texto completo tomado de RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas,
El miércoles pasado mostré como San Pablo dice que el Espíritu Santo, el gran maestro de la oración, nos enseña a dirigirnos a Dios con palabras de hijos afectuosos, llamándolo "¡Abbá, Padre." Así hizo Jesús, incluso en el momento más dramático de su vida terrena, Él nunca perdió la fe en el Padre y siempre lo invocó con la intimidad del Hijo amado. En Getsemaní, cuando siente la angustia de la muerte, su oración es: "¡Abbá! ¡Padre!.Todo es posible para ti: aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 14:36).
Desde los primeros pasos de su camino, la Iglesia ha aceptado esta invocación y la ha hecho suya, sobre todo en la oración del Padre Nuestro, donde todos los días decimos: "Padre ... Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6:9-10). En las Cartas de San Pablo la encontramos en dos ocasiones. El Apóstol, como acabamos de escuchar, se dirige a los Gálatas con estas palabras: "Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo» ¡Abbá!, es decir, ¡Padre!” (Gal 4,6). Y en medio de aquel canto al Espíritu Santo que es el octavo capítulo de la Carta a los Romanos, San Pablo reitera: "Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, a través del cual nos hace exclamar "¡Abbá! Padre! "(Romanos 8:15).
El cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama. Estas dos densas afirmaciones nos hablan del envío y de la acogida del Espíritu Santo, el don del Resucitado, que nos hace hijos en Cristo, el Hijo Unigénito, y nos pone en una relación filial con Dios, relación de profunda confianza, como la de los niños; una relación filial similar a la de Jesús, aunque si el origen es distinto y diferente es también la importancia: Jesús es el Hijo eterno de Dios que se hizo carne, nosotros en cambio nos convertimos hijos en Él, en el tiempo, mediante la fe y los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, gracias a estos dos sacramentos estamos inmersos en el misterio pascual de Cristo. El Espíritu Santo es el don precioso y necesario que nos hace hijos de Dios, que realiza aquella adopción filial a la que están llamados todos los seres humanos, como precisa la bendición divina de la Carta a los Efesios, Dios, en Cristo, “nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor. El nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo "(Ef 1,4).
Tal vez el hombre moderno no percibe la belleza, la grandeza y el gran consuelo que contiene la palabra "padre" con la que podemos dirigirnos a Dios en oración, porque la figura paterna a menudo hoy en día no suele estar suficientemente presente y a menudo no es lo suficientemente positiva en la vida cotidiana. La ausencia del padre, el problema de un padre que no está presente en la vida del niño es un gran problema de nuestro tiempo, por lo que se hace difícil de comprender en profundidad lo que significa que Dios es padre para nosotros. Del mismo Jesús, de su relación filial con Dios, podemos aprender qué significa padre exactamente, sea cual sea la verdadera naturaleza del Padre que está en los cielos. Críticos de las (???) han dicho que hablar sobre el padre de Dios sería una proyección de nuestros padres en el cielo, pero es lo contrario en el Evangelio de Cristo, es cierto. Se nos muestra quien es el padre y cómo es un verdadero padre, por lo que podemos adivinar la verdadera paternidad y también aprender la verdadera paternidad. Pensemos en la palabra de Jesús en el Sermón de la Montaña, donde dice:
“Amen a sus enemigos, rueguen por sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo”(Mt. 5:44-45). Es el amor de Jesús, el Hijo unigénito - que viene con el don de sí mismo en la cruz - quien nos revela la verdadera naturaleza del Padre: Él es Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito del amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, el egoísmo típicos del hombre viejo.
Podríamos decir que en Dios el ser Padre asume dos dimensiones. En primer lugar, Dios es nuestro Padre, porque Él es nuestro Creador. Cada uno de nosotros, cada hombre y cada mujer es un milagro de Dios, es querido por Él, y es conocido personalmente por Él. Cuando en el libro del Génesis se dice que el ser humano es creado a imagen de Dios (cf. 1,27), se quiere expresar precisamente esta realidad: Dios es nuestro Padre, por medio de Él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Una palabra en los Salmos siempre me conmueve cuando la rezo: "Tus manos me formaron", dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir en esta bella imagen la relación personal con Dios. Tus manos me formaron. Tú me has pensado, creado y querido.
Pero eso no es suficiente. El Espíritu de Cristo nos abre a una segunda dimensión de la paternidad de Dios, más allá de la creación, porque Jesús es el "Hijo" en el sentido más amplio, "de la misma substancia del Padre", como profesamos en el Credo. Convirtiéndose en un ser humano como nosotros, con la Encarnación, Muerte y Resurrección, Jesús, a su vez, nos recibe en su humanidad y su propio ser Hijo, para poder entrar también nosotros en su específica y especial pertenencia a Dios.
Ciertamente, nuestro ser hijos de Dios no tiene la plenitud de Jesús: nosotros tenemos que volvernos hijos de Dios cada vez más, a los largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con Él, para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene nuestra vida. Ésta es la realidad fundamental que se nos abre cuando nosotros nos abrimos al Espíritu Santo y Él hace que nos dirijamos a Dios diciéndole «Abbá!», Padre. Verdaderamente entramos más allá de la creación, en la adopción con Jesús quedamos realmente unidos en Dios, como hijos en un modo nuevo y en una dimensión nueva.
Quisiera volver ahora a los dos trozos de san Pablo, que estamos considerando, sobre esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración; son dos pasajes que se corresponden, pero contienen un matiz distinto. En la Carta a los Gálatas, en efecto, el Apóstol afirma que el Espíritu clama en nosotros «¡Abbá! ¡Padre!», el Espíritu en la Carta a los Romanos dice que somos nosotros los que clamamos «¡Abbá! ¡Padre!».
San Pablo quiere hacernos comprender que la oración cristiana no se realiza nunca en sentido único, de nosotros a Dios, no es sólo una acción nuestra, sino que es expresión de una relación recíproca, en la que Dios actúa primero: es el Espíritu Santo que clama en nosotros, y nosotros podemos clamar porque el impulso proviene del Espíritu Santo. Nosotros no podríamos rezar si no estuviera inscrito en lo profundo de nuestro corazón el anhelo de Dios, el ser hijos de Dios. Desde cuando existe el homo sapiens, está siempre en la búsqueda de Dios, intenta hablar con Dios porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestros corazones, por lo que la primera iniciativa es de Dios y con el bautismo Dios vuelve a actuar de nuevo en nosotros y Espíritu Santo actúa en nosotros como primer iniciador de la oración, para que podamos luego hablar realmente con Dios y decirle Abbà a Dios. Por lo tanto su presencia abre nuestra oración y nuestra vida se abra a los horizontes de la Trinidad y de la Iglesia.
Además, comprendemos que la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en Él no es sólo un acto individual, sino de la Iglesia entera. Cuando rezamos se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino con todos los hijos de Dios, que somos una cosa sola.
Cuando nos dirigimos al Padre nuestro en nuestra celda interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. El que habla con Dios nunca está solo. Estamos en la gran oración de la Iglesia, formamos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida en cada parte de la tierra y en todo tiempo eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos – y éste es un elemento de riqueza -, pero la melodía de alabanza es única y armoniosa. Por lo que cada vez que clamamos y decimos «¡Abbá! ¡Padre!» es la Iglesia - toda la comunión de los hombres en oración - la que sostiene nuestra invocación y nuestra invocación es la invocación de la Iglesia.
Ello se refleja también en la riqueza de los carismas, de los ministerios, de las tareas que desarrollamos en la comunidad. San Pablo escribe a los cristianos de Corinto: «Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos» (1Cor 12,4-6). La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace clamar «¡Abbá! ¡Padre!» con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en la que cada uno tiene un lugar y un rol importante, en profunda unidad con todo el conjunto.
Una nota más para terminar: nosotros aprendemos a clamar «¡Abbá!, ¡Padre!» también con María, la Madre del Hijo de Dios. El cumplimiento de la plenitud del tiempo, de la que habla San Pablo en la Carta a los Gálatas, sucede en el momento del «sí» de María, de su adhesión plena a la voluntad de Dios: «Heme aquí, soy la sierva del Señor» (Lc 1,38).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a saborear en nuestra oración la belleza de ser amigos, aún más hijos de Dios, de poderlo invocar con la familiaridad y la confianza que tiene un niño hacia sus padres que lo aman. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo, para que clame en nosotros «¡Abbá! ¡Padre!» y para que nuestra oración cambie, convierta constantemente nuestro pensar y nuestro actuar, para hacerlo cada vez más conforme al del Hijo Unigénito, Jesucristo. Gracias.
(Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia de Malak)
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