Queridos hermanos y hermanas:
Estoy feliz por celebrar con ustedes esta Santa Misa,
animada hoy, también por el Coro de la Academia de Santa Cecilia y por la
Orquesta Juvenil –a la que agradezco-, en la Solemnidad de Pentecostés. Este
misterio constituye el bautismo de la Iglesia, es un evento que le ha dado, por
así decir, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este
«impulso» son siempre válidos, siempre actuales, y se renuevan de modo particular
mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quisiera detenerme en un aspecto
esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su
importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la
comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aun si estamos
cada vez más cercanos unos de otros con el desarrollo de los medios de
comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión
y la comunión entre las personas muchas veces es superficial y difícil.
Permanecen desequilibrios que no rara vez conducen a conflictos; el diálogo
entre las generaciones se hace fatigoso y en ocasiones prevalece la
contraposición; asistimos a eventos cotidianos en los cuales nos parece que los
hombres se están haciendo más agresivos y malhumorados; comprenderse parece
demasiado difícil y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios
intereses. En esta situación ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir aquella
unidad de la que tenemos tanta necesidad?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles,
que hemos escuchado en la primera lectura (cfr At 2,1-11), contiene en fondo
uno de los últimos grandes frescos que encontramos al inicio del Antiguo
Testamento: la antigua historia de la construcción de la Torre de Babel (cfr
Gen 11,1-9). Pero ¿qué cosa es Babel? Es la descripción de un reino en el que
los hombres han concentrado tanto poder de llegar a pensar en no tener que
hacer mas referencia a un Dios lejano y de ser talmente fuertes, de poder
construir por sí solos un camino que conduzca al cielo para abrir sus puertas y
colocarse en el lugar de Dios. Pero justo en esta situación se verifica algo
extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para
construir la torre, de repente se dieron cuenta que estaban construyendo el uno
contra el otro. Mientras trataban de ser como Dios, corrían el peligro de no
ser más ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental del
ser personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de
actuar juntos.
Este pasaje bíblico contiene una perenne verdad; lo podemos
ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso
de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas
de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivientes,
llegando casi hasta el mismo ser humano. En esta situación, orar a Dios parece
algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo
aquello que queremos. Pero no nos percatamos de que estamos reviviendo la misma
experiencia de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de
comunicar, de obtener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos
decir que haya crecido la capacidad de comprendernos, o tal vez,
paradójicamente, nos comprendemos menos? Entre los hombres ¿no parece tal vez
serpentear un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta
convertirnos inclusive peligrosos los unos para los otros? Regresamos entonces
a la pregunta inicial: ¿Puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
La respuesta la encontramos en la Sagrada Escritura: la
unidad puede existir solamente con el don del Espíritu de Dios, el cual nos
dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar.
Ésto es aquello que se verificó en Pentecostés. Aquella mañana, cincuenta días
después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del
Espíritu Santo descendió sobre los discípulos congregados, se posó sobre cada
uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de
transformar. El temor desapareció, el corazón sintió una nueva fuerza, las
lenguas se liberaron e iniciaron a hablar con franqueza, en modo que todos
pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés,
donde había división y enajenamiento, nacieron la unidad y la comprensión.
Pero miremos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma
«Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad»
(Jn 16,13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué cosa es la
Iglesia y cómo ella debe vivir para ser sí misma, para ser el lugar de la
unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos
significa no permanecer cerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el
todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera o, aún mejor,
dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando hablo, pienso, actúo
como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en
el todo y a partir de todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de
verdad, puede continuar resonando en los corazones y en las mentes de los
hombres e impulsándolos a encontrarse y acogerse recíprocamente. El Espíritu,
justamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que
es Jesús, nos guía en el profundizarla, en comprenderla: nosotros no crecemos
en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente siendo capaces de
escuchar y de compartir, solamente en el «nosotros» de la Iglesia, con una
actitud de profunda humildad interior. Y así se hace cada vez más claro por qué
Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren hacerse
Dios, pueden solo ponerse el uno contra el otro. Donde en cambio se colocan en
la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que los sostiene y
une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés resuena también
en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: “Los exhorto a que se dejen
conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de
la carne” (Gal 5,16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está
marcada por un conflicto interior, por una división entre los impulsos que
provienen de la carne y aquellos que provienen del Espíritu; y nosotros no
podemos seguirlos todos. No podemos, en efecto, ser contemporáneamente egoístas
y generosos, seguir la tendencia de dominar sobre los demás y sentir la alegría
del servicio desinteresado. Debemos siempre elegir cual impulso seguir y lo
podemos hacer en modo auténtico solamente con la ayuda del Espíritu de Cristo.
San Pablo menciona las obras de la carne, son los pecados de egoísmo y de
violencia, como enemistad, discordia, rivalidad, desacuerdos; son pensamientos
y acciones que no nos hacen vivir en modo verdaderamente humano y cristiano, en
el amor. Es una dirección que conduce a perder la propia vida. En cambio el
Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en
esta tierra el germen de la vida divina que está en nosotros. Afirma, en
efecto, san Pablo: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz» (Gal 5,22).
Notamos que el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que
provocan la dispersión del ser humano, mientras usa el singular para definir la
acción del Espíritu, habla de «fruto», igual que como a la dispersión de Babel
se contrapone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y
de verdad, y por esto debemos orar para que el Espíritu nos ilumine y nos guíe
para vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y para acoger la verdad
de Cristo transmitida en la Iglesia. La narración de Lucas sobre Pentecostés
nos dice que Jesús antes de subir al cielo les pidió a los Apóstoles que
permanecieran juntos para prepararse para recibir el don del Espíritu Santo. Y
ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del evento
prometido (cfr At 1,14). En recogimiento con María, como en su nacimiento, la
Iglesia también hoy ora: «Veni Sancte Spiritus! – Ven Espíritu Santo, colma los
corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
(Traducción de Patricia Jáuregui Romero – RV).
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