Texto
completo de la homilía del Santo Padre - tomado de RADIO VATICANO
Queridos
hermanos y hermanas
Hoy la
acostumbrada cita de la Audiencia general asume un carácter particular, puesto
que estamos en la víspera de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la
paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, veinticinco
años después del primer histórico encuentro convocado por el Beato Juan Pablo
II. He querido dar a esta jornada el título de “Peregrinos de la verdad,
peregrinos de la paz”, para manifestar el compromiso que queremos renovar
solemnemente, junto con los miembros de diversas religiones, así como con
personas no creyentes, pero que buscan sinceramente la verdad, para la
promoción del verdadero bien de la humanidad y para la construcción de la paz.
Como ya tuve la oportunidad de recordar, “El que está en camino hacia Dios no puede
no transmitir paz, el que construye la paz no puede no acercarse a Dios”.
Como
cristianos, estamos convencidos de que la contribución más preciosa que podemos
dar a la causa de la paz es la de la oración. Por este motivo nos encontramos
hoy, como Iglesia de Roma, junto con los peregrinos presentes en la ciudad, en
la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El
Señor puede iluminar nuestra mente y nuestros corazones y guiarnos a ser
constructores de justicia y de reconciliación, en nuestras realidades
cotidianas y en el mundo.
En el trozo
del profeta Zacarías, que acabamos de escuchar, ha resonado un anuncio lleno de
esperanza y de luz (cfr Zc 9,10). Dios promete la salvación, invita a
“alegrarse mucho” porque esta salvación está por concretizarse. Se habla de un
rey: “Mira que tu Rey viene hacia ti; él es justo y victorioso” (v. 9), pero el
que se anuncia no es un rey que se presenta con la potencia humana, la fuerza
de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un
rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los
hombres, un rey distinto con respecto a los grandes soberanos del mundo: “está
montado sobre un asno, sobre la cría de un asna”, dice el profeta (ibidem). Él
se manifiesta cabalgando el animal de la gente común, del pobre, en contraste
con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Aún
más, es un rey que hará desaparecer estos carros, suprimirá los arcos de guerra
y proclamará la paz a las naciones (cfr v. 10).
Pero ¿quién
es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos, por un momento a Belén
y volvamos a escuchar lo que el Ángel les dice a los pastores que estaban
velando de noche para custodiar a sus rebaños. Él anuncia una alegría que será
de todo el pueblo, ligada a una señal pobre: un niño recién nacido, envuelto en
pañales y acostado en un pesebre (cfr Lc 2,8-12). Y la multitud celeste canta
“¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por
él” (v. 14). El nacimiento de ese niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz
para todo el mundo. Pero, vayamos también a los momentos finales de la vida de
Cristo, cuando entra a Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio
del profeta Zacarías de la llegada de un rey humilde y manso volvió al recuerdo
de los discípulos de Jesús, en particular después de los eventos de la pasión,
muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron con los ojos de
la fe a ese gozoso ingreso del Maestro en la Ciudad Santa. Él cabalga una asna,
prestada (cfr Mt 21,2-7): no está sobre una rica carroza, no está montado en un
caballo como los grandes. No entra a Jerusalén acompañado por un poderoso
ejército de carros y de caballeros. Es un rey pobre, el rey de aquellos que son
los pobres de Dios. En el texto griego se emplea el término ‘praeîs’, que
significa los mansos; Jesús es el rey de los ‘anawim’, de aquellos que tienen
el corazón libre del frenesí de poder y de riqueza material, de la voluntad y
del afán de dominio sobre los demás. Jesús es el rey de cuantos tienen esa
libertad interior que hace capaces de superar la avidez y el egoísmo que hay en
el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es el rey pobre entre los
pobres, manso entre los que quieren ser mansos. De este modo, Él es el rey de
la paz, gracias a la potencia de Dios, que es la potencia del bien, la potencia
del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla,
que destruirá los arcos de guerra; un rey que realiza la paz sobre la Cruz,
uniendo la tierra y el cielo y echando un puente fraterno entre todos los
hombres. La Cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de
reconciliación, de perdón, de comprensión, signo de que el amor es más fuerte
que toda violencia y toda opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence
con el bien y con el amor.
Es éste el
nuevo reino de paz en el que Cristo es el rey; y es un reino que se extiende
sobre toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey humilde,
pacífico, dominará “de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la
tierra” (Zc 9,10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales.
El horizonte de este rey pobre, pacífico no es aquel de un territorio, o de un
Estado, sino que son los confines del mundo; más allá de toda barrera de raza,
de lengua, de cultura, Él crea comunión, crea unidad. ¿Y dónde vemos realizarse
en el hoy este anuncio? En la gran red de las comunidades eucarísticas que se
extiende sobre toda la tierra reemerge luminosa la profecía de Zacarías. Es un
gran mosaico de comunidades en las cuales se hace presente el sacrificio de
amor de este rey bueno y pacífico; es el gran mosaico que constituye el “Reino
de paz” de Jesús de mar a mar hasta los confines del mundo; es una multitud de
“islas de la paz”, que irradian paz. Por doquier, en cada realidad, en cada
cultura, desde las grandes ciudades con sus edificios, hasta las pequeñas
aldeas con las humildes moradas, desde las imponentes catedrales hasta las
pequeñas capillas, Él viene, se hace presente; y en el entrar en comunión con
Él también los hombres están unidos entre ellos en un único cuerpo, superando
divisiones, rivalidades, rencores. El Señor viene en la Eucaristía para
arrebatarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que
excluyen a los demás, para formar de nosotros un sólo cuerpo, un sólo reino de
paz en un mundo dividido.
¿Pero cómo
podemos construir este reino de paz del cual Cristo es el rey? El mandamiento
que Él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: “Vayan,
entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos (...) Y yo estoy
con ustedes hasta el fin del mundo" (Mt 28,19). Como Jesús, los mensajeros
de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación.
Deben caminar, pero no con la potencia de la guerra o con la fuerza del poder.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía setenta y dos
discípulos a la grande mies que es el mundo, invitándolos a orar al Señor de la
mies para que no falten obreros en su mies; pero no los envía con medios
potentes, sino "como corderos en medio de lobos”, sin bolsa, ni alforja,
ni calzado. San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta “Siendo
corderos, venceremos y, aunque estemos rodeados de muchos lobos, conseguiremos
superarlos”. Pero si nos hacemos lobos, seremos derrotados, porque seremos
privados de la ayuda del pastor”. Los cristianos no deben nunca caer en la
tentación de ser lobos entre los lobos; no es con el poder, con la fuerza, con
la violencia que el reino de paz de Cristo se extiende, sino con el don de sí,
con el amor llevado hasta el extremo, aún hacia los enemigos. Jesús no vence el
mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la Cruz, que es la
verdadera garantía de la victoria. Y esto tiene como consecuencia para quien quiere
ser discípulo del Señor, su invitado, el estar también preparado a la pasión y
al martirio, a perder la propia vida por Él, para que en el mundo triunfen el
bien, el amor, la paz. Es ésta la condición para poder decir entrando en cada
realidad “Paz sea a esta casa” (Lc 10,5).
Frente a la
Basílica de San Pedro, se encuentran dos grandes estatuas de los santos Pedro y
Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en mano las llaves, san Pablo
en cambio tiene en las manos una espada. Para quien no conoce la historia de
este último podría pensar que se trate de un gran caudillo que ha guiado
potentes ejércitos y con la espada ha sometido pueblos y naciones, procurándose
fama y riqueza con la sangre de otros. En cambio es exactamente al contrario: la
espada que tiene entre las manos es el instrumento con el que Pablo es sometido
a muerte, con que sufrió el martirio y derramó su sangre. Su batalla no fue
aquella de la violencia de la guerra, sino aquella del martirio por Cristo. Su
única arma fue justamente el anuncio de Jesucristo y Cristo crucificado. Su
predicación no se basó en palabras persuasivas de humana sabiduría, sino con
demostración del Espíritu y de poder. Dedicó su vida a llevar el mensaje de
reconciliación y de paz del Evangelio, gastando toda su energía para hacerlo
resonar hasta los confines de la tierra. Y esta ha sido su fuerza: no buscó una
vida tranquila, cómoda, lejana de las dificultades, de las contrariedades, sino
que se gastó por el Evangelio, dio todo sí mismo sin reservas, y así se
convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La
espada que san Pablo tiene en las manos evoca también la potencia de la verdad,
que muchas veces puede herir, puede hacer mal; el Apóstol permaneció fiel hasta
el fondo en esta verdad, la sirvió, sufrió por ella, entregó su vida por ella.
Esta misma lógica vale también para nosotros, si queremos ser portadores del
reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos
estar dispuestos a pagar de persona, a sufrir en primera persona la
incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador que
construye la paz, sino la espada del sufriente, de quien sabe donar la propia
vida.
Queridos
hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz,
queremos rogarle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo todavía
lacerado por el odio, por divisiones, por egoísmos, por guerras, queremos
pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas
de diversa pertenencia religiosa y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la
mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor ceda lugar al
perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la
mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amen.
Traducción
del italiano: Cecilia de Malak y Patricia Jáuregui
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