palabras del Santo Padre en español, tomadas de RADIO VATICANO
Muchas gracias por haber venido a esta última audiencia general de mi pontificado. Asimismo, doy gracias a Dios por sus dones, y también a tantas personas que, con generosidad y amor a la Iglesia, me han ayudado en estos años con espíritu de fe y humildad. Agradezco a todos el respeto y la comprensión con la que han acogido esta decisión importante, que he tomado con plena libertad. Desde que asumí el ministerio petrino en el nombre del Señor he servido a su Iglesia con la certeza de que es Él quien me ha guiado. Sé también que la barca de la Iglesia es suya, y que Él la conduce por medio de hombres. Mi corazón está colmado de gratitud porque nunca ha faltado a la Iglesia su luz. En este Año de la fe invito a todos a renovar la firme confianza en Dios, con la seguridad de que Él nos sostiene y nos ama, y así todos sientan la alegría de ser cristianos.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y de los países latinoamericanos, que hoy han querido acompañarme. Os suplico que os acordéis de mí en vuestra oración y que sigáis pidiendo por los Señores Cardenales, llamados a la delicada tarea de elegir a un nuevo Sucesor en la Cátedra del apóstol Pedro. Imploremos todos la amorosa protección de la Santísima Virgen María, Madre de la Iglesia. Muchas gracias. Que Dios os bendiga.
(MFB y RC – RV).
texto completo y videos:
VATICANO,
27 Feb. 13 / 08:42 am (ACI).-
¡Venerados hermanos en el Episcopado!
¡Distinguidas
autoridades!
¡Queridos
hermanos y hermanas!
Os
agradezco por haber venido tan numerosos a esta última audiencia general de mi
pontificado.
Como el
apóstol Pablo en el texto bíblico que hemos escuchado, también yo siento en mi
corazón el deber sobre todo de agradecer a Dios, que guía y hace crecer a la
Iglesia, que siembra su Palabra y así alimenta la fe en su Pueblo.
En este
momento mi ánimo se extiende para abrazar a toda la Iglesia difundida en el
mundo y doy gracias a Dios por las "noticias" que en estos años del
ministerio petrino he podido recibir acerca de la fe en el Señor Jesucristo y
de la caridad que está en el Cuerpo de la Iglesia y lo hace vivir en el amor y
de la esperanza que nos abre y nos orienta hacia la vida en plenitud, hacia la
patria del Cielo.
Siento que
he de llevar a todos en la oración, en un presente que es el de Dios, donde
recojo todo encuentro, todo viaje, toda visita pastoral. Todo y a todos los
recojo en la oración para confiarlos al Señor porque tenemos pleno conocimiento
de su voluntad, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, y porque podemos
comportarnos de manera digna de Él, de su amor, dando fruto en toda obra buena
(cfr Col 1,9-10).
En este
momento, hay en mí una gran confianza, porque sé, sabemos todos nosotros, que
la Palabra de verdad del Evangelio es la fuerza de la Iglesia, es su vida. El
Evangelio purifica y renueva, da fruto, donde esté la comunidad de los
creyentes lo escucha y acoge la gracia de Dios en la verdad y vive en la
caridad. Esta es mi confianza, esta es mi alegría.
Cuando el
19 de abril de hace casi ocho años, acepté asumir el ministerio petrino, tuve
firme esta certeza que siempre me ha acompañado. En aquel momento, como ya he
dicho varias veces, las palabras que resonaron en mi corazón fueron:
"¿Señor, qué cosa me pides?" Es un peso grande el que me pones sobre
la espalda, pero si Tú me lo pides, en tu palabra lanzaré las redes, seguro que
Tú me guiarás.
Y el Señor
verdaderamente me ha guiado, ha estado cercano a mí, he podido percibir
cotidianamente su presencia. Ha sido un trato de camino de la Iglesia que ha
tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he
sentido como San Pedro con los Apóstoles en la barca sobre el lago de Galilea:
el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa ligera, días en los que la
pesca ha sido abundante; y ha habido también momentos en los que las aguas
estaban agitadas y el viento era contrario, como en toda la historia de la
Iglesia, y el Señor parecía dormir.
Pero
siempre he sabido que en aquella barca está el Señor y siempre he sabido que la
barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja
hundirse; es Él quien la conduce ciertamente también a través de hombres que ha
elegido, porque así lo ha querido. Esta ha sido y es una certeza que nada puede
ofuscar. Y es por esto que hoy mi corazón está lleno de agradecimiento a Dios
porque no ha dejado nunca que le falte a la Iglesia y también a mí su consuelo,
su luz y su amor.
Estamos en
el Año de la Fe, que he querido para reforzar nuestra fe en Dios en un contexto
que parece ponerlo siempre más en segundo plano. Quisiera invitar a todos a
renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos
de Dios, certeros de que esos brazos nos sostienen siempre y son lo que permite
caminar cada día también en la fatiga. Quisiera que cada uno se sintiese amado
por aquel Dios que nos ha dado a su Hijo a nosotros y que nos ha mostrado su
amor sin límites.
Quisiera
que cada uno sintiese la alegría de ser cristiano. En una bella oración que se
recita cotidianamente en la mañana se dice: "Te adoro Dios mío y te amo
con todo el corazón. Te agradezco por haberme creado, hecho cristiano…"
Sí, estamos contentos por el don de la fe, ¡es el bien más precioso, que nadie
nos puede quitar! Agradecemos al Señor por esto cada día, con la oración y con
una vida cristiana coherente. ¡Dios nos ama, pero espera que también que
nosotros lo amemos!
Pero no es
solamente Dios a quien quiero agradecer en este momento. Un Papa no está solo
en la guía de la Barca de Pedro, si bien es su primera responsabilidad, y yo no
me he sentido solo nunca en llegar la alegría y el peso del ministerio petrino;
el Señor me ha dado tantas personas que, con generosidad y amor a Dios y a la
Iglesia, me han ayudado y han estado cercanas a mí.
Primero que
nada a vosotros, queridos hermanos cardenales: vuestra sabiduría, vuestros
consejos, vuestra amistad han sido para mí preciosos; mis colaboradores;
comenzando por mi Secretario de Estado que me ha acompañado con fidelidad en
estos años; la Secretaría de Estado y toda la Curia Romana, como también todos
aquellos que, en diversos sectores, prestan su servicio a la Santa Sede: son
muchos rostros que no aparecen, que se quedan en la sombra, pero en el
silencio, en la dedicación cotidiana, con espíritu de fe y humildad han sido
para mí un sostén seguro y confiable. ¡Un recuerdo especial para la Iglesia de
Roma, mi diócesis!
No puedo
olvidar a los hermanos en el Episcopado y en el presbiterado, las personas
consagradas y todo el Pueblo de Dios: en las visitas pastorales, en los
encuentros, en las audiencias, en los viajes, siempre he percibido una gran
atención y un profundo afecto; pero también he querido a todos y a cada uno,
sin distinción, con aquella caridad pastoral que da el corazón de Pastor, sobre
todo de Obispo de Roma, de Sucesor del Apóstol Pedro. Cada día he tenido a cada
uno de vosotros en mi oración, con corazón de padre.
Quisiera
que mi saludo y mi agradecimiento alcanzase a todos: el corazón de un Papa se
extiende al mundo entero. Y quisiera expresar mi gratitud al Cuerpo diplomático
ante la Santa Sede, que hace presente a la gran familia de las naciones. Aquí
también pienso en todos aquellos que trabajan para una buena comunicación y que
agradezco por su importante servicio.
En este
punto quisiera agradecer de corazón también a todas las numerosas personas en
todo el mundo que en las últimas semanas me han enviado signos conmovedores de
atención, de amistad en la oración. Sí, el Papa nunca está solo, y ahora lo
experimento nuevamente de un modo tan grande que toca el corazón. El Papa
pertenece a todos y a tantísimas personas que se sienten cercanos a él.
Es cierto
que recibo cartas de los grandes del mundo: de los Jefes de Estado, de los
jefes religiosos, de los representantes del mundo de la cultura, etcétera. Pero
recibo también muchísimas cartas de personas sencillas que me escriben
simplemente desde su corazón y me hacen sentir su afecto, que nace del estar
juntos con Cristo Jesús, en la Iglesia. Estas personas no me escriben como se
escribe por ejemplo a un príncipe o a un grande que no se conoce. Me escriben
como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, con el sentido de una relación
familiar muy afectuosa.
Aquí se
puede tocar con la mano qué cosa es la Iglesia: no es una organización ni una
asociación de fines religiosos o humanitarios; sino un cuerpo vivo, una
comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a
todos. Experimentar la Iglesia de este modo y poder casi tocar con las manos la
fuerza de su verdad y de su amor es motivo de alegría, en un tiempo en el que
tantos hablan de su declive.
En estos
últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido y he pedido a Dios con
insistencia en la oración que me ilumine con su luz para hacerme tomar la
decisión más justa no por mi bien, sino por el bien de la Iglesia. He dado este
paso en la plena conciencia de su gravedad e incluso de su novedad, pero con
una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el
coraje de tomar decisiones difíciles, sufrientes, teniendo siempre primero el
bien de la Iglesia y no el de uno mismo.
Aquí
permítanme volver una vez más al 19 de abril de 2005. La gravedad de la
decisión estuvo en el hecho que desde aquel momento estaba siempre y para
siempre ocupado en el Señor. Siempre quien asume el ministerio petrino no tiene
más privacidad alguna. Pertenece siempre y totalmente a todos, a toda la
Iglesia.
A su vida
se le retira, por así decirlo, la dimensión privada. He podido experimentar y
lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la
dona. Ya he dicho que muchas personas que aman al Señor aman también al Sucesor
de San Pedro y le tienen afecto; que el Papa tiene verdaderamente hermanos y
hermanas, hijos e hijas en todo el mundo, y que se siente seguro en el abrazo
de su comunión; porque no se pertenece más a sí mismo, pertenece a todos y
todos pertenecen a él.
El
"siempre" es también un "para siempre": no se puede volver
más a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio
no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros,
recibimientos, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que quedo de
modo nuevo ante el Señor crucificado.
Ya no llevo
la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, sino que en el servicio
de la oración quedo, por así decirlo, en el recinto de San Pedro. San Benito,
cuyo nombre llevo como Papa, será un gran ejemplo de esto. Él ha mostrado el
camino para una vida que, activa o pasiva, pertenece totalmente a la obra de
Dios.
Agradezco a
todos y a cada uno también por el respeto y la comprensión con la que han acogido
esta decisión tan importante. Seguiré acompañando el camino de la Iglesia con
la oración y la reflexión, con aquella dedicación al Señor y a su Esposa que he
buscado vivir hasta ahora cada día y que quiero vivir siempre.
Les pido
recordarme ante Dios, y sobre todo rezar por los cardenales llamados a una
tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor lo
acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu.
Invoquemos
la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para
que nos acompañe a cada uno de nosotros y a toda la comunidad eclesial; a ella
nos acogemos con profunda confianza.
¡Queridos
amigos! Dios guía a su Iglesia, la levanta siempre también y sobre todo en los
momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única y
verdadera visión del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón,
en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la alegre certeza de que el
Señor está a nuestro lado, no nos abandona, es cercano y nos rodea con su amor.
¡Gracias!
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