texto completo tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro camino con el Evangelio de Marcos, el domingo
pasado entramos en la segunda parte, es decir el último viaje hacia Jerusalén y
hacia el culmen de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los
discípulos, profesó la fe en Él, reconociéndolo como el Mesías (cfr Mc 8,29).
Jesús inicia a hablar abiertamente de aquello que le
sucederá al final. El Evangelista reporta tres sucesivas predicciones de la
muerte y resurrección en los capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia en
modo siempre más claro el destino que le espera y su intrínseca necesidad. El
texto de este domingo contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El
Hijo del Hombre –expresión con la que se designa a sí mismo– será entregado en
manos de hombres, y lo matarán; pero después de muerto, resucitará al tercer
día» (Mc 9,31). Los discípulos «no entendían estas palabras, y tenían miedo de
preguntarle» (v. 32).
En efecto, leyendo esta parte de la narración de Marcos, es
evidente que entre Jesús y los discípulos hay una profunda distancia interior;
se encuentran, por así decir, sobre dos amplitudes de onda, de manera que los
discursos del Maestro no son comprendidos, o lo son solamente de modo
superficial. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe
en Jesús, se permite reprenderlo porque ha anunciado que tendrá que ser
rechazado y asesinado. Después del segundo anuncio de la pasión, los discípulos
discuten sobre quién entre ellos es el más grande (cfr Mc 9,34); y después el
tercero, Santiago y Juan piden a Jesús poder sentarse a su derecha y a su
izquierda, cuando esté en la gloria (cfr Mc 10,35-40). Pero hay otros signos
diferentes sobre esta distancia: por ejemplo, los discípulos no pueden aliviar
a un joven epiléptico, que luego Jesús alivia con la fuerza de la oración (cfr
Mc 9,14-29); o cuando son presentados a Jesús algunos niños, los discípulos los
reprenden y Jesús en cambio indignado, los hace permanecer con Él y afirma que
solo quien es como ellos puede entrar en el Reino de Dios (cfr Mc 10,13-16).
¿Qué cosa nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de
Dios es siempre «otra » respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca
del profeta Isaías «Mis pensamientos no son sus pensamientos, ni sus caminos
son mis caminos» (Is 55,8). Por esto, seguir al Señor requiere siempre del
hombre una profunda conversión, un cambio en el modo de pensar y de vivir,
requiere de abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar
interiormente. Un punto-clave en el cual Dios y el hombre se diferencian es en
el orgullo: en Dios no existe orgullo, porque Él es total plenitud y tendiente
a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está
íntimamente radicado y requiere de una constante vigilancia y purificación.
Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a aparecer como grandes, a ser los
primeros, mientras Dios no teme de abajarse y hacerse el último. La Virgen
María está perfectamente «sintonizada» con Dios: invoquémosla confiados, para
que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la
humildad.
(Traducción de Patricia l. Jáuregui Romero – Radio
Vaticano).
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