Queridos hermanos y hermanas,
en estas catequesis, estamos meditando sobre la oración en
las cartas de San Pablo y estamos tratando de ver como la oración cristiana es
un verdadero encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, por medio del
Espíritu Santo. Hoy en este encuentro entran en diálogo el “sí” fiel de a Dios
y el "amén" confiando de los creyentes. Quisiera hacer hincapié en
esta dinámica, deteniéndome en la Segunda Epístola a los Corintios. San Pablo
envía esta carta apasionada a una Iglesia que ha cuestionado reiteradamente su
apostolado, y él abre su corazón, para que los beneficiarios tengan confianza
de su lealtad a Cristo y al Evangelio. Esta Segunda Epístola a los Corintios
comienza con una de las oraciones de bendición más altas del Nuevo Testamento y
dice así: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las
misericordias y Dios de todo consuelo, que nos reconforta en todas nuestras
tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo
que recibimos de Dios”(2 Cor 1,3-4).
Así que Pablo vive en gran tribulación, son muchas las
dificultades y las aflicciones que Pablo tuvo que pasar, pero sin ceder al
desaliento, sostenido por la gracia y por la cercanía del Señor Jesucristo, por
el cual se convirtió en apóstol y testigo, entregando en sus manos toda su
propia existencia. Es por ello que Pablo comienza esta carta con una oración de
bendición y acción de gracias a Dios, porque no ha habido momento de su vida
como apóstol de Cristo en que haya sentido la falta de apoyo del Padre misericordioso,
el Dios de toda consolación Él sufrió terriblemente, lo dice en esta carta,
pero en todas estas situaciones donde parecía que no se abriera otro camino,
recibió consuelo y confortación de Dios. Por anunciar a Cristo sufrió
persecuciones, hasta llegar a ser encerrado en la cárcel, pero se sintió
siempre interiormente libre, animado por la presencia de Cristo, y con ganas de
anunciar la palabra de esperanza del Evangelio. Desde la cárcel, escribe a
Timoteo, su fiel colaborador. Encadenado escribe: " Pero la palabra de
Dios no está encadenada. Por eso soporto estas pruebas por amor a los elegidos,
a fin de que ellos también alcancen la salvación que está en Cristo Jesús y
participen de la gloria eterna” (2 Tim 2:9 b-10). En su sufrimiento por Cristo,
experimenta el consuelo de Dios. Escribe: “Porque así como participamos
abundantemente de los sufrimientos de Cristo, también por medio de Cristo
abunda nuestro consuelo”. (2 Cor 1,5).
En la oración de bendición, que introduce la Segunda
Epístola a los Corintios domina pues el tema, junto con el tema de la
aflicción, el tema del consuelo, que no debe interpretarse sólo como una simple
confortación, sino sobre todo como un estímulo y exhortación a no dejarse
vencer por los problemas y las dificultades. La invitación es a vivir cada
situación unido a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado
del mundo para traer la luz, la esperanza y la redención. Así Jesús nos hace
capaces de consolar nosotros mismos a los que están sufriendo asimismo
cualquier tipo tribulación. La profunda unión con Cristo en la oración, la
confianza en su presencia, conducen a una voluntad de compartir los
sufrimientos y las aflicciones de los demás. Pablo escribe: "¿Quién es
débil, sin que yo me sienta débil? ¿Quién está a punto de caer, sin que yo me
sienta como sobre ascuas?”(2 Corintios 11:29)?. Este intercambio no surge de
una simple benevolencia, ni sólo por el espíritu de la generosidad humana y el
altruismo, sino que surge del consuelo del Señor, del firme apoyo, de la
"extraordinaria fuerza que viene de Dios y no de nosotros" (2 Cor
4,7).
Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro caminar
cristiano a menudo están marcados por dificultades, por incomprensiones, por el
sufrimiento. Todos lo sabemos. En la relación de fidelidad con el Señor, en la
oración constante, diaria, podemos sentir también nosotros realmente el cosuelo
que viene de Dios. Y esto fortalece nuestra fe, porque nos hace experimentar de
forma concreta el "sí" de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en
Cristo, nos hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su
Hijo en la Cruz. San Pablo afirma: "Porque el Hijo de Dios, Jesucristo, el
que nosotros hemos anunciado entre ustedes –tanto Silvano y Timoteo, como yo
mismo– no fue «sí» y «no», sino solamente «sí». En efecto, todas las promesas
de Dios encuentran su «sí» en Jesús, de manera que por él decimos «Amén» a
Dios, para gloria suya"(2 Corintios 1:19-20). El “sí” de Dios no se reduce
a la mitad, no va entre un sí y un no, sino que es un simple seguro sí. Y a
este si nosotros respondemos con nuestro sí, con nuestro Amén, y así estamos
seguros del sí de Dios.
La fe no es principalmente una acción humana, sino don
gratuito de Dios, que tiene sus raíces en su lealtad, en su "sí", que
nos hace comprender cómo vivir nuestra existencia
amándole a Él y a nuestros hermanos. Toda la historia de la
salvación es una revelación progresiva de esta fidelidad de Dios, a pesar de
nuestras infidelidades y nuestros rechazos, en la certeza de que "los
dones y el llamamiento de Dios son irrevocables", como dice el Apóstol en
la Carta a los Romanos (11 , 29).
Queridos hermanos y hermanas, la forma de actuar de Dios es
muy diferente de la nuestra – Él nos da consuelo, fortaleza y esperanza, porque
Dios no retira su “sí”. Ante los contrastes en las relaciones humanas, a menudo
también en las familiares, nos sentimos llevados a no perseverar en el amor
gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. En cambio, Dios no se cansa de
nosotros, nunca se cansa de ser paciente con nosotros y, con su inmensa
misericordia, nos precede siempre, es el primero que sale a nuestro encuentro,
su sí es absolutamente fiable. En el evento de la Cruz nos ofrece la medida de
su amor, que no calcula y que es inconmensurable. San Pablo en su carta a Tito
escribe: " Se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a
los hombres" (Tito 3,4). Y para que este "sí" se renueve cada
día " nos ha ungido, también nos ha marcado con su sello y ha puesto en
nuestros corazones las primicias del Espíritu. (2 Cor 1,21 b-22).
En efecto, es el Espíritu Santo el que hace constantemente
presente y vivo el "sí" de Dios en Jesucristo y crea en nuestros
corazones el anhelo de seguirlo, para entrar de lleno, un día, en su amor,
cuando recibiremos una morada no hecha con manos humanas, en el cielo. No hay
ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de
esperar también a cuantos siguen respondiendo con el “ no” del rechazo o del
endurecimiento del corazón. Dios nos espera, nos busca siempre, quiere
acogernos en la comunión consigo, para donarnos a cada uno de nosotros la
plenitud de la vida, de la esperanza y de la paz.
En el "sí" fiel de Dios se injerta el
"amén" de la Iglesia, que resuena en todas las acciones de la
liturgia: amén es la respuesta de la fe que cierra siempre nuestra oración
personal y comunitaria, y que expresa nuestro" sí a la iniciativa de Dios.
A menudo respondemos por costumbre con nuestro" amén" en la oración,
sin comprender su significado más profundo. Este término viene de 'aman, que en
hebreo y arameo, significa "hacer estable", "consolidar" y,
por tanto, "estar seguro" o "decir la verdad." Si nos
fijamos en las Escrituras, vemos que el "amén" se dice al final de
los Salmos de bendición y de alabanza, como, por ejemplo, en el Salmo 41,13-14:
" Tú me sostuviste a causa de mi integridad, y me mantienes para siempre
en tu presencia. ¡Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, desde siempre y para
siempre! ¡Amén! ¡Amén!"
O también expresa la adhesión a Dios, en el momento en que
el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del exilio de Babilonia y dice
"sí", su "Amén" a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías
se narra que " Esdras abrió el libro a la vista de todo el pueblo –porque
estaba más alto que todos– y cuando lo abrió, todo el pueblo se puso de pie.
Esdras bendijo al Señor, el Dios grande y todo el pueblo, levantando las manos,
respondió: «¡Amén! ¡Amén!»"(Ne 8,5-6).
Así pues, desde el principio, el "amén" de la
liturgia judía se ha vuelto el "amén" de las primeras comunidades
cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis
de San Juan, comienza con el "amén" de la Iglesia: " Él nos amó
y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros
un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los
siglos de los siglos! Amén. "(Ap 1:5 b-6). Así se lee en el primer
capítulo del Apocalipsis, libro que termina con la invocación: "¡Amén!
¡Ven, Señor Jesús!" (Apocalipsis 22:21).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una Persona
viva, para escucharla y dialogar con ella; es el encuentro con Dios que renueva
su lealtad inquebrantable, su "sí" al hombre, a cada uno de nosotros,
para darnos su consuelo en medio de las tormentas de la vida y hacernos vivir,
unidos a Él, una existencia llena de alegría y de bondad, que encontrará su
cumplimiento en la vida eterna.
En nuestra oración estamos llamados a decir "sí" a
Dios, a responder con este "amén" de la adhesión, de la fidelidad a
Él de toda nuestra vida. Fidelidad que nunca podremos conquistar con nuestras
fuerzas, no es sólo el fruto de nuestro compromiso diario, sino que viene de
Dios y se funda en el "sí" de Cristo, que afirma: Mi comida es hacer
la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34). Y es en este “sí” que debemos entrar,
entrar en este “sí” de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para
llegar a afirmar con san Pablo que no somos al fin nosotros los que vivimos,
sino que Cristo mismo vive en nosotros. Entonces, el '"amén" de
nuestra oración personal y comunitaria envolverá y transformará toda nuestra
vida. Una vida de consolación de Dios, en una vida inmersa en el amor eterno e
inquebrantable. Gracias.
(Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Cecilia de Malak)
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