Texto
completo de la homilía del santo padre Benedicto XVI en Friburgo – tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas
Me emociona celebrar aquí, una
vez más, la Eucaristía, la Acción de Gracias, con tanta gente llegada de
distintas partes de Alemania y de los países limítrofes. Dirijamos nuestro
agradecimiento sobre todo a Dios, en el cual vivimos y nos movemos. También a
todos vosotros por vuestra oración por el Sucesor de Pedro, para que siga
ejerciendo su ministerio con alegría y esperanza confiada, confirmando a los
hermanos en la fe.
“Oh Dios, que manifiestas especialmente
tu poder con el perdón y la misericordia…”, hemos dicho en la oración colecta.
En la primera lectura, hemos escuchado cómo Dios ha manifestado en la historia
de Israel el poder de su misericordia. La experiencia del exilio en Babilonia
había hecho caer al pueblo en una crisis de fe: ¿Por qué sobrevino esta
calamidad? ¿Acaso Dios no era verdaderamente poderoso?
Ante todas las cosas terribles
que suceden hoy en el mundo, hay teólogos que dicen que Dios no puede ser
omnipotente. Frente a esto, profesamos nuestra fe en Dios Todopoderoso, Creador
del cielo y de la tierra. Nos alegramos y agradecemos que Él sea todopoderoso.
Pero, al mismo tiempo, debemos darnos cuenta de que Él ejerce su poder de
manera distinta a como suelen hacer los hombres. Él mismo ha puesto un límite a
su poder al reconocer la libertad de sus criaturas. Estamos alegres y
agradecidos por el don de la libertad. Sin embargo, cuando vemos las cosas
tremendas que suceden por su causa, nos asustamos. Confiemos en Dios, cuyo
poder se manifiesta sobre todo en la misericordia y el perdón. Queridos
hermanos, no dudemos de que Dios desea la salvación de su pueblo. Desea nuestra
salvación. Siempre, y sobre todo en los tiempos de peligro y de cambio radical,
Él nos acompaña, su corazón se conmueve por nosotros, se inclina sobre
nosotros. Para que el poder de su misericordia pueda alcanzar nuestros
corazones, es necesario que nos abramos a Él, que estemos dispuestos a
abandonar el mal, a superar la indiferencia y a dar cabida a su Palabra. Dios respeta
nuestra libertad. No nos coacciona. Él espera y limosnea nuestro sí.
Jesús retoma en el Evangelio este
tema fundamental de la predicación profética. Narra la parábola de los dos
hijos enviados por el padre a trabajar en la viña. El primer hijo responde:
“«No quiero». Pero después se arrepintió y fue” (Mt 21, 29). El otro, sin
embargo, dijo al padre: “«Voy, señor». Pero no fue” (Mt 21, 30). A la pregunta
de Jesús, sobre quién de los dos ha hecho la voluntad del padre, los que le
escuchaban responden: “El primero” (Mt 21, 31). El mensaje de la parábola es
claro: no cuentan las palabras, sino las obras, los hechos de conversión y de
fe. Jesús dirige este mensaje a los sumos sacerdotes y a los ancianos del
pueblo, es decir, a los que entienden de religión en el pueblo de Israel. En un
primer momento, ellos dicen “sí” a la voluntad de Dios, pero su religiosidad
acaba siendo una rutina, y Dios ya no les inquieta. Por esto perciben el
mensaje de Juan el Bautista y de Jesús como una molestia. Así, el Señor concluye
su parábola con palabras drásticas: “Los publicanos y las prostitutas van por
delante de vosotros en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros
enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los
publicanos y las prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros
no os arrepentisteis ni le creísteis” (Mt 21, 31-32). Traducida al lenguaje de
nuestro tiempo, la afirmación podría sonar más o menos así: los agnósticos que
no encuentran paz por la cuestión de Dios; las personas que sufren a causa de
nuestros pecados y tienen deseo de un corazón puro, están más cercanos al Reino
de Dios que los fieles rutinarios, que ya solamente ven en la Iglesia el boato,
sin que su corazón quede tocado por la fe.
De este modo, la palabra de Jesús
nos debe hacer reflexionar, es más, nos debe impactar a todos. Sin embargo,
esto no significa en modo alguno que todos los que viven en la Iglesia y
trabajan en ella deban ser considerados alejados de Jesús y del Reino de Dios.
No, absolutamente no. En este momento, más bien debemos dirigir una palabra de
profundo agradecimiento a tantos colaboradores, empleados y voluntarios, sin
los cuales sería impensable la vida en las parroquias y en toda la Iglesia. La
Iglesia en Alemania tiene muchas instituciones sociales y caritativas, en las
cuales el amor por el prójimo se lleva a cabo de una forma socialmente eficaz y
que llega a los confines de la tierra. Quisiera expresar mi gratitud y aprecio
a todos aquellos que colaboran en Caritas alemana o en otras organizaciones, o
que generosamente ponen a disposición su tiempo y sus fuerzas para las tareas
de voluntariado en la Iglesia. Este servicio requiere, ante todo, una
competencia objetiva y profesional. Pero en el espíritu de la enseñanza de
Jesús se necesita algo más: un corazón abierto, que se deja conmover por el
amor de Cristo, y así presta al prójimo que nos necesita más que un servicio
técnico: amor, con el que se muestra al otro el Dios que ama, Cristo. Entonces
preguntémonos: ¿Cómo es mi relación personal con Dios, en la oración, en la
participación a la Misa dominical, en la profundización de la fe mediante la
meditación de la Sagrada Escritura y el estudio del Catecismo de la Iglesia
Católica? Queridos amigos, en último término, la renovación de la Iglesia puede
llevarse a cabo solamente mediante la disponibilidad a la conversión y una fe
renovada.
En el Evangelio de este domingo
se habla de dos hijos, tras los cuales, está de modo misterioso un tercero. El
primer hijo dice no, pero hace lo que se le ordena. El segundo dice sí, pero no
cumple la voluntad del padre. El tercero dice “sí” y hace lo que se le ordena.
Este tercer hijo es el Hijo unigénito de Dios, Jesucristo, que nos ha reunido a
todos aquí. Jesús, entrando en el mundo, dijo: “He aquí que vengo… para hacer,
¡oh Dios!, tu voluntad” (Hb 10, 7). Este “sí”, no solamente lo pronunció, sino
que también lo cumplió. En el himno cristológico de la segunda lectura se dice:
“El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;
al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho
semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se
humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp
2, 6-8). En la humildad y la obediencia, Jesús ha cumplido la voluntad del
Padre, ha muerto en la cruz por sus hermanos y hermanas y nos ha redimido de
nuestra soberbia y obstinación. Démosle gracias por su sacrificio, doblemos
nuestra rodilla ante su Nombre y proclamemos junto con los discípulos de la
primera generación: “Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre” (Flp 2,
10).
La vida cristiana debe medirse
continuamente con Cristo: “Tened entre vosotros los sentimientos propios de
Cristo Jesús” (Flp 2, 5), escribe san Pablo en la introducción al himno
cristológico. Algunos versículos antes, había exhortado: “Si queréis darme el
consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y
tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y
concordes con un mismo amor y un mismo sentir” (Flp 2, 1-2). Como Cristo estaba
totalmente unido al Padre y le obedecía, así sus discípulos deben obedecer a
Dios y tener entre ellos un mismo sentir. Queridos amigos, con Pablo me atrevo
a exhortaros: Dadme esta gran alegría estando firmemente unidos a Cristo. La
Iglesia en Alemania superará los grandes desafíos del presente y del futuro y
seguirá siendo fermento en la sociedad, si los sacerdotes, las personas
consagradas y los laicos que creen en Cristo, fieles a su vocación especifica,
colaboran juntos; si las parroquias, las comunidades y los movimientos se
sostienen y se enriquecen mutuamente; si los bautizados y confirmados, en
comunión con su obispo, tienen alta la antorcha de una fe inalterada y dejan
que ella ilumine sus ricos conocimientos y capacidades. La Iglesia en Alemania
seguirá siendo una bendición para la comunidad católica mundial, si permanece
fielmente unida a los sucesores de San Pedro y de los Apóstoles, si de diversos
modos cuida la colaboración con los países de misión y se deja también
“contagiar” en esto por la alegría en la fe de las iglesias jóvenes.
Pablo une la llamada a la
humildad con la exhortación a la unidad: “No obréis por rivalidad ni por
ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No
os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás”
(Flp 2, 3-4). La vida cristiana es una pro-existencia: un ser para el otro, un
compromiso humilde para con el prójimo y con el bien común. Queridos fieles, la
humildad es una virtud que hoy no goza de gran estima, pero los discípulos del
Señor saben que esta virtud es, por decirlo así, el aceite que hace fecundos
los procesos de diálogo, fácil la colaboración y cordial la unidad. Humilitas,
la palabra latina para “humildad”, está relacionada con humus, es decir con la
adherencia a la tierra, a la realidad. Las personas humildes tienen los pies en
la tierra. Pero, sobre todo, escuchan a Cristo, la Palabra de Dios, que renueva
sin cesar a la Iglesia y a cada uno de sus miembros.
Pidamos a Dios el ánimo y la
humildad de avanzar por el camino de la fe, de alcanzar la riqueza de su
misericordia y de tener la mirada fija en Cristo, la Palabra que hace nuevas
todas las cosas, que para nosotros es “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6), que
es nuestro futuro. Amén.
Texto completo de las palabras del Angelus – tomado deRADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas,
Después de esta Santa Misa vamos
a rezar el Ángelus. Esta plegaria nos recuerda siempre el comienzo histórico de
nuestra salvación. El arcángel Gabriel presenta a la Virgen María el plan de la
salvación de Dios, según el cual Ella se convertiría en la Madre del Redentor.
María se turbó ante estas palabras, pero el Ángel la consoló diciendo: “No
temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios”. De esta forma, María
pronuncia el gran “sí”. Este “sí” para ser sierva del Señor es la afirmación
confiada al designio de Dios y a nuestra salvación. Y, finalmente, María nos
dice este “sí” a nosotros, que bajo la cruz fuimos confiados como hijos suyos
(cf. Jn 19, 27). Nunca pone en duda esta promesa. Por eso se le llama feliz,
más aún, bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que le había
dicho el Señor (cf. Lc 1, 45). Recitando ahora el Ángelus, podemos unirnos al “sí”
de María y adherirnos con confianza a la belleza del plan de Dios y de la
providencia que Él, en su gracia, nos ha reservado. Entonces, el amor de Dios
se hará casi carne también en nuestra vida, tomará cada vez más forma. En medio
de todas nuestras preocupaciones, no debemos tener miedo. Dios es bueno. Al
mismo tiempo, podemos sentirnos sostenidos por la compañía de tantos fieles de
todo el mundo que ahora rezan el Ángelus con nosotros, a través de la
televisión y la radio.
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