texto completo tomado de RADIO VATICANO
¡Queridos hermanos y hermanas!
Cuarenta días después de la Resurrección -según el Libro de
los Hechos de los Apóstoles- Jesús ascendió al Cielo, es decir regresó al
Padre, del cual había sido enviado al mundo. En muchos Países este misterio es
celebrado no el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor
marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de
haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo. Él, sin
embargo no se separó de nuestra condición; en efecto, en su humanidad, asumió
con Él a los hombres en la intimidad del Padre y así ha revelado la destinación
final de nuestro peregrinar terreno. Así como por nosotros descendió del Cielo,
y por nosotros ha sufrido y a muerto sobre la cruz, también por nosotros ha
resucitado y ha regresado a Dios, que por ello no está lejano.
San León Magno explica que con este misterio viene
proclamada no solo la inmortalidad del alma, sino también aquella de la carne.
Hoy, en efecto, no solo somos confirmados como poseedores del paraíso, sino que
también somos penetrados en Cristo en las alturas del cielo. Por esto los
discípulos, cuando vieron al Maestro elevarse de sobre la tierra y levantarse
hacia lo alto, no fueron invadidos por el desconsuelo,como se podría pensar,
sino que por el contrario, experimentaron un gran gozo y se sintieron
impulsados a predicar la victoria de Cristo sobre la muerte. Y el Señor
resucitado actuaba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo
escribe todavía san Pablo: «repartió dones a los hombres … Él comunicó a unos
el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio,
a otros pastores o maestros ... organizó en orden a la edificación del Cuerpo
de Cristo … hasta que todos lleguemos a la plenitud de Cristo» (Ef 4,8.11-13).
Querido amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra
humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que oramos, la tierra
se une al Cielo. Y como el incienso, quemando, hace subir hacia lo alto su
humo, así, cuando elevamos al Señor nuestra confiada oración en Cristo, ella
atraviesa los cielos y alcanza a Dios mismo y es escuchada por Él y es
respondida. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo,
leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay
mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más
gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la
salvación sino aun lo que Él ve que nos conviene y nos es bueno aunque no se lo
pidamos» (Libro III, cap. 44, 2).
Supliquemos a la Virgen María, para que nos ayude a
contemplar los bienes celestiales que el Señor nos promete, y para que seamos
testigos siempre más creíbles de su Resurrección y de la verdadera Vida.
Traducción: Patricia L. Jáuregui Romero
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