"La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz, prescindiendo de Dios y de su revelación, termina siendo un dar a los hombres piedras en lugar de pan."
Queridos hermanos y hermanas
Seis años atrás, el primer viaje
apostólico de mí pontificado me condujo a Bari, para el 24° Congreso
Eucarístico Nacional. Hoy he venido a concluir solemnemente el 25°, aquí en
Ancona. Agradezco al Señor por estos intensos momentos eclesiales que refuerzan
nuestro amor a la Eucaristía y ¡nos ven unidos entorno a la Eucaristía! Bari y
Ancona, dos ciudades junto al mar Adriático; dos ciudades ricas de historia y
de vida cristiana; dos ciudades abiertas al Oriente, a su cultura y a su
espiritualidad; dos ciudades que los temas de los Congresos Eucarísticos han
contribuido a acercar: en Bari hemos hecho memoria de cómo “sin el Domingo no
podemos vivir”; hoy nuestro reencontrarnos es bajo el lema: “Eucaristía para la
vida cotidiana”.
Antes de ofrecerles cualquier
pensamiento, quisiera agradecerles esta coral participación: en ustedes abrazo
espiritualmente a toda la Iglesia en Italia. Dirijo un saludo agradecido al
Presidente de la Conferencia Episcopal, el Cardenal Angelo Bagnasco, por las
cordiales palabras que me dirigió también en nombre de todos Uds.; a mi
Delegado para este Congreso, Cardenal Giovanni Battista Re; al Arzobispo de
Ancona-Osimo, Mons. Edoardo Menichelli, a los Obispos de la Metropolía, de las
Marcas y a todos aquellos venidos de numerosa partes del País. Junto con ellos,
saludo a los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y las consagradas, y a
los fieles laicos, entre los cuales veo muchas familias y jóvenes. Mi gratitud
se dirige también a las Autoridades civiles y militares y a cuantos, de
diversos modos han contribuido al buen éxito de este evento.
“¡Esta palabra es dura! ¿Quién
puede escucharla?” (Jn. 6,60). Frente al discurso de Jesús sobre el pan de
vida, en la Sinagoga de Cafarnaun, la reacción de los discípulos, muchos de los
cuales abandonaron a Jesús, no esta muy alejada de nuestras resistencias frente
al don total que Él hizo de si mismo. Porque recibir verdaderamente este don
quiere decir perderse a sí mismos, dejarse involucrar y transformar, hasta
llegar a vivir de Él, como nos ha recordado el apóstol Pablo en la segunda
lectura: “Si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor.
Sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor” (Rm. 14,8).
“¡Esta palabra es dura!”; es dura
porque muy seguido confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la
convicción de poder hacer por nosotros mismos, sin Dios, visto como un límite a
la libertad. Es ésta una ilusión que no tarda en volverse desilusión, generando
inquietud y miedo y llevando, paradojalmente, a añorar las cadenas del pasado:
“Ojala hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto…” decían los hebreos en el
desierto (Es 16,3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a
Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de
la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de
servir al verdadero bien de los hermanos.
“¡Esta palabra es dura!”; es dura
porque el hombre cae muchas veces en la ilusión de poder transformar las
piedras en pan”. Después de haber puesto aparte a Dios, o haberlo tolerado como
una elección privada que no debe interferir en la vida publica, ciertas
ideologías han apuntado a organizar la ciudad con la fuerza del poder y de la
economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de
asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz, prescindiendo de Dios y
de su revelación, termina siendo un dar a los hombres piedras en lugar de pan.
El pan, queridos hermanos y hermanas, es “fruto del trabajo del hombre”, y en
esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y a
nuestro ingenio; pero el pan es también, y primero aún, “fruto de la tierra”,
que recibe de lo alto el sol y la lluvia: es don para pedir, que nos quita toda
soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: “Padre (…), danos
hoy nuestro pan de cada día” (Mt. 6,11).
El hombre es incapaz de darse a
sí mismo la vida, el se comprende solo a partir de Dios: es la relación con Él
la que le da consistencia a nuestra humanidad y hace buena y justa nuestra
vida. En el Padre nuestro pedimos que sea santificado Su nombre, que venga Su
reino, que se cumpla Su voluntad. Es sobre todo el primado de Dios que debemos
recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado el que nos
permite reencontrar la verdad de lo que somos, y es en el conocer y el seguir
la volutad de Dios que encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio
a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la
fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí
Dios se hace así cercano de modo que es nuestro alimento, aquí Él se hace
fuerza en el camino a menudo difícil, que se hace presencia amiga que
transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés era considerada como “pan del
cielo”, gracias a la cual Israel se convierte en el pueblo de Dios, pero en
Jesús la palabra última y definitiva de Dios se hace carne, nos viene al
encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero mana, es el pan de
la vida (cfr Gv 6,32-35) y cumplir la obra de Dios es creer en Él (cfr Gv
6,28-29). En la Última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se
inscribe en la gran bendición pascual de Dios, gesto que Él como Hijo vive como
acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo
comparte, pero con una profundidad nueva, porque Él se dona a sí mismo. Toma el
cáliz y lo comparte para que todos puedan beber, pero con este gesto Él dona la
“nueva alianza en su sangre”, se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de
amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la Cruz.
La vida le será quitada en la Cruz, pero ya ahora Él la ofrece por sí mismo.
Así la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, es transformada
por Él en un libre acto de amor, de auto-donación, que atraviesa
victoriosamente la misma muerte y ratifica la bondad de la creación que salió
de las manos de Dios, humillada por el pecado y finalmente redimida. Este inmenso
don es accesible para nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona
a nosotros, para abrir nuestra existencia a Él, para involucrarla en el
misterio de amor de la Cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del que
provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en la
espera de la cual vivimos.
Pero ¿qué cosa comporta para
nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía para reafirmar el primado
de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro
individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos
conforma a Él; nos une íntimamente a los hermanos en este misterio de comunión
que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cfr 1 Cor
10,17), realizando la oración de la comunidad cristiana desde los orígenes
referida en el libro de la Didajé: “Como este pan partido estaba esparcido en
las colinas y recogido llega a ser una cosa sola, así tu Iglesia, desde los
confines de la tierra viene reunida en tu Reino” (IX, 4). La Eucaristía
sostiene y transforma la entera vida cotidiana. Come recordaba en mi primera
Encíclica, “En la comunión eucarística está contenido el ser amados y el amar a
su vez a los otros”, por esto “una Eucaristía que no se traduzca en amor
concretamente practicado es en sí misma fragmentada” (Deus caritas est, 14).
La bi milenaria historia de la
Iglesia está iluminada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente
de cómo propiamente de la comunión con el Señor, de la Eucaristía nace una
nueva e intensa asunción de responsabilidad a todos los niveles de la vida
comunitaria, nace entonces un desarrollo social positivo, que cuyo centro es la
persona, especialmente aquella pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo
es el camino para no permanecer extraños o indiferentes a la suerte de los
hermanos, para entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio
de la Cruz; quien sabe arrodillarse delante de la Eucaristía, quien recibe el
cuerpo del Señor no puede no estar atento, en la trama ordinaria de los días, a
las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona sobre
el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua
con el sediento, vestir al que esta desnudo, visitar al enfermo y al
encarcelado (cfr Mt 25,34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no
ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una
espiritualidad eucarística, ahora, es verdadero antídoto al individualismo y al
egoísmo que tantas veces caracterizan la vida cotidiana, lleva al
redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir
de la familia, con particular atención a aliviar las heridas de aquellas
disgregadas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad
eclesial que supera las divisiones y contraposiciones y valoriza la diversidad
de los carismas y ministerios, poniéndolos al servicio de la unidad de la
Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es camino
para restituir dignidad a los días del hombre y, por tanto, a su trabajo, en la
búsqueda de su conciliación con los tiempos de fiesta y de la familia, en el
empeño de superar la incertidumbre de la precariedad del trabajo y el problema
de la desocupación. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a
acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, concientes de que ella
no ofusca el valor de la persona, pero requiere proximidad, acogida y ayuda.
Del Pan de la vida tomará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a
testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del
patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar la ciudad de
los hombres con disponibilidad para gastarse en el horizonte del bien común por
la construcción de una sociedad más justa y fraterna.
Queridos amigos, regresemos de
esta tierra marquigiana con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis
entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestro cotidiano. No hay
nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada
para ser vivido en plenitud: la vida cotidiana llegue a ser entonces lugar de
culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, al
interno de la relación con Cristo y como ofrenda al Padre (cfr Esort. ap.
postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, “no de solo pan vivirá el hombre, sino
de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4): nosotros vivimos de la
obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta el punto de entregarse, como
Pedro, con la inteligencia del amor: “Señor, ¿a quien iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo
de Dios” (Gv 6,68-69).
Como la Virgen María, seamos
también nosotros “regazo” disponible para ofrecer a Jesús al hombre de nuestro
tiempo, despertando el deseo profundo de esta salvación que viene solamente de
Él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia de Italia!
Traducción
del italiano, jesuita Guillermo Ortiz – RV
RV- ÁNGELUS
Texto completo de las palabras del Papa –
tomado de RADIO VATICANO
Astillero
de Ancona
(Domingo,
11 de septiembre 2011)
Queridos hermanos y hermanas,
Antes de concluir esta solemne
Celebración eucarística, la oración del Ángelus nos invita a reflejarnos en
María Santísima, para contemplar el abismo de amor del que proviene el
Sacramento de la Eucaristía. Gracias al “Fiat” de la Virgen, el Verbo se ha
hecho carne y habitó entre nosotros. Meditando el misterio de la Encarnación,
nos dirigimos todos, con la mente y el corazón, hacia el Santuario de la Santa
Casa de Loreto, del cual nos separan sólo pocos kilómetros. La tierra de ‘Las
Marcas’ está toda iluminada por la presencia espiritual de María en su
histórico Santuario, que hace aún ¡más bellas y más dulces estas colinas! A
Ella confío en este momento la ciudad de Ancona, la Diócesis, Las Marcas y toda
Italia, para que en el pueblo italiano esté siempre viva la fe en el Misterio
eucarístico que -en cada ciudad y en cada pueblo, de los Alpes a Sicilia- hace
presente a Cristo Resucitado, fuente de esperanza y de consuelo para la vida
cotidiana, especialmente en los momentos difíciles.
Hoy nuestro pensamiento se dirige
también al 11 de septiembre de hace diez años. Al recordar al Señor de la Vida,
las víctimas de los atentados perpetrados aquel día y a sus familiares, invito
a los responsables de las Naciones y a los hombres de buena voluntad , a
resistir a la tentación del odio y a obrar en la sociedad, inspirándose en los
principios de la solidaridad, de la justicia y de la paz .
Por intercesión de María
Santísima, ruego, por último, al Señor para que recompense a todos aquellos que
han trabajado en la preparación y la organización de este Congreso Eucarístico
Nacional, y a ellos dirijo de corazón ¡mi más vivo agradecimiento!
Traducción
del italiano, Raúl Cabrera
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