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domingo, 23 de octubre de 2011

Homilía del Santo Padre, 23 de Octubre 2011 - Signos del amor apasionado por Dios y el prójimo


tomado de RADIO VATICANO

Domingo, 23 oct (RV).- En el Domingo Mundial de las Misiones, la Iglesia añade 3 nuevos santos al honor de sus altares. Esta mañana a las 10, en la Plaza de San Pedro con una solemne Celebración Eucarística el Sucesor de Pedro proclamó a 3 nuevos Santos: Guido María Conforti, italiano, Fundador de la Pía Sociedad de San Francisco Javier para las Misiones Extranjeras; Luis Guanella, italiano, Fundador de la Congregación de los Siervos de la Caridad y de los Institutos de las Hijas de Santa María de la Providencia, y Bonifacia Rodríguez de Castro, española, Fundadora de la Congregación de las Siervas de San José, definidos por el Santo Padre “signo elocuente del amor apasionado por Dios”. En su homilía el Papa invita a la Iglesia a “dejarse guiar por sus enseñanzas para que toda nuestra existencia se convierta en testimonio de auténtico amor hacia Dios y hacia el Prójimo”, invocando esta gracia a la Virgen María, la Reina de los Santos, y la intercesión de estas Figuras Insignes de Dios.

TEXTO HOMILÍA CANONIZACIÓN
¡Venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, queridos hermanos y hermanas!

Nuestra Liturgia dominical se enriquece hoy por diversos motivos de agradecimiento y de súplica a Dios. Mientras, en efecto, celebramos con toda la Iglesia la Jornada Misionera Mundial - cita anual que se propone volver a despertar el impulso y el compromiso en favor de la misión –, rendimos alabanzas al Señor por tres nuevos Santos: el Obispo Guido María Conforti, el sacerdote Luis Guanella y la religiosa Bonifacia Rodríguez de Castro. Con alegría dirijo mi saludo a todos los presentes, en particular a las Delegaciones oficiales y a los numerosos peregrinos que han venido para festejar a estos tres ejemplares discípulos de Cristo.


La Palabra del Señor, que acaba de resonar en el Evangelio, nos ha recordado que toda la Ley divina se resume en el amor. El Evangelista Mateo cuenta que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos, haciéndolos callar, se reunieron para ponerlo a prueba (cfr 22,34-35). Uno de estos interlocutores, un doctor de la ley, le preguntó: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?» (v. 36). A esta pregunta, que quería ser insidiosa, Jesús responde con absoluta sencillez: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento.» (vv. 37-38). En efecto, la principal exigencia para cada uno de nosotros es que Dios esté presente en nuestra vida. Él debe, como dice la Escritura, penetrar todos los estratos de nuestro ser y llenarlo completamente: nuestro corazón debe saber de Él y dejarse tocar por Él; así como también nuestra alma, las energías de nuestra voluntad y de nuestro decidir, al igual que nuestra inteligencia y nuestro pensamiento. Es un poder decir como san Pablo: “ ya no vivo yo, sino que es Cristo que vive en mí” (Gal 2,20).
Luego, enseguida, Jesús añade algo que, en verdad, no le había sido preguntado por el doctor de la ley: « El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» (v. 39). Declarando que el segundo mandamiento es semejante al primero, Jesús deja entender que la caridad hacia el prójimo es importante como el amor a Dios. En efecto, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo el amor de Dios es el amor a los hermanos. Cuán providencial resulta entonces el que, justo hoy, la Chiesa indique a todos sus miembros a tres nuevos Santos que se han dejado trasformar por la caridad divina y en ella han moldeado por entero su existencia. En diversas situaciones y con diversos carismas, ellos han amado al Señor con todo su corazón y al prójimo como a sí mismos, «así llegaron a ser un modelo para todos los creyentes» (1Ts 1,7).


El Salmo 17, que acabamos de proclamar, invita a abandonarse con confianza en las manos del Señor, que “trata con fidelidad a su ungido” (v. 51). Esta conducta interior guió la vida y el ministerio de san Guido María Conforti. Desde cuando, siendo todavía un niño, tuvo que superar la oposición de su padre para entrar en el Seminario, dando prueba de firmeza de carácter al seguir la voluntad de Dios, correspondiendo en todo a aquella caritas Christi que, en la contemplación del Crucifijo, lo atraía a sí. Él sintió la apremiante urgencia de anunciar este amor a cuantos no habían recibido aún su anuncio, y el lema “Caritas Christi urget nos” (cfr 2Cor 5,14) sintetiza el programa del Instituto misionero al que dio vida, cuando tenía treinta años: una familia religiosa dedicada por entero al servicio de la evangelización, bajo el patrocinio del gran apóstol de Oriente, san Francisco Javier. San Guido María fue llamado a vivir este impulso apostólico en el ministerio episcopal, primero en Rávena y luego en Parma: con todas sus fuerzas se dedicó al bien de las almas que tenía encomendadas, sobre todo de las que se habían alejado del camino del Señor. Su vida estuvo marcada por numerosas pruebas, incluso graves. Él supo aceptar cada situación con docilidad, acogiéndola como indicación del camino trazado para él por la providencia divina; en toda circunstancia, aun en las derrotas más mortificantes, supo reconocer el diseño de Dios, que lo guiaba a edificar su Reino, sobre todo en la renuncia de sí mismo y en la aceptación cotidiana de su voluntad, con un abandono confiado cada vez más pleno. Él fue el primero en experimentar y testimoniar lo que les enseñaba a sus misioneros, es decir, que la perfección consiste en hacer la voluntad de Dios, siguiendo el modelo de Jesús Crucificado. San Guido María Conforti mantuvo fija su mirada interior en la Cruz, que dulcemente lo atraía hacia sí; al contemplarla, él veía abrirse de par en par el horizonte del mundo entero, percibía el “urgente” deseo, escondido en el corazón de todo hombre, de recibir y de acoger el anuncio del único amor que salva.

El testimonio humano y espiritual de san Luis Guanella es para toda la Iglesia un particular don de gracia. Durante su existencia terrenal él vivió con coraje y determinación el Evangelio de la Caridad, el “Gran mandamiento” que también hoy día la Palabra de Dios nos ha vuelto a llamar. Gracias a la profunda y continua unión con Cristo, en la contemplación de su amor, don Guanella, guiado por la Providencia divina, se convirtió en compañero y maestro, confortó y alivio de los más pobres y de los más débiles. El amor de Dios animaba en él, el deseo del bien para las personas que le habían sido confiadas, en lo concreto del vivir cotidiano. Su diligente atención seguía el camino de cada uno, respetando los tiempos de crecimientos y cultivando en el corazón la esperanza que todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, disfrutando la alegría de ser amado por Él –Padre de todos- puede dar a los demás lo mejor de sí mismo.

Queremos hoy alabar y dar gracias al Señor porque en San Luis Guanella nos ha dado un profeta y un apóstol de la caridad. En su testimonio, tan lleno de humanidad y atención hacia los últimos, reconocemos un signo luminoso de la presencia y de la acción benéfica de Dios: el Dios –como se escuchó en la primera Lectura- que defiende al forastero, la viuda, al huérfano, al pobre que tiene que empeñar su propio manto, su único abrigo que tiene para cubrirse de noche (cfr Es 22,20-26). Que este nuevo Santo de la caridad sea para todos, en particular para los miembros de las Congregaciones fundadas por él, modelo de profundidad y síntesis fecunda entre la contemplación y la acción, así como el mismo la vivió y puso en marcha. Toda su vivencia humana y espiritual la podemos sintetizar en las últimas palabras que pronunció antes de morir: “in caritate Christi”. Es el amor de Cristo que ilumina la vida de cada hombre, revelando como en el don de sí mismo al otro no se pierde nada, pero realizando plenamente nuestra felicidad. Que San Luis Guanella, nos obtenga crecer en la amistad con el Señor para ser en nuestro tiempo portadores de la plenitud del amor de Dios, para promover la vida en toda su manifestación y condición, y permitir que la sociedad humana se convierta cada vez más en la familia de los hijos de Dios.

En la segunda Lectura hemos escuchado un pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses, un texto que usa la metáfora del trabajo manual para describir la labor evangelizadora y que, en cierto modo, puede aplicarse también a las virtudes de Santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Cuando san Pablo escribe la carta, trabaja para ganarse el pan; parece evidente por el tono y los ejemplos empleados, que es en el taller donde él predica y encuentra sus primeros discípulos. Esta misma intuición movió a Santa Bonifacia, que desde el inicio supo aunar su seguimiento de Jesucristo con el esmerado trabajo cotidiano. Faenar, como había hecho desde pequeña, no era sólo un modo para no ser gravosa a nadie, sino que suponía también tener la libertad para realizar su propia vocación, y le daba al mismo tiempo la posibilidad de atraer y formar a otras mujeres, que en el obrador pueden encontrar a Dios y escuchar su llamada amorosa, discerniendo su propio proyecto de vida y capacitándose para llevarlo a cabo. Así nacen las Siervas de San José, en medio de la humildad y sencillez evangélica, que en el hogar de Nazaret se presenta como una escuela de vida cristiana. El Apóstol continúa diciendo en su carta que el amor que tiene a la comunidad es un esfuerzo, una fatiga, pues supone siempre imitar la entrega de Cristo por los hombres, no esperando nada ni buscando otra cosa que agradar a Dios. Madre Bonifacia, que se consagra con ilusión al apostolado y comienza a obtener los primeros frutos de sus afanes, vive también esta experiencia de abandono, de rechazo precisamente de sus discípulas, y en ello aprende una nueva dimensión del seguimiento de Cristo: la Cruz. Ella la asume con el aguante que da la esperanza, ofreciendo su vida por la unidad de la obra nacida de sus manos. La nueva Santa se nos presenta como un modelo acabado en el que resuena el trabajo de Dios, un eco que llama a sus hijas, las Siervas de San José, y también a todos nosotros, a acoger su testimonio con la alegría del Espíritu Santo, sin temer la contrariedad, difundiendo en todas partes la Buena Noticia del Reino de los cielos. Nos encomendamos a su intercesión, y pedimos a Dios por todos los trabajadores, sobre todo por los que desempeñan los oficios más modestos y en ocasiones no suficientemente valorados, para que, en medio de su quehacer diario, descubran la mano amiga de Dios y den testimonio de su amor, transformando su cansancio en un canto de alabanza al Creador.

“Te amo, Señor, mi fuerza”. De esta manera, queridos hermanos y hermanas, hemos aclamado con el Salmo responsorial. De tal amor apasionado por Dios son signos elocuentes estos tres nuevos Santos. Dejémonos atraer por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus enseñanzas, para que toda nuestra existencia sea testimonio de un auténtico amor hacia Dios y hacia el prójimo.
Que la Virgen María, la Reina de los Santos, nos de esta gracia, así como la intercesión de san Guido María Conforti, de san Luis Guanella y de santa Bonifacia Rodríguez de Castro. Amén.

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