios, está seguro que
Dios es su amigo: queda sólo el ‘Tú’ de Dios, a los ‘muchos’ se contrapone
ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El
Señor es ayuda, defensa, salvación; protege como escudo a aquel que se
encomienda a Él y hace que levante su cabeza, en gesto de triunfo y de
victoria.
El hombre ya no está solo, los
enemigos no son imbatibles como podía parecer, porque el Señor escucha el grito
del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su santo Monte.
El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide
ayuda y Dios responde. Este entrelazarse entre grito humano y respuesta divina
es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la
salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y se apela a la fidelidad del
otro; gritar quiere decir poner un gesto de fe en la cercanía y en
disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una
presencia divina ya experimentada y creída, que en la respuesta salvífica de
Dios se manifiesta en plenitud. Es importante que en la oración se encuentre la
certeza de la presencia de Dios. Así, el Salmista, que se siente asediado por
la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve
con una protección invulnerable. El que piensa que ya está perdido puede
levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y burlado
está en la gloria, porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la
oración dona al Salmista una seguridad total; termina también el miedo, y el
grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me
acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No
temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v.v.
6-7).
El orante, incluso en medio del
peligro de la batalla, puede dormirse tranquilo, en una total actitud de
abandono confiado. En torno a él, los adversarios acampan, lo asedian, son
muchos, se erigen contra él, se burlan e intentan hacerlo caer, pero él en
cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios.
Y cuando se despierta, encuentra a Dios aún a su lado, como guardián que no
duerme (cfr Sal 121, 3-4), que lo sostiene, le da la mano, no lo abandona
jamás. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere.
Y precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la
soledad y de la espera angustiada, ahora se transforma: aquello que evoca la
muerte se convierte en presencia de lo Eterno.
A la vista del asalto enemigo,
maciso, imponente, se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su
invencible potencia. Y es a Él que de nuevo el Salmista, después de sus
expresiones de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios
mío!” (V. 8ª) Los agresores “se levantan” (Cfr. V.2) contra su víctima, quien
en cambio, “se alzará” es el Señor, y será para abatirlos. Dios lo salvará,
respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la
liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer.
Después de la petición dirigida al Señor de alzarse para salvar, el orante
describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión,
son símbolo de todo aquello que se opone al Señor y a su plan de salvación,
vienen derrotados. Golpeados en la boca, no podrán ya agredir con su
destructiva violencia y ya no podrán insinuar el mal de la duda en la presencia
y en la acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo viene definitivamente
desmentido y reducido al silencio con la intervención salvífica del Señor (cfr
v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con la frase de las
connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, el Dios
de la vida: ¡En ti, Señor, está la salvación, y tu bendición sobre tu pueblo
(v.9).
Queridos hermanos y hermanas el
Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación.
Rezando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista,
figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su cumplimiento. En el
dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las
palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe.
Dios está siempre cercano -incluso en las dificultades, en los problemas, en la
oscuridad de la vida- escucha, responde, salva, a su modo. Pero es necesario
saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David en su fuga
humillante del hijo Absalom, como el justo perseguido en el Libro de la
Sabiduría y, por último y cumplidamente, como el Señor Jesús, en el Gólgota. Y
cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere,
precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera
gloria y la definitiva realización de la salvación.
Que el Señor nos de fe, venga en
ayuda de nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar ante la
angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor,
abandonándonos con confianza a Él, nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. ¡Gracias!
Traducción
del italiano Cecilia de Malak y Eduardo Rubió - RV
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