Texto completo de la homilía del Papa - tomado de RADIO VATICANO
Venerados
Hermanos; queridos hermanos y hermanas
Con alegría
celebro hoy la Misa para Uds., que están empeñados en muchas partes del mundo
sobre las fronteras de la nueva evangelización. Esta Liturgia es la conclusión
del encuentro que ayer los ha llamado a confrontarse en los ámbitos de tal
misión y a escuchar algunos testimonios significativos. Yo mismo he querido
presentarles algunos pensamientos, mientras hoy parto para Uds. el pan de la
Palabra y de la Eucaristía, con la certeza –compartida por todos nosotros - que
sin Cristo, Palabra y Pan de vida, no podemos hacer nada (cfr Jn 15,5). Estoy
contento porque este convenio se coloca en el contexto del mes de octubre,
propiamente una semana antes de la Jornada Mundial de las Misiones: esto pone a
la nueva evangelización en su justa dimensión, en armonía con aquella de la
misión ad gentes.
Les dirijo
un saludo cordial a todos ustedes, que recibieron la invitación del Consejo
Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. Un saludo particular y
mi agradecimiento al Presidente de este Dicasterio de reciente institución,
Mons. Salvatore Fisichella, y sus colaboradores.
Vamos ahora
a las lecturas bíblicas en las cuales el Señor nos habla. La primera, del
segundo libro de Isaías, nos dice que Dios es uno, es único; no hay otros
dioses fuera del Señor, y también el potente Ciro, emperador de los persianos,
hace parte de un plan más grande, que solo Dios conoce y lleva adelante. Esta
lectura nos da el sentido teológico de la historia: los cambios de época, el
sucederse de las grandes potencias, están bajo el supremo dominio de Dios; ningún
poder terreno puede colocarse en su lugar. La teología de la historia es un
aspecto importante, esencial, de la nueva evangelización, porque los hombres de
nuestro tiempo, después de la nefasta estación de los imperios totalitarios del
siglo XX, tienen necesidad de reencontrar una mirada total del mundo y del
tiempo, una mirada verdaderamente libre, pacifica, aquella mirada que el
Concilio Vaticano II ha transmitido en sus Documentos, y que mis Predecesores,
el siervo de Dios Pablo VI y el beato Juan Pablo II, han ilustrado con su
Magisterio.
La segunda
lectura es el inicio de la Primera Carta a los Tesalonicenses, y esto ya es muy
sugestivo, porque se trata de la carta más antigua llegada a nosotros del más
grande evangelizador de todos los tiempos, el Apóstol Pablo. Él nos dice
sobretodo que no se evangeliza de manera aislada: también él tenía de hecho
como colaboradores a Silvano y Timoteo (cfr 1 Ts 1,1), y muchos otros. E
inmediatamente agrega otra cosa muy importante: que el anuncio debe estar
siempre precedido, acompañado y seguido de la oración. Escribe de hecho: “Damos
siempre gracias a Dios por todos ustedes, recordándolos en nuestras oraciones”
(v. 2). El Apóstol se dice bien consiente del hecho que los miembros de la
comunidad no los ha elegido él, sino Dios: “fueron elegidos por él” – afirma
(v. 4). Cada misionero del Evangelio debe siempre tener presente esta verdad:
es el Señor que tocó los corazones con su Palabra y su Espíritu, llamando a las
personas a la fe y a la comunión en la Iglesia. En fin, Pablo nos deja una
enseñanza muy preciosa, extraída de su experiencia. Escribe: “Nuestro
Evangelio, de hecho, no se difunde entre ustedes solamente por medio de la
palabra, sino que con el poder del Espíritu Santo y con plena certeza” (v. 5).
La evangelización para ser eficaz, tiene necesidad de la fuerza del Espíritu,
que anima el anuncio e infunde en quien lo lleva aquella “plena certeza” de la
cual nos habla el Apóstol. Este término “certeza”, en el original griego, es
pleroforìa: un vocablo que no expresa tanto el aspecto subjetivo, psicológico,
sino más bien la plenitud, la fidelidad, la amplitud- en este caso del anuncio
de Cristo. Anuncio que, para ser completo y fiel, necesita estar acompañado de
signos, de gestos, como la predicación de Jesús. Palabra, Espíritu y certeza
-así entendidos- son entonces inseparables y concurren a hacer que el mensaje
evangélico se difunda con eficacia.
Nos
detenemos ahora en el Evangelio. Se trata del texto sobre la legitimidad del
tributo que se deba pagar al César, que contiene la célebre respuesta de Jesús:
“Den al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21). Pero,
antes de llegar a este punto, que es un pasaje que se puede referir a cuanto
tienen la misión de evangelizar. De hecho, los interlocutores – discípulos de
los fariseos y de los herodianos se dirigen a Él con una apreciación, diciendo:
“Sabemos que tú eres verdadero y enseñas el camino de Dios según la verdad. Tu
no haces diferencias con ninguno” (v. 16). Y es propiamente esta afirmación,
aunque si bien surgida de la hipocresía, la que nos debe llamar la atención.
Los discípulos de los fariseos y los herodianos no creen en lo que dicen. Lo
afirman con una captatio benevolentiae para que los escuchen, pero su corazón
está lejos de aquella verdad; más bien quieren ponerle una trampa a Jesús para
acusarlo. Para nosotros en cambio, esa expresión es valiosa: Jesús, en efecto, es
verdadero y enseña el camino de Dios según la verdad. Él mismo es este “camino
de Dios”, que estamos llamados a recorrer. Podemos recordar las palabras de
Jesús, en el Evangelio de Juan: “Yo soy el camino, la Verdad y la vida” (14,6).
Es brillante al respecto el comentario de San Agustín: “era necesario que Jesús
dijese: Yo soy el camino, la verdad y la vida” y una vez conocido el camino
faltaba conocer la meta. El camino conducía a la verdad, conducía a la vida… y
¿nosotros a donde vamos sino hacia donde Él? ¿y por cuál camino vamos sino a
través de Él? (En Ioh 69, 2). Los nuevos evangelizadores están llamados a
caminar en primera fila en este Camino que es Cristo, para hacer conocer a los
otros la belleza del Evangelio que dona la vida. Y en este camino, no se camina
solo, sino que en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se
ofrece a cuantos encontramos, para hacer partícipes a los demás nuestra
experiencia de Cristo y de su Iglesia. Así, el testimonio, junto al anuncio,
puede abrir el corazón de cuantos buscan la verdad, para que puedan alcanzar el
sentido de su propia vida.
Una breve
reflexión también sobre la cuestión central del tributo a César. Jesús responde
con un sorprendente realismo político, conectado con el teocentrismo de la
tradición profética. El tributo a César se paga, porque la imagen en la moneda
es suya; pero el hombre, todo hombre, lleva consigo otra imagen, la de Dios, y
por tanto es a Él, y sólo a Él que cada uno es deudor de la propia existencia.
Los Padres de la Iglesia, que se basan del hecho que Jesús se refiere a la
imagen del Emperador acuñada en la moneda del tributo, han interpretado este
paso a la luz del concepto fundamental de hombre imagen de Dios, contenido en
el primer capítulo del Libro del Génesis.
Un Autor
anónimo escribe: “La imagen de Dios no está acuñada sobre el oro sino más bien
sobre el género humano. La moneda de César es oro, la de Dios es la humanidad…
por tanto, da tu riqueza a César, pero deja a Dios la inocencia única de tu
conciencia donde es contemplado Dios… César, en efecto, ha pedido su imagen
sobre cada moneda, pero Dios ha escogido al hombre, que él ha creado, para
reflejar su gloria” (Anónimo, Obra incompleta sobre Mateo, Homilía 42). Y San
Agustín ha utilizado muchas veces esta referencia en sus homilías: “Si César
reclama su propia imagen incisa en la moneda –afirma-¿no exigirá Dios del
hombre la imagen divina esculpida en él? (En. in Ps., Salmo 94, 2). Y más aún:
“Como se vuelve a dar a César la moneda, así se vuelve a dar a Dios el alma
iluminada y esculpida por la luz de su rostro… Cristo en efecto vive en el
interior del hombre” (Ivi, Salmo 4, 8).
Esta
palabra de Jesús es muy rica de contenido antropológico, y no se puede reducir
solamente al ámbito político. La Iglesia, por tanto, no se limita a recordar a
los hombres la justa distinción entre la esfera de autoridad de César y la de
Dios, entre el ámbito político y el religioso. La misión de la Iglesia, como la
de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, recordar su soberanía, recordar a
todos, especialmente a los cristianos que han perdido su propia identidad, el
derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra propia vida.
Y
justamente para dar un renovado impulso a la misión de toda la Iglesia, para
conducir a los hombres lejos del desierto en el cual muy a menudo se encuentran
en sus vidas, la amistad con Cristo que nos da su vida plenamente, quisiera
anunciar en esta Celebración eucarística que he decidido declarar un “Año de la
fe” que ilustraré con una carta apostólica. Iniciará el 11 de octubre del 2012,
en el 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará el 24
de noviembre del 2013, Solemnidad de Cristo Rey del Universo. Será un momento
de gracia y de compromiso por una cada vez más plena conversión a Dios, para
reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con gozo al hombre de nuestro
tiempo.
Queridos
hermanos y hermanas, Uds. están entre los protagonistas de la nueva
evangelización que la Iglesia ha emprendido y lleva adelante, con dificultad,
pero con el mismo entusiasmo de los primeros cristianos.
En
Conclusión, hago mías las expresiones del apóstol Pablo que hemos escuchado:
agradezco a Dios por todos Uds. Y les aseguro que los llevo en mis oraciones,
grato de este compromiso que realizan en la fe, de su laboriosidad en la
caridad y de la constante esperanza que tienen en el Señor nuestro Jesucristo.
Que la
Virgen María, que no tuvo miedo de responder “si” a la Palabra del Señor y,
luego de haberla concebido en su seno, se encaminó llena de alegría y
esperanza, sea siempre su modelo y guía. Aprendan de la Madre del Señor y Madre
nuestra a ser humildes y al mismo tiempo valerosos; sencillos y prudentes;
equilibrados y fuertes, no con la fuerza del mundo, sino con la de la verdad.
Traducción
del italiano: jesuita Guillermo Ortiz; Patricia Ynestroza
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