Practicamos
esta devoción rezando, todos los días, siete veces el Avemaría mientras
meditamos los siete dolores de María (un Avemaría en cada dolor).
María
quiere que meditemos en sus dolores. Por eso al rezar cada Avemaría es muy
importante que cerrando nuestros ojos y poniéndonos a su lado, tratemos de
vivir con nuestro corazón lo que experimentó su Corazón de Madre tierna y pura
en cada uno de esos momentos tan dolorosos de su vida. Si lo hacemos vamos a ir
descubriendo los frutos buenos de esta devoción: empezaremos a vivir nuestros
dolores de una manera distinta y le iremos respondiendo al Señor como Ella lo
hizo.
Comprenderemos
que el dolor tiene un sentido, pues ni a la misma Virgen María, la Madre “tres
veces admirable”, por ser Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de
Dios Espíritu Santo, Dios la libró del mismo.
Si María,
que no tenía culpa alguna, experimentó el dolor, ¿por qué no nosotros?
PROMESAS DE
LA VIRGEN A LOS DEVOTOS DE SUS DOLORES
Siete gracias que la Santísima Virgen concede
a las almas que la honran diariamente (considerando sus lágrimas y dolores) con
siete Avemarías. Santa Brígida.
1º. Pondré
paz en sus familias.
2º. Serán
iluminados en los Divinos Misterios.
3º. Los
consolaré en sus penas y acompañaré en sus trabajos.
4º. Les
daré cuanto me pidan con tal que no se oponga a la voluntad de mi Divino Hijo y
a la santificación de sus almas.
5º. Los
defenderé en los combates espirituales con el enemigo infernal, y los protegeré
en todos los instantes de sus vidas.
6º. Los
asistiré visiblemente en el momento de su muerte: verán el rostro de su Madre.
7º. He
conseguido de mi Divino Hijo que los que propaguen esta devoción (a mis
lágrimas y dolores) sean trasladados de esta vida terrenal a la felicidad
eterna directamente, pues serán borrados todos sus pecados, y mi Hijo y Yo
seremos “su eterna consolación y alegría”.
1º. La
profecía de Simeón (Lc. 2, 22-35) ¡Dulce Madre mía! Al presentar a Jesús en el
templo, la profecía del anciano Simeón te sumergió en profundo dolor al oírle
decir: “Este Niño está puesto para ruina y resurrección de muchos de Israel, y
una espada traspasará tu alma”. De este modo quiso el Señor mezclar tu gozo con
tan triste recuerdo. Rezar Avemaría.
2º. La
persecución de Herodes y la huída a Egipto (Mt. 2, 13-15) ¡Oh Virgen querida!,
quiero acompañarte en las fatigas, trabajos y sobresaltos que sufriste al huir
a Egipto en compañía de San José para poner a salvo la vida del Niño Dios.
Rezar Avemaría.
3º. Jesús
perdido en el Templo, por tres días (Lc. 2, 41-50) ¡Virgen Inmaculada! ¿Quién
podrá pasar y calcular el tormento que ocasionó la pérdida de Jesús y las
lágrimas derramadas en aquellos tres largos días? Déjame, Virgen mía, que yo
las recoja, las guarde en mi corazón y me sirva de holocausto y agradecimiento
para contigo. Rezar Avemaría.
4º. María
encuentra a Jesús, cargado con la Cruz (Vía Crucis, 4ª estación)
Verdaderamente, calle de la amargura fue aquella en que encontraste a Jesús tan
sucio, afeado y desgarrado, cargado con la cruz que se hizo responsable de
todos los pecados de los hombres, cometidos y por cometer. ¡Pobre Madre! Quiero
consolarte enjugando tus lágrimas con mi amor. Rezar Avemaría.
5º. La
Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor (Jn. 19, 17-30) María, Reina de los
mártires, el dolor y el amor son la fuerza que los lleva tras Jesús, ¡qué
horrible tormento al contemplar la crueldad de aquellos esbirros del infierno
traspasando con duros clavos los pies y manos del salvador! Todo lo sufriste
por mi amor. Gracias, Madre mía, gracias. Rezar Avemaría.
6º. María
recibe a Jesús bajado de la Cruz (Mc. 15, 42-46) Jesús muerto en brazos de
María. ¿Qué sentías Madre? ¿Recordabas cuando Él era pequeño y lo acurrucabas
en tus brazos?. Por este dolor te pido, Madre mía, morir entre tus brazos.
Rezar Avemaría.
7º. La
sepultura de Jesús (Jn. 19, 38-42) Acompañas a tu Hijo al sepulcro y debes
dejarlo allí, solo. Ahora tu dolor aumenta, tienes que volver entre los
hombres, los que te hemos matado al Hijo, porque Él murió por todos nuestros
pecados. Y Tú nos perdonas y nos amas. Madre mía perdón, misericordia. Rezar
Avemaría.
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María en
San Nicolás, nos dio este mensaje sobre sus siete dolores de hoy:
15-09-89
(fiesta de Ntra. Señora de los Dolores)
“Hija mía,
en estos días, son Mis Dolores:
el rechazo
hacia Mi Hijo,
el ateísmo,
la falta de
caridad,
los niños
que no nacen,
la
incomprensión en las familias,
el gran
egoísmo de muchos hijos en el mundo,
los
corazones aún cerrados al Amor de esta Madre...”
En el libro
"Las Glorias de María" de San Alfonso María de Ligorio se dice lo
siguiente:
"El
mismo Jesús reveló a la beata Mónica de Binasco que él se complace mucho en ver
que se siente compasión por su Madre, y así le habló: Hija, agradezco mucho las
lágrimas que se derraman por mi pasión; pero amando con amor inmenso a mi Madre
María, me es sumamente grata la meditación en los dolores que ella padeció en
mi muerte.
Por eso son
tan grandes las gracias prometidas por Jesús a los devotos de los dolores de
María. Refiere Pelbarto haberse revelado a Santa Isabel, que San Juan, después
de la Asunción de la Virgen, ardía en deseos de verla; y obtuvo la gracia pues
se le apareció su amada Madre y con ella Jesucristo. Oyó que María le pedía a
su divino Hijo, gracias especiales para los devotos de sus dolores. Y Jesús le
prometió estas gracias especiales:
1ª. Que el
que invoque a la Madre de Dios recordando sus dolores, tendrá la gracia de
hacer verdadera penitencia de todos sus pecados.
2ª. Que los
consolará en sus tribulaciones, especialmente en la hora de la muerte.
3ª. Que
imprimirá en sus almas el recuerdo de su Pasión y en el cielo se lo premiará.
4ª. Que
confiará estos devotos a María para que disponga de ellos según su agrado y les
obtenga todas las gracias que desee".
Mensaje de
la Santísima Virgen María al P. Gobbi, del Movimiento Sacerdotal Mariano:
15 de
septiembre de 1986
Fiesta de
Nuestra Señora de los Dolores
Os formo en
el padecer
"Hijos
predilectos, aprended de Mí a decir siempre Sí al Padre Celestial, incluso
cuando os pide la contribución preciosa de vuestros sufrimientos.
Soy la
Virgen Dolorosa.
Soy la
Madre del sufrimiento.
Mi Hijo
Jesús nació de Mí para inmolarse, como víctima de amor, para vuestro rescate.
Jesús es el
dócil y manso cordero, que mudo se deja conducir al matadero.
Jesús es el
verdadero Cordero de Dios, que quita todos los pecados del mundo.
Desde el
momento de su descenso a mi seno virginal hasta el momento de su subida a la
Cruz, Jesús se ha abandonado siempre al Querer del Padre, ofreciéndole con amor
y con alegría el don precioso de todo su padecer.
Yo soy la
Dolorosa, porque, como Madre, he formado, he hecho crecer, he seguido, he amado
y he ofrecido a mi Hijo Jesús, como dócil y mansa víctima, a la divina justicia
del Padre.
Así he
podido ser la ayuda y el consuelo más grande en su inmenso sufrir.
En estos
tiempos tan dolorosas, Yo estoy también como Madre al lado de cada uno de
vosotros para formaros, ayudaros y daros ánimo en todo vuestro padecer.
Os formo en
el padecer, al decir con vosotros el Sí al Padre Celestial, que Él os pide,
como vuestra personal colaboración a la Redención llevada a cabo por mi Hijo
Jesús.
En esto,
Yo, vuestra Madre, he sido para vosotros ejemplo y modelo, porque por mi
perfecta cooperación a todo el padecer de mi Hijo, me convertí en la primera
colaboradora de la Obra redentora con mi dolor materno.
Me hice
verdadera corredentora, y ahora me puedo ofrecer como ejemplo para cada uno de
vosotros al ofrecer el propio sufrimiento personal al Señor, para ayudar a
todos a seguir el camino del bien y de la salvación.
Por este
motivo, mi deber materno, en estos tiempos sangrientos de purificación, es el
de formaros sobre todo para el padecer.
Os ayudo
también a sufrir con mi presencia de madre, que os solicita transforméis todo
vuestro dolor en un perfecto don de amor.
Por esto os
educo en la docilidad, en la mansedumbre, en la humildad de corazón.
Os ayudo a
sufrir, con la alegría de entregaros a los hermanos, como se dio Jesús.
Entonces
llevaréis vuestra Cruz con alegría, vuestro sufrimiento se volverá dulce y será
la vía segura que os conducirá a la verdadera paz del corazón.
Os conforto
en todos los sufrimientos, con la seguridad de que Yo estoy junto a vosotros,
como estuve junto a la Cruz de Jesús.
Hoy, cuando
los dolores aumentan en todas partes, todos advertirán, cada vez con más
intensidad, la presencia de la Madre Celestial.
Porque ésta
es mi misión de Madre y Corredentora: acoger cada gota de vuestro padecer,
transformarla en un don precioso de amor y de reparación y ofrecerla cada día a
la Justicia de Dios.
Sólo así
podemos forzar juntos la puerta de oro del Corazón Divino de mi Hijo Jesús para
que pueda hacer descender pronto, sobre la Iglesia y sobre la humanidad, el río
de gracias y de fuego de su Amor Misericordioso, que renovará todas las
cosas".
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LOS SIETE
DOLORES DE LA VIRGEN SEGÚN LA OBRA DE MARÍA VALTORTA (Ver sobre María Valtorta)
1º. La
profecía de Simeón
María
ofrece el Niño –que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos
inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días- al
sacerdote. Éste le toma y le eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el
Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos
escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el
sacerdote se marcha.
Algunos
miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y
renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano –para mí, sin duda, de más
de ochenta años-. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo.
María, sonriendo, se lo concede.
Simeón –que
yo siempre había creído que pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo,
a juzgar al menos por el vestido, es un simple fiel- le toma y le besa. Jesús
le sonríe con ese gesto mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que le
observa curioso, porque el viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus
lágrimas crean todo un bordado de destellos que se insinúa entre las arrugas y
que perla su larga barba blanca hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es
Jesús, pero es un niñito pequeñín, y todo lo que se mueve delante de Él atrae
su atención, y se le antoja tomarlo para entender mejor lo que es. María y José
sonríen, como también las otras personas que están presentes, que celebran la
hermosura del Pequeñuelo.
Oigo las
palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada
emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y
emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre
éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza
mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por
la edad.
La sonrisa
de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el dolor. A
pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se acerca
más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño contra su
pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual, siendo mujer,
siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le mitigará con
sobrenatural fuerza la hora del dolor. “Mujer, a Aquel que ha dado el Salvador a
su pueblo no le faltará el poder de otorgar el don de su ángel para confortar
tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del Señor a las grandes mujeres de
Israel, y tú eres mucho más que Judit y que Yael. Nuestro Dios te dará corazón
de oro purísimo para aguantar el mar de dolor por el que serás la Mujer más
grande de la creación, la Madre. Y tú, Niño, acuérdate de mí en la hora de tu
misión”.
Saber más
sobre la Obra de María Valtorta - CLIC AQUÍ
2º. La
persecución de Herodes y la huída a Egipto
9 de Junio
de 1944.
Mi espíritu
ve la siguiente escena.
Es de
noche. José está durmiendo en su modesto lecho, en su diminuta habitación. Su
sueño es pacífico, como el de quien está descansando del mucho trabajo cumplido
con honradez y diligencia.
Lo veo en
la oscuridad de la estancia, oscuridad apenas interrumpida por un hilo de luz
lunar que penetra por una rendija de la hoja de la ventana, que está sólo
entornada, no cerrada del todo, como si José tuviera calor en esta pequeña
habitación, o como si quisiera tener ese hilo de luz para saberse medir al
amanecer y levantarse diligentemente. Está girado sobre uno de los lados, y
sonríe mientras duerme, quién sabe ante qué visión que está soñando.
Pero su
sonrisa se transforma en congoja. Emite el típico suspiro, profundo de quien
está teniendo una pesadilla, y se despierta sobresaltado. Se sienta en la cama,
se restriega los ojos, mira a su alrededor, y mira hacia la ventanita de la que
proviene ese hilo de luz. Es plena noche; no obstante, coge la prenda de vestir
que está extendida a los pies de la cama y, todavía sentado en el lecho, se la
pone encima de la túnica blanca de manga corta que tenía sobre la piel. Levanta
las mantas, pone los pies en el suelo y busca las sandalias. Se las pone y se
las ata. Se pone en pie y se dirige hacia la puerta que está frente a su cama;
no hacia la que está lateral a la misma y que conduce al salón en que fueron
recibidos los Magos.
Llama
suavemente con la punta de los dedos: un casi insensible tic-tic. Debe haber
oído que se le invita a entrar, pues abre con cuidado la puerta y la vuelve a
entornar sin hacer ruido. Antes de ir a la puerta había encendido una lamparita
de aceite, de una sola llama; por tanto, se ilumina con ella. Entra... En una
habitacioncita sólo un poco más grande que la suya, con una cama pequeña y baja
al lado de una cuna, ya ardía una lamparita: la llamita oscilante, en un
rincón, parece una estrellita de luz tenue y dorada que permite ver sin
molestar a quien esté dormido.
Pero María
no está dormida, está arrodillada junto a la cuna. Tiene un vestido claro y
está orando, y velando a Jesús, que duerme tranquilo. Jesús tiene la edad de la
visión de los Magos. Es un niño de un año aproximadamente, un niño guapo,
rosado y rubio, y está durmiendo, con su cabecita ensortijada hundida en la
almohada y una manita bien cerrada junto a la garganta.
-¿No
duermes? - pregunta José en voz baja denotando asombro - ¿Por qué? ¿Jesús no
está bien?
-¡Oh, no!
Él está bien. Yo estoy rezando. Luego me echaré a dormir. ¿Por qué has venido,
José? Mientras habla, María sigue arrodillada donde estaba antes.
José, en
voz bajísima para no despertar al Niño, pero en tono apremiante, dice:
- Tenemos
que irnos de aquí enseguida, enseguida. Prepara el baulillo y un fardo con todo
lo que puedas meter en ellos.
Yo me
encargo de preparar lo demás, llevaré lo más que pueda... Cuando empiece a
clarear huimos. Lo haría incluso antes, pero tengo que hablar con la dueña de
la casa....
-¿Y por qué
esta huida?
- Después
te lo explico mejor. Es por Jesús. Un ángel me ha dicho: "Toma al Niño y a
la Madre y huye a Egipto". No pierdas tiempo. Yo ya empiezo a preparar
todo lo que pueda.
No era
necesario decirle a María que no perdiese tiempo. Apenas ha oído hablar de
ángel, de Jesús y de huida, ha comprendido que un peligro se cierne sobre su
Criatura, y de un salto se ha puesto en pie; su cara más blanca que un cirio,
una mano contra el pecho, angustiada. Enseguida se ha puesto en movimiento,
ágil, ligera, y ha empezado a colocar la ropa de vestir en el baulillo y en un
fardo grande que ha extendido primero sobre su cama aún intacta. Sin duda está
angustiada, pero no pierde las riendas; hace las cosas con rapidez pero no sin
orden. De vez en cuando, pasando junto a la cuna, mira al Niño, que duerme
ajeno a lo que está sucediendo.
-¿Necesitas
ayuda? - pregunta cada cierto tiempo José, asomando la cabeza por la puerta
entreabierta.
- No,
gracias - responde siempre María.
Hasta que
el fardo — que debe pesar bastante — no está lleno, no llama a José para que la
ayude a cerrarlo y a quitarlo de encima de la cama. No obstante, José quiere
hacerlo solo; coge el largo fardo y se lo lleva a su cuarto.
-¿Cojo
también las mantas de lana? - pregunta María.
- Coge todo
lo más que puedas; todo el resto lo perderemos. Toma todo lo que puedas. Nos
servirá porque... ¡porque tendremos que estar fuera mucho tiempo, María!... -
José está muy apenado al decir esto, y María... se puede uno hacer idea de cómo
está; suspirando, dobla las colchas suyas y las de José, y éste las ata con una
cuerda.
- Dejamos
los bordados y las esterillas» dice mientras está atando las colchas - A pesar
de que voy a tomar tres burros, no puedo cargarlos demasiado, pues el camino
será largo e incómodo, parte entre montañas y parte por el desierto. Tapa bien
a Jesús. Las noches serán frías, tanto en las montañas como en el desierto. He
cogido los regalos de los Magos, porque en aquella tierra nos vendrán bien.
Todo lo que tengo lo gasto para comprar los dos burros. Debo comprarlos, porque
no podemos devolverlos. Voy ahora, antes de que amanezca. Sé dónde buscarlos.
Tú termina de prepararlo todo – Y se marcha.
María
recoge todavía algunos objetos. Observa a Jesús y sale, para volver con unos
vestiditos que parecen todavía húmedos — quizás se lavaron el día antes —; los
dobla y los envuelve en un pedazo de tela y los coloca junto con las otras
cosas.
Ya no queda
nada más.
Se vuelve
mirando a su alrededor y ve, en un rincón, un juguete de Jesús: una ovejita
tallada en madera. La toma en sus manos... un sollozo entrecortado... un beso:
la madera conserva las huellas de los dientecitos de Jesús, y las orejas de la ovejita
están del todo llenas de mordisquitos. María acaricia ese objeto sin valor en
sí, de una pobre madera clara, pero de mucho valor para Ella, ya que le habla
del afecto de José por Jesús, y de su Niño. Lo pone también con las otras cosas
encima del baulillo cerrado,.
Ahora ya sí
que no queda nada. Sólo Jesús, que está en su cunita. María piensa que sería
conveniente también preparar al Niño. Va donde la cuna y la mueve un poco para
despertar al Pequeñuelo. Mas Él solamente refunfuña un poco; se da la vuelta y
sigue durmiendo. María le acaricia delicadamente los ricitos. Jesús,
bostezando, abre la boquita. María se inclina hacia
Él y leo
besa en la mejilla. Jesús termina de despertarse. Abre los ojos. Ve a su Mamá y
sonríe, y tiende las manitas hacia su pecho.
- Sí, amor
de tu Mamá. Sí, la leche. Antes que de costumbre... ¡De todas formas, Tú
siempre estás preparado para mamar, corderito mío santo!
Jesús ríe y
juguetea, agitando los piececitos por fuera de las mantas, y los brazos, con
una de esas manifestaciones de alegría de los niños pequeños que tan bonitas
son de ver. Hinca los piececitos contra el estómago de su Mamá, se curva en
forma de arco y apoya su cabecita rubia en el pecho de Ella, y luego se echa
bruscamente para atrás y se ríe agarrando con sus manitas las cintas que ciñen
al cuello el vestido de María tratando de abrirlo. Con su camisita de lino, se
le ve a Jesús guapísimo, regordete, rosado como una flor.
María se
inclina. Así, inclinada, sobre la cuna como protección, llora y sonríe al mismo
tiempo, mientras el Niño balbucea esas palabras, que no son palabras, de todos
los niños pequeños, entre las cuales se oye nítida y repetidamente la palabra
"mamá". La mira, asombrado de verla llorar. Alarga una manita hacia
los brillantes hilos de llanto, que se la mojan al hacer la caricia.
Primorosamente, vuelve a apoyarse en el pecho materno y en él se recoge
enteramente, acariciándoselo con su manita.
María lo
besa por entre el pelo y lo toma en brazos, se sienta y se pone a vestirlo: ya
tiene el vestidito de lana, ya las diminutas sandalitas. Le da la leche. Jesús
mama con avidez la leche buena de su Mamá, y, cuando ya le parece que por la
parte derecha viene menos, va a buscar a la izquierda, y ríe al hacerlo,
mirando a su Mamá de abajo arriba, para luego dormirse de nuevo — apoyado aún
el carrillo rosado y redondo en el seno blanco y redondo — sobre el pecho de
Ella.
María se
levanta muy despacito y lo coloca sobre la manta acolchada de su cama. Lo tapa
con su manto. Vuelve a la cuna y dobla las mantitas. Piensa en si conviene o no
coger también el colchoncito. ¡Tan pequeño como es... se puede llevar!
Lo pone,
junto con la almohada, con las cosas que ya estaban encima del baulito. Y llora
ante la cuna vacía. ¡Pobre Madre, perseguida en su Criatura!
José
regresa.
-¿Estás
preparada? ¿Está preparado Jesús? ¿Has cogido sus mantas y su camita? No
podemos llevarnos la cuna, pero por lo menos que tenga su colchoncito. ¡Oh,
pobre Pequeñuelo, perseguido a muerte!
-¡José! -
grita María agarrándose al brazo de José.
- Sí,
María, a muerte. Herodes lo quiere muerto... porque tiene miedo de Él... Esa
fiera inmunda tiene miedo de este Inocente, por su reino humano. No sé lo que
hará cuando comprenda que ha huido; pero para entonces nosotros ya estaremos
lejos. No creo que se vengue buscándolo incluso en Galilea. Ya sería difícil
para él descubrir que somos galileos; más difícil aún, saber que somos de
Nazaret y quiénes somos exactamente. A no ser que Satanás le eche una mano en
agradecimiento de sus fieles servicios. Mas... si eso sucede... Dios nos
ayudará igualmente. No llores, María, que el verte llorar es para mí un dolor
mucho mayor que el de tener que marchar al exilio.
-¡Perdóname,
José! No lloro por mí, ni por los pocos bienes que pierdo. Lloro por ti... ¡Ya
mucho te has tenido que sacrificar! Ahora, otra vez, te quedas sin clientes,
sin casa... ¡Cuánto te cuesto, José!
-¿Cuánto?
No, María. No me cuestas nada. Me consuelas. Siempre me consuelas. No pienses
en el mañana. Tenemos el caudal que nos han dado los Magos. Nos servirán de
ayuda al principio. Luego me buscaré un trabajo. Un obrero honrado y competente
se abre camino enseguida. Ya lo has visto aquí. No me da abasto el tiempo para
el cúmulo de trabajo.
- Sí, lo
sé. Pero, ¿quién te va a aliviar tu nostalgia?
-¿Y a ti?
¿Quién te va a aliviar la nostalgia de esa casa que tanto amas?
- Jesús.
Teniéndolo a Él, tengo todo lo que allí tenía.
- Y yo
también teniendo a Jesús tengo ya esa patria que he esperado hasta hace pocos
meses, y... tengo a mi Dios. Ya ves que no pierdo nada de lo que más amo. Basta
con salvar a Jesús; si es así, todo nos queda. Aunque no volviéramos a ver este
cielo, estos campos, o los aún más amados campos de Galilea, siempre tendremos
todo porque lo tendremos a Él. Ven, María, que empieza a clarear. Llega el
momento de saludar a la huésped y de cargar nuestras cosas. Todo irá bien.'
María se
pone en pie, obediente. Se arropa en su manto; mientras tanto, José prepara un
último bulto, se lo carga y sale.
María
levanta delicadamente al Niño, lo arropa en un mantón y lo aprieta contra su
pecho. Mira las paredes que durante meses la han hospedado y, rozándolas
apenas, las toca con una mano. ¡Bendita esa casa, que ha merecido ser amada y
bendecida por María!
Sale. Cruza
la habitacioncita que era de José, entra en la estancia grande. La dueña de la
casa, en lágrimas, la besa y se despide de Ella, y, levantando un borde del
mantón, besa al Niño en la frente. Él duerme tranquilo. Bajan por la escalerita
exterior.
Hay un
primer claror de alborada que apenas permite ver. En la escasa luz se ven tres
burros. El más fuerte lleva los enseres. Los otros van sólo con la albarda.
José está manos a la obra para asegurar bien el baulillo y los paquetes en la
albarda del primero. Veo, atados en un haz, y colocados encima del fardo, sus
utensilios de carpintero.
Nuevos
saludos y nuevas lágrimas. María se monta en su burrillo, mientras la patrona
tiene a Jesús en brazos y lo besa una vez más; luego se lo devuelve a María.
Monta también José, el cual ha atado su asno al que lleva los equipajes, para
estar libre y poder así controlar el de María.
La huida
comienza mientras Belén, que sueña todavía la fantasmagórica escena de los
Magos, duerme tranquila, sin saber lo que le espera.
Y la visión
cesa así.
Dice Jesús:
- Y también
esta serie de visiones terminan así. Hemos ido mostrándote las escenas que
precedieron, acompañaron y siguieron a mi Llegada; no por ellas mismas, que son
muy conocidas, sino para aplicación, en ti y en los demás, del sentido
sobrenatural que de ellas deriva, y dároslo como norma de vida. Estas escenas
son muy conocidas, aunque haya que decir que han sido alteradas por elementos
que han ido superponiéndose con los siglos, debido siempre a ese modo de ver,
humano, que, pretendiendo dar mayor gloria a Dios — y por ello queda perdonado
—transforma en irreal lo que sería tan bonito dejar real.
Porque ello
no disminuye mi Humanidad ni la de María, de la misma manera que este ver las
cosas en su realidad no ofende ni a mi Divinidad ni a la Majestad del Padre ni
al Amor de la Trinidad santísima; antes bien, con ello resplandecen los méritos
de mi Madre y mi perfecta humildad, y refulge la bondad omnipotente del eterno
Señor.
El Decálogo
es la Ley; mi Evangelio, la doctrina que os la hace más clara y más atractiva
de seguirse. Serían suficientes esta Ley y esta Doctrina para obtener, de los
hombres, santos.
Pero
vuestra humanidad os pone tantas dificultades — humanidad que, verdaderamente,
en vosotros sobrepuja demasiado al espíritu — que no podéis seguir estos
caminos, y caéis, u os detenéis descorazonados. Os decís a vosotros mismos, y a
quienes quisieran haceros caminar citándoos los ejemplos del Evangelio:
"Pero Jesús, María, José... (y así todos los santos) no eran como
nosotros. Eran fuertes; han sufrido, pero han sido inmediatamente consolados;
fueron aliviados incluso de ese poco dolor que sufrieron; no sentían las
pasiones... Eran seres que ya estaban fuera de la tierra".
¡Ese poco
dolor!... ¡No sentían las pasiones!...
El dolor
fue amigo fiel nuestro, con los más variados aspectos y nombres.
Las
pasiones... No uséis mal la palabra, llamando "pasiones" a los vicios
que os sacan del camino recto. Llamadlos sinceramente "vicios", y,
además, capitales. No es que nosotros ignorásemos los vicios. Teníamos ojos y
oídos, y Satanás hacía danzar ante nosotros y a nuestro alrededor estos vicios,
mostrándonoslos en los viciosos con toda su carga de suciedad, o tentándonos
con insinuaciones. Mas estas porquerías y estas insinuaciones, tendida como
estaba la voluntad a querer agradar a Dios, en vez de producir lo que se había
propuesto Satanás, producían lo contrario. Y cuanto más insistía él, más nos
refugiábamos nosotros en la luz de Dios, por asco hacia las tinieblas fangosas
que nos ponía ante los ojos del cuerpo y del espíritu.
Pero no
hemos ignorado las pasiones en sentido filosófico entre nosotros. Amamos la
patria, y con ella a nuestra pequeña Nazaret, más que a cualquier otra ciudad
de Palestina. Tuvimos afectos hacia nuestra casa, hacia los parientes y los
amigos. ¿Por qué no íbamos a haberlos tenido? Pero no nos hicimos esclavos de
los afectos, porque nada sino Dios debe ser señor; antes bien hicimos de ellos
buenos compañeros nuestros.
Mi Madre
gritó de alegría cuando, pasados aproximadamente cuatro años, volvió a Nazaret
y puso pie en su casa, y besó esas paredes entre las cuales su "Sí"
abrió su seno para recibir la Semilla de Dios. José saludó con alegría a los
parientes, a los sobrinitos, crecidos en número y en edad. Gozó al verse recordado
por sus conciudadanos y al ver que por sus dotes en el oficio lo buscaron
enseguida. Yo fui sensible a la amistad. Sufrí por la traición de Judas como
por una crucifixión moral. ¿Y qué?: ni mi Madre ni José antepusieron su amor a
la casa, o a los familiares, a la voluntad de Dios.
Y Yo no
escatimé palabras — si había que decirlas — que me habrían de acarrear el
rencor de los hebreos o la animadversión de Judas. Yo sabía — y podría haberlo
hecho — que bastaba el dinero para sujetarlo a mí; pero hubiera sido no a mí
como Redentor sino a mí como rico. Yo, que multipliqué los panes, si hubiera
querido, habría podido multiplicar el dinero; pero no había venido para
proporcionar satisfacciones humanas. A nadie. Mucho menos a los que había
llamado. Yo había predicado sacrificio, desapego, vida casta, puestos humildes.
¿Qué Maestro habría sido Yo, qué Justo, si hubiese dado dinero a uno para su
sensualismo mental y físico, sólo porque ése hubiera sido el modo de sujetarlo
a mí?
Para ser
grandes en mi Reino hay que hacerse "pequeños". Quien quiera ser
"grande" a los ojos del mundo no es apto para reinar en mi Reino;
paja es para el lecho de los demonios. Porque la grandeza del mundo está en
antítesis con la Ley de Dios.
El mundo
llama "grandes" a quienes — con medios casi siempre ilícitos — saben
conseguir los mejores puestos y, para hacerlo, hacen del prójimo escabel, y
ponen su pie encima y lo aplastan; llama "grandes" a los que saben
matar para reinar — matar moral o materialmente — y arrebatan puestos o se
enseñorean de las naciones y se enriquecen desangrando a los demás,
arrebatándoles la riqueza individual o colectiva. El mundo llama frecuentemente
"grandes" a los delincuentes. No. La "grandeza" no está en
la delincuencia, está en la bondad, la honradez, el amor, la justicia.
¡Observad qué venenosos frutos — recogidos en su malvado, demoníaco jardín
interior — vuestros "grandes" os ofrecen!
Deseo
hablar de la última visión, dejando de lado otras cosas, total, sería inútil,
porque el mundo no quiere oír la verdad que le concierne. Esta visión da luz
acerca de un detalle citado dos veces en el Evangelio de Mateo, una frase
repetida dos veces:
"¡Levántate,
toma al Niño y a su Madre y huye a Egipto!"; "¡Levántate, toma al
Niño y a su Madre y vuelve a la tierra de Israel!".
Y has
podido ver cómo en la habitación estaba María sola con el Niño.
La
virginidad de María después del parto y la castidad de José sufren muchas
agresiones por parte de quienes, siendo sólo lodo putrefacto, no admiten que
uno pueda ser ala y luz. Desdichados, cuyo fauno está tan corrompido y cuya
mente está tan prostituida a la carne, que son incapaces de pensar que uno como
ellos pueda respetar a una mujer, viendo en ella el alma y no la carne;
incapaces de elevarse a sí mismos viviendo en una atmósfera sobrenatural,
tendiendo no a las cosas carnales, sino a las divinas.
Pues bien,
a estos que combaten contra la suprema belleza, a estos gusanos incapaces de
transformarse en mariposa, a estos reptiles cubiertos por la baba de su
lujuria, incapaces de comprender la belleza de una azucena, Yo les digo que
María fue virgen y siguió siéndolo, y que solo su alma se desposó con José,
como también su espíritu únicamente se unió al Espíritu de
Dios, y por
obra de Éste concibió al Único que llevó en su seno: a mí, a Jesucristo,
Unigénito de Dios y de María.
No se trata
de una tradición que haya florecido después, por un amoroso respeto hacia mi
Bienaventurada Madre; se trata de una verdad conocida ya desde los primeros
tiempos.
Mateo no
nació siglos más tarde; era contemporáneo de María. Mateo no era un pobre
ignorante que hubiera vivido en los bosques y que fuera propenso a creerse
cualquier patraña. Era un funcionario de hacienda, como diríais ahora vosotros
(nosotros entonces decíamos recaudador). Sabía ver, oír, entender, escoger
entre la verdad y la falsedad. Mateo no oyó las cosas por referencias de
terceros, sino que las recogió de labios de María, preguntándole a Ella,
llevado de su amor hacia el Maestro y hacia la verdad.
Y no quiero
pensar que estos que niegan la inviolabilidad de María piensen que Ella quizás
pudo mentir. Mis propios parientes, si hubiera habido otros hijos, hubieran
podido desmentir su testimonio: Santiago, Judas, Simón y José eran
condiscípulos de Mateo. Por tanto éste hubiera podido fácilmente confrontar las
versiones, si hubiese habido otras versiones. Y sin embargo Mateo nunca dice:
"¡Levántate y toma contigo a tu mujer!". Dice: "¡Toma contigo a
la Madre de Él!". Y antes dice:
"Virgen
desposada con José"; 'José, su esposo".
Y que éstos
no objeten que se trataba de un modo de hablar de los hebreos, como si decir
"la mujer de" fuera una infamia. No, negadores de la Pureza. Ya desde
las primeras palabras del Libro se lee: "... y se unirá a su mujer".
Se la llama "compañera" hasta el momento de la consumación física del
vínculo matrimonial, y luego se la llama "la mujer de" en distintos
momentos y en distintos capítulos. Así se les llama a las esposas de los hijos
de Adán; y a Sara, llamada "mujer de" Abraham: "Sara, tu
mujer". Y también: "Toma contigo a tu mujer y a tus dos hijas",
a Lot. Y en el libro de Rut está escrito: "La Moabita, mujer de
Majlón". Y en el primer libro de los Reyes se dice: "Elcana tuvo dos
mujeres"; y luego: "Elcana después conoció a su mujer Ana"; y
también: "Elí bendijo a Elcana y a la mujer de éste". Y también en el
libro de los Reyes está escrito: "Betsabé, mujer de Urías Eteo, vino a ser
mujer de David y le dio a luz un hijo". Y ¿qué se lee en el libro azul de
Tobías, lo que la Iglesia os canta en vuestras bodas, para aconsejaros que
seáis santos en el matrimonio? Se lee: "Llegado Tobit con su mujer y con
su hijo..."; y también: "Tobit logró huir con su hijo y con su
mujer".
Y en los
Evangelios, o sea, en tiempos contemporáneos a Cristo, en que, por tanto, se
escribía con lenguaje moderno respecto a aquellos tiempos — por lo que no
pueden sospecharse errores de trascripción — se dice, y precisamente lo dice
Mateo en el capítulo 22: "...y el primero, habiendo tomado mujer, murió y
dejó su mujer a su hermano". Y Marcos en el capítulo 10: "Quien
repudia a su mujer...". Y Lucas llama a Isabel mujer de Zacarías, cuatro
veces seguidas; y en el capítulo 8 dice: 'Juana, mujer de Cusa".
Como podéis
ver, este nombre no era un vocablo proscrito por quien estaba en las vías del
Señor, un vocablo inmundo, no digno de ser proferido, y mucho menos escrito,
donde se tratara de Dios y de sus obras admirables. Y el ángel, diciendo:
"el Niño y su Madre", os demuestra que María fue verdadera Madre
suya, pero no fue la mujer de José; siempre fue: la Virgen desposada con José.
Y ésta es
la última enseñanza de estas visiones. Y es una aureola que resplandece sobre
las cabezas de María y de José.
La Virgen
inviolada. El hombre justo y casto. Las dos azucenas entre las que crecí oyendo
sólo fragancias de pureza.
A ti,
pequeño Juan, te podría hablar sobre el dolor de María por su doble, brusca
separación de la casa y de la patria.
Pero no hay
necesidad de palabras. Tú lo comprendes y ello te hace morir. Dame tu dolor.
Sólo quiero esto. Es más que cualquier otra cosa que puedas darme. Es viernes,
María. Piensa en mi dolor y en el de María en el Gólgota para poder soportar tu
cruz.
Nuestra paz
y nuestro amor quedan contigo.
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3º. Jesús
perdido en el Templo, por tres días
22 de
febrero de 1944.
Dice Jesús:
“Volvemos
muy atrás en el tiempo, muy atrás. Volvemos al Templo, donde Yo, con doce años,
estoy disputando; es más, volvemos a las vías que van a Jerusalén, y de
Jerusalén al Templo.
Observa la
angustia de María al ver –una vez congregados de nuevo juntos hombres y
mujeres- que Yo no estoy con José.
No levanta
la voz regañando duramente a su esposo. Todas las mujeres lo habrían hecho; lo
hacéis, por motivos mucho menores, olvidándoos de que el hombre es siempre
cabeza del hogar. No obstante, el dolor que emana del rostro de María traspasa
a José más de lo que pudiera hacerlo cualquier tipo de reprensión. No se da
tampoco María a escenas dramáticas. Por motivos mucho menores, vosotras lo
hacéis deseando ser notadas y compadecidas. No obstante, su dolor contenido es
tan manifiesto (se pone a temblar, palidece su rostro, sus ojos se dilatan) que
conmueve más que cualquier escena de llanto y gritos.
Ya no
siente ni fatiga ni hambre. ¡Y el camino había sido largo, y sin reparar
fuerzas desde hacía horas! Deja todo; deja el camastro que se estaba
preparando, deja la comida que iban a distribuir. Deja todo y regresa. Está
avanzada la tarde, anochece; no importa; todos sus pasos la llevan de nuevo
hacia Jerusalén; hace detenerse a las caravanas, a los peregrinos; pregunta,
José la sigue, la ayuda. Un día de camino en dirección contraria, luego la
angustiosa búsqueda por la Ciudad.
¿Dónde,
dónde puede estar su Jesús? Y Dios permite que Ella, durante muchas horas, no
sepa dónde buscarme. Buscar a un niño en el Templo no era cosa juiciosa: ¿qué
iba a tener que hacer un niño en el Templo? En el peor de los casos, si se
hubiera perdido por la ciudad y, llevado de sus cortos pasos, hubiera vuelto al
Templo, su llorosa voz habría llamado a su mamá, atrayendo la atención de los
adultos y de los sacerdotes, y se habrían puesto los medios para buscar a los
padres fijando avisos en las puertas. Pero no había ningún aviso. Nadie sabía
nada de este Niño en la ciudad. ¿Guapo? ¿Rubio? ¿Fuerte? ¡Hay muchos con esas
características! Demasiado poco para poder decir: “¡Le he visto! ¡Estaba allí o
allá!”.
Y vemos a
María, pasados tres días, símbolo de otros tres días de futura angustia,
entrando exhausta en el Templo, recorriendo patios y vestíbulos. Nada. Corre,
corre la pobre Mamá hacia donde oye una voz de niño. Hasta los balidos de los
corderos le parecen el llanto de su Hijo buscándola. Mas Jesús no está
llorando; está enseñando. Y he aquí que desde detrás de una barrera de personas
llega a oídos de María la amada voz diciendo: ‘Estas piedras trepidarán...’.
Entonces trata de abrirse paso por entre la muchedumbre, y lo consigue después
de una gran fatiga: ahí está su Hijo, con los brazos abiertos, erguido entre
los doctores.
María es la
Virgen prudente. Pero esta vez la congoja sobrepuja su comedimiento. Es una
presa que derriba todo lo que pilla a su paso. Corre hacia su Hijo, le abraza,
levantándole y bajándole del escabel, y exclama: “¡Oh! ¿Por qué nos has hecho
esto! Hace tres días que te estamos buscando. Tu Madre está a punto de morir de
dolor, Hijo. Tu padre está derrengado de cansancio. ¿Por qué, Jesús?”.
No se
preguntan los “porqués” a Aquel que sabe, los “porqués de su forma de actuar. A
los que han sido llamados no se les pregunta “por qué” dejan todo para seguir
la voz de Dios. Yo era Sabiduría y sabía; Yo había “sido llamado” a una misión
y la estaba cumpliendo. Por encima del padre y de la madre de la tierra, está
Dios, Padre divino; sus intereses son superiores a los nuestros; su amor es
superior a cualquier otro. Y esto es lo que le digo a mi Madre.
Termino de
enseñar a los doctores enseñando a María, Reina de los doctores. Y Ella no se
olvidó jamás de ello. Volvió a surgir el Sol en su corazón al tenerme de la
mano, de esa mano humilde y obediente; pero mis palabras también quedaron en su
corazón. Muchos soles y muchas nubes habrían de surcar todavía el cielo durante
los veintiún años que debía Yo permanecer aún en la tierra. Mucha alegría y
mucho llanto, durante veintiún años, se darán el relevo en su corazón. Mas
nunca volverá a preguntar: “¿Por qué nos has hecho esto, Hijo mío?”.
¡Aprended,
hombres arrogantes!
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4º. María
encuentra a Jesús, cargado con la Cruz
Llega en el
preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre ‑ sólo entonces Él la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan
cerrados, que era como si estuviera ciego ‑, y grita: «¡Mamá!».
Es la
primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo torturado.
Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor, de
cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne. Es el
grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre
las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el
lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a
la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la
fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la
muerte...
María se
lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea
levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura
lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: «¡Hijo!». Pero lo dice de una
forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente traspasado por ese
dolor.
Veo que
incluso entre los romanos ‑ y son hombres de armas, no noveles
en materia de muertes, marcados por cicatrices... ‑ hay un impulso
de piedad. Y es que la palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su valor y lo
conservan para todos aquellos que ‑ lo repito ‑ no son peores
que las hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas
partes provocan olas de piedad...
El Cireneo
siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la cruz,
abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer de
nuevo convencida de no poder hacerlo ‑ y se limita a mirarle,
queriendo expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle
ánimo, mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la
cabeza bajo el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un
beso con los pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre ‑, pues se
apresura a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar
con la corona o rozar las llagas).
Pero María
no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura en
esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los sentimientos
más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al menos, compasión,
mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo, escarnio: se besan
sólo las dos almas angustiadas.
La
comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío
furibundo que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre ‑ blanco de las
burlas de todo un pueblo ‑ contra la pared del monte...
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5º. La
Crucifixión y Muerte de Nuestro Señor
Es ahora el
turno de Jesús. Él se extiende mansamente sobre el madero. Los dos ladrones se
revelaban tanto, que, no siendo suficientes los cuatro verdugos, habían tenido
que intervenir soldados para sujetarlos, para que no apartaran con patadas a
los verdugos que los ataban por las muñecas. Pero para Jesús no hay necesidad
de ayuda. Se extiende y pone la cabeza donde le dicen que la ponga. Abre los
brazos como le dicen que los abra. Estira las piernas como le ordenan que lo
haga. Sólo se ha preocupado de colocarse bien su velo. Ahora su largo cuerpo,
esbelto y blanco, resalta sobre el madero obscuro y el suelo amarillo.
Dos
verdugos se sientan encima de su pecho para sujetarle. Y pienso en qué opresión
y dolor debió sentir bajo ese peso. Un tercer verdugo le toma el brazo derecho
y lo sujeta: con una mano en la primera parte del antebrazo; con la otra, en el
extremo de los dedos. El cuarto, que tiene ya en su mano el largo clavo de
punta afilada y cuerpo cuadrangular que termina en una superficie redonda y plana
del diámetro de diez céntimos de los tiempos pasados, mira si el agujero ya
practicado en la madera coincide con la juntura del radio y el cúbito en la
muñeca. Coincide. El verdugo pone la punta del clavo en la muñeca, alza el
martillo y da el primer golpe.
Jesús, que
tenía los ojos cerrados, al sentir el agudo dolor grita y se contrae, y abre al
máximo los ojos, que nadan entre lágrimas. Debe sentir un dolor atroz... el
clavo penetra rompiendo músculos, venas, nervios, penetra quebrantando
huesos...
María
responde, con un gemido que casi lo es de cordero degollado, al grito de su
Criatura torturada; y se pliega, como quebrantada Ella, sujetándose la cabeza
entre las manos. Jesús, para no torturarla, ya no grita. Pero siguen los
golpes, metódicos, ásperos, de hierro contra hierro... y uno piensa que,
debajo, es un miembro vivo el que los recibe.
La mano
derecha ya está clavada. Se pasa a la izquierda. El agujero no coincide con el
carpo. Entonces agarran una cuerda, atan la muñeca izquierda y tiran hasta
dislocar la juntura, hasta arrancar tendones y músculos, además de lacerar la
piel ya serrada por las cuerdas de la captura. También la otra mano debe sufrir
porque está estirada por reflejo y en torno a su clavo se va agrandando el
agujero. Ahora a duras penas se llega al principio del metacarpo, junto a la
muñeca. Se resignan y clavan donde pueden, o sea, entre el pulgar y los otros
dedos, justo en el centro del metacarpo. Aquí el clavo entra más fácilmente,
pero con mayor espasmo porque debe cortar nervios importantes (tanto que los
dedos se quedan inertes, mientras los de la derecha experimentan contracciones
y temblores que ponen de manifiesto su vitalidad). Pero Jesús ya no grita, sólo
emite un ronco quejido tras sus labios fuertemente cerrados, y lágrimas de
dolor caen al suelo después de haber caído en la madera.
Ahora les
toca a los pies. A unos dos metros ‑ un poco más ‑ del extremo de la cruz hay un pequeño saliente cuneiforme, escasamente suficiente para un pie. Acercan a él los pies para ver si va bien la medida. Y,
dado que está un poco bajo y los pies llegan mal, estirajan por los tobillos al
pobre Mártir. Así, la madera áspera de la cruz raspa las heridas y menea la
corona, de forma que ésta se descoloca, arrancando otra vez cabellos, y puede
caerse; un verdugo, con mano violenta, vuelve a incrustársela en la cabeza...
Ahora los
que estaban sentados en el pecho de Jesús se alzan para ponerse sobre las
rodillas, dado que Jesús hace un movimiento involuntario de retirar las piernas
al ver brillar al sol el larguísimo clavo, el doble de largo y de ancho de los
que han sido usados para las manos. Y cargan su peso sobre las rodillas
excoriadas, y hacen presión sobre las pobres tibias contusas, mientras los
otros dos llevan a cabo la operación, mucho más difícil, de enclavar un pie
sobre el otro, tratando de hacer coincidir las dos junturas de los tarsos.
A pesar de
que miren bien y tengan bien sujetos los pies, por los tobillos y los dedos,
contra el apoyo cuneiforme, el pie de abajo se corre por la vibración del
clavo, y
tienen que desclavarle casi, porque después de haber entrado en las partes
blandas, el clavo, que ya había perforado el pie derecho y sobresalía, tiene
que ser centrado un poco más. Y golpean, golpean, golpean... Sólo se oye el
atroz ruido del martillo contra la cabeza del clavo, porque todo el Calvario es
sólo ojos atentísimos y oídos aguzados, para percibir la acción y el ruido, y
gozarse en ello...
Acompaña al
sonido áspero del hierro un lamento quedo de paloma: el ronco gemido de María,
quien cada vez se pliega más, a cada golpe, como si el martillo la hiriera a
Ella, la Madre Mártir. Y es comprensible que parezca próxima a sucumbir por esa
tortura: la crucifixión es terrible: como la flagelación en cuanto al dolor,
pero más atroz de presenciar, porque se ve desaparecer el clavo dentro de las
carnes vivas; sin embargo, es más breve que la flagelación, que agota por su
duración.
Para mí, la
agonía del Huerto, la flagelación y la crucifixión son los momentos más
atroces. Me revelan toda la tortura de Cristo. La muerte me resulta
consoladora, porque digo: «¡Se acabó!». Pero éstas no son el final, son el
comienzo de nuevos sufrimientos.
Ahora
arrastran la cruz hasta el agujero. La cruz rebota sobre el suelo desnivelado y
zarandea al pobre Crucificado. Izan la cruz, que dos veces se va de las manos
de los que la levantan (una vez, de plano; la otra, golpeando el brazo derecho
de la cruz) y ello procura un acerbo tormento a Jesús, porque la sacudida que
recibe remueve las extremidades heridas.
Y cuando,
luego, dejan caer la cruz en su agujero ‑ oscilando además ésta en todas
las direcciones antes de quedar asegurada con piedras y tierra, e imprimiendo
continuos cambios de posición al pobre
Cuerpo, suspendido de tres clavos ‑, el sufrimiento debe ser atroz.
Todo el peso del cuerpo se echa hacia delante y cae hacia abajo, y los agujeros
se ensanchan, especialmente el de la mano izquierda; y se ensancha el agujero
practicado en los pies. La sangre brota con más fuerza. La de los pies gotea
por los dedos y cae al suelo, o desciende por el madero de la cruz; la de las
manos recorre los antebrazos, porque las muñecas están más altas que las
axilas, debido a la postura; y surca también las costillas bajando desde las
axilas hacia la cintura. La corona, cuando la cruz se cimbrea antes de ser
fijada, se mueve, porque la cabeza se echa bruscamente hacia atrás, de manera
que hinca en la nuca el grueso nudo de espinas en que termina la punzante
corona, y luego vuelve a acoplarse en la frente y araña, araña sin piedad.
Por fin, la
cruz ha quedado asegurada y no hay otros tormentos aparte del de estar colgado.
Levantan también a los ladrones, los cuales, puestos ya verticalmente, gritan
como si los estuvieran desollando vivos, por la tortura de las cuerdas, que van
serrando las muñecas y hacen que las manos se pongan negras, con las venas
hinchadas como cuerdas.
Jesús
calla. La muchedumbre ya no calla; antes bien, reanuda su vocerío infernal.
Con gran
dificultad, apoyando una vez más en los pies torturados, encontrando fuerza en
su voluntad, únicamente en ella, Jesús se pone rígido en la cruz. Se pone de
nuevo derecho, como si fuera una persona sana con su fuerza completa. Alza la
cara y mira con ojos bien abiertos al mundo que se extiende bajo sus pies, a la
ciudad lejana, que apenas es visible como un blancor incierto en la bruma, y al
cielo negro del que toda traza de azul y luz han desaparecido. Y a este cielo
cerrado, compacto, bajo, semejante a una enorme lámina de pizarra obscura, Él
le grita con fuerte voz, venciendo con la fuerza de la voluntad, con la
necesidad del alma, el obstáculo de las mandíbulas rígidas, de la lengua
engrosada, de la garganta edematosa: «¡Eloi, Eloi, lamina sebacteni!» (esto es
lo que oigo). Debe sentirse morir, y en un absoluto abandono del Cielo, para
confesar con una voz así el abandono paterno.
La gente se
burla de Él y se ríe. Le insultan: «¡No sabe Dios qué hacer de ti! ¡A los
demonios Dios los maldice!».
Otros
gritan: «Vamos a ver si Elías, al que está llamando, viene a salvarle».
Y otros:
«Dadle un poco de vinagre. Que haga unas pocas gárgaras. ¡Viene bien para la
voz! Elías o Dios ‑ porque está poco claro lo
que este demente quiere ‑ están lejos... ¡Necesita voz para que le oigan!», y se ríen
como hienas o como demonios.
Pero ningún
soldado da el vinagre y ninguno viene del Cielo para confortar. Es la agonía
solitaria, total, cruel, incluso sobrenaturalmente cruel, de la Gran Víctima.
Vuelven las
avalanchas de dolor desolado que ya le habían abrumado en Getsemaní. Vuelven
las olas de los pecados de todo el mundo a arremeter contra el náufrago
inocente, a sumergirle bajo su amargura. Vuelve, sobre todo, la sensación, más
crucificante que la propia cruz, más desesperante que cualquier tortura, de que
Dios ha abandonado y que la oración no sube a Él...
Y es el
tormento final, el que acelera la muerte, porque exprime las últimas gotas de
sangre a través de los poros, porque machaca las fibras aún vivas del corazón,
porque finaliza aquello que la primera cognición de este abandono había
iniciado: la muerte. Porque, ante todo, de esto murió mi Jesús, ¡oh Dios que
sobre Él descargaste tu mano por nosotros! Después de tu abandono, por tu
abandono, ¿en qué se transforma una criatura? En un demente o en un muerto.
Jesús no podía volverse loco porque su inteligencia era divina y, espiritual
como es la inteligencia, triunfaba sobre el trauma total de aquel sobre el que
cae la mano de Dios. Quedó, pues, muerto: era el Muerto, el santísimo Muerto,
el inocentísimo Muerto. Muerto Él, que era la Vida. Muerto por efecto de tu
abandono y de nuestros pecados.
La
obscuridad se hace más densa todavía. Jerusalén desaparece del todo. Las mismas
faldas del Calvario parecen desaparecer. Sólo es visible la cima (es como si
las tinieblas la hubieran mantenido en alto y así recogiera la única y última
luz restante, y hubieran depositado ésta, como para una ofrenda, con su trofeo
divino, encima de un estanque de ónix líquido, para que esa cima fuera vista
por el amor y el odio).
Y desde esa
luz que ya no es luz llega la voz quejumbrosa de Jesús: «¡Tengo sed!».
En efecto,
hace un viento que da sed incluso a los sanos. Un viento continuo, ahora,
violento, cargado de polvo, un viento frío, aterrador. Pienso en el dolor que
hubo de causar con su soplo violento en los pulmones, en el corazón, en la
garganta de Jesús, en sus miembros helados, entumecidos, heridos. ¡Todo,
realmente todo se puso a torturar al Mártir!
Un soldado
se dirige hacia un recipiente en que los ayudantes del verdugo han puesto
vinagre con hiel, para que con su amargura aumente la salivación en los
atormentados. Toma la esponja empapada en ese líquido, la pincha en una caña
fina ‑ pero rígida ‑ que estaba ya
preparada ahí al lado, y
ofrece la esponja al Moribundo.
Jesús se
aproxima, ávido, hacia la esponja que llega: parece un pequeñuelo hambriento
buscando el pezón materno.
María, que
ve esto y piensa, ciertamente, también en esto, gime, apoyándose en Juan: «¡Oh,
y yo no puedo darle ni siquiera una gota de llanto!... ¡Oh, pecho mío, ¿por qué
no das leche?! ¡Oh, Dios, ¿por qué, por qué nos abandonas así?! ¡Un milagro
para mi Criatura! ¿Quién me sube para calmar su sed con mi sangre?... que leche
no tengo...».
Jesús, que ha
chupado ávidamente la áspera y amarga bebida, tuerce la cabeza henchido de
amargura por la repugnancia. Ante todo, debe ser corrosiva sobre los labios
heridos y rotos.
Se retrae,
se afloja, se abandona. Todo el peso del cuerpo gravita sobre los pies y hacia
delante. Son las extremidades heridas las que sufren la pena atroz de irse
hendiendo sometidas a la tensión de un cuerpo abandonado a su propio peso. Ya
ningún movimiento alivia este dolor. Desde el íleon hacia arriba, todo el
cuerpo está separado del madero, y así permanece.
La cabeza
cuelga hacia delante, tan pesadamente que el cuello parece excavado en tres
lugares: en la zona anterior baja de la garganta, completamente hundida; y a
una parte y otra del externocleidomastoideo. La respiración es cada vez más
jadeante, aunque entrecortada: es ya más estertor sincopado que respiración. De
tanto en tanto, un acceso de tos penosa lleva a los labios una espuma levemente
rosada. Y las distancias entre una espiración y la otra se hacen cada vez más
largas. El abdomen está ya inmóvil. Sólo el tórax presenta todavía movimientos
de elevación, aunque fatigosos, efectuados con gran dificultad... La parálisis
pulmonar se va acentuando cada vez más.
Y cada vez
más feble, volviendo al quejido infantil del niño, se oye la invocación:
«¡Mamá!». Y la pobre susurra: «Sí, tesoro, estoy aquí». Y cuando, por habérsele
velado la vista, dice: «Mamá, ¿dónde estás? Ya no te veo. ¿También tú me
abandonas?» (y esto no es ni siquiera una frase, sino un susurro apenas
perceptible para quien más con el corazón que con el oído recoge todo suspiro
del Moribundo), Ella responde: «¡No, no, Hijo! ¡Yo no te abandono! Oye mi voz,
querido mío... Mamá está aquí, aquí está... y todo su tormento es el no poder
ir donde Tú estás...».
Es
acongojante... Y Juan llora sin trabas. Jesús debe oír ese llanto, pero no dice
nada. Pienso que la muerte inminente le hace hablar como en delirio y que ni
siquiera es consciente de todo lo que dice y que, por desgracia, ni siquiera
comprende el consuelo materno y el amor del Predilecto.
Longino ‑ que
inadvertidamente ha dejado su postura de descanso con los brazos cruzados y una
pierna montada sobre la otra, ora una, ora la otra, buscando un alivio para la
larga espera en pie, y ahora, sin embargo, está rígido en postura de atento,
con la mano izquierda sobre la espada y la derecha pegada, normativamente, al
costado, como si estuviera en los escalones del trono imperial‑ no quiere
emocionarse. Pero su cara se altera con el esfuerzo de vencer la emoción, y en
los ojos aparece un brillo de llanto que sólo su férrea disciplina logra
contener.
Los otros
soldados, que estaban jugando a los dados, han dejado de hacerlo y se han puesto
en pie; se han puesto también los yelmos, que habían servido para agitar los
dados, y están en grupo junto a la pequeña escalera excavada en la toba,
silenciosos, atentos. Los otros están de servicio y no pueden cambiar de
postura. Parecen estatuas. Pero alguno de los más cercanos, y que oye las
palabras de María, musita algo entre los labios y menea la cabeza.
Un
intervalo de silencio. Luego nítidas en la obscuridad total las palabras:
«¡Todo está cumplido!», y luego el jadeo cada vez más estertoroso, con pausas
de silencio entre un estertor y el otro, pausas cada vez mayores.
El tiempo
pasa al son de este ritmo angustioso: la vida vuelve cuando el respiro áspero
del Moribundo rompe el aire; la vida cesa cuando este sonido penoso deja de
oírse. Se sufre oyéndolo, se sufre no oyéndolo... Se dice: «¡Basta ya con este
sufrimiento!» y se dice: «¡Oh, Dios mío, que no sea el último respiro!» .
Las Marías
lloran, todas, con la cabeza apoyada contra el realce terroso. Y se oye bien su
llanto, porque toda la gente ahora calla de nuevo para recoger los estertores
del Moribundo.
Otro
intervalo de silencio. Luego, pronunciada con infinita dulzura y oración
ardiente, la súplica: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!».
Otro
intervalo de silencio. Se hace leve también el estertor. Apenas es un susurro
limitado a los labios y a la garganta.
Luego...
adviene el último espasmo de Jesús. Una convulsión atroz, que parece quisiera
arrancar del madero el cuerpo clavado con los tres clavos, sube tres veces de
los pies a la cabeza recorriendo todos los pobres nervios torturados; levanta
tres veces el abdomen de una forma anormal, para dejarlo luego, tras haberlo
dilatado como por una convulsión de las vísceras; y baja de nuevo y se hunde
como si hubiera sido vaciado; alza, hincha y contrae el tórax tan fuertemente,
que la piel se introduce entre las costillas, que divergen y aparecen bajo la
epidermis y abren otra vez las heridas de los azotes; una convulsión atroz que
hace torcerse violentamente hacia atrás, una, dos, tres veces, la cabeza, que
golpea contra la madera, duramente; una convulsión que contrae en un único
espasmo todos los músculos de la cara y acentúa la desviación de la boca hacia
la derecha, y hace abrir desmesuradamente y dilatarse los párpados, bajo los
cuales se ven girar los globos oculares y aparecer la esclerótica. Todo el
cuerpo se pone rígido. En la última de las tres contracciones, es un arco
tenso, vibrante ‑ verlo es tremendo ‑. Luego, un grito potente,
inimaginable en ese cuerpo exhausto, estalla, rasga el aire; es el "gran
grito" de que hablan los Evangelios y que es la primera parte de la
palabra "Mamá"... Y ya nada más...
La cabeza
cae sobre el pecho, el cuerpo hacia delante, el temblor cesa, cesa la
respiración. Ha expirado.
La Tierra
responde al grito del Sacrificado con un estampido terrorífico. Parece como si
de mil bocinas de gigantes provenga ese único sonido, y acompañando a este
tremendo acorde, óyense las notas aisladas, lacerantes, de los rayos que surcan
el cielo en todos los sentidos y caen sobre la ciudad, en el Templo, sobre la
muchedumbre... Creo que alguno habrá sido alcanzado por rayos, porque éstos
inciden directamente sobre la muchedumbre; y son la única luz, discontinua, que
permite ver. Y luego, inmediatamente, mientras aún continúan las descargas de
los rayos, la tierra tiembla en medio de un torbellino de viento ciclónico. El
terremoto y la onda ciclónica se funden para infligir un apocalíptico castigo a
los blasfemos. Como un plato en las manos de un loco, la cima del Gólgota ondea
y baila, sacudida por movimientos verticales y horizontales que tanto zarandean
a las tres cruces, que parece que las van a tumbar.
Longino,
Juan, los soldados, se asen a donde pueden, como pueden, para no caer al suelo.
Pero Juan, mientras con un brazo agarra la cruz, con el otro sujeta a María, la
cual, por el dolor y el temblor de la tierra, se ha reclinado en su corazón.
Los otros soldados, especialmente los del lateral escarpado, han tenido que
refugiarse en el centro para no caer por el barranco. Los ladrones gritan de
terror. El gentío grita aún más. Quisieran huir. Pero no pueden. Enloquecidos,
caen unos encima de otros, se pisan, se hunden en las grietas del suelo, se
hieren, ruedan ladera abajo.
Tres veces
se repiten el terremoto y el huracán. Luego, la inmovilidad absoluta de un
mundo muerto. Sólo relámpagos, pero sin trueno, surcan el cielo e iluminan la
escena de los judíos que huyen en todas las direcciones, con las manos entre el
pelo o extendidas hacia delante o alzadas al cielo (ese cielo injuriado hasta
este momento y del que ahora tienen miedo). La obscuridad se atenúa con un
indicio de luz que, ayudado por el relampagueo silencioso y magnético, permite
ver que muchos han quedado en el suelo: muertos o desvanecidos, no lo sé. Una
casa arde al otro lado de las murallas y sus llamas se alzan derechas en el
aire detenido, poniendo así una pincelada de rojo fuego en el verde ceniza de
la atmósfera.
María
separa la cabeza del pecho de Juan, la alza, mira a su Jesús. Le llama, porque
mal le ve con la escasa luz y con sus pobres ojos llenos de llanto. Tres veces
le llama: «¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús!». Es la primera vez que le llama por el
nombre desde que está en el Calvario. Hasta que, a la luz de un relámpago que
forma como una corona sobre la cima del Gólgota, le ve, inmóvil, pendiendo todo
Él hacia fuera, con la cabeza tan reclinada hacia delante y hacia la derecha,
que con la mejilla toca el hombro y con el mentón las costillas. Entonces
comprende. Entonces extiende los brazos, temblorosos en el ambiente obscuro, y
grita: «¡Hijo mío! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!». Luego escucha... Tiene la boca
abierta, con la que parece querer escuchar también; e igualmente tiene
dilatados los ojos, para ver, para ver... No puede creer que su Jesús ya no
esté...
Juan ‑ también él ha mirado y
escuchado, y ha comprendido que todo ha terminado ‑ abraza a María y trata de alejarla de allí, mientras dice: «Ya no sufre».
Pero antes
de que el apóstol termine la frase, María, que ha comprendido, se desata de sus
brazos, se vuelve, se pliega curvándose hasta el suelo, se lleva las manos a
los ojos y grita: «¡No tengo ya Hijo!».
Luego se
tambalea. Y se caería, si Juan no la recogiera, si no la recibiera por entero,
en su corazón. Luego él se sienta en el suelo, para sujetarla mejor en su
pecho, hasta que las Marías ‑ que ya no tienen impedido el paso
por el círculo superior
de soldados, porque, ahora que los judíos han huido,
los romanos se han agrupado en el rellano de abajo y comentan lo sucedido ‑ substituyen al
apóstol junto a la Madre.
La
Magdalena se sienta donde estaba Juan, y casi coloca a María encima de sus
rodillas, mientras la sostiene entre sus brazos y su pecho, besándola en la
cara exangüe vuelta hacia arriba, reclinada sobre el hombro compasivo. Marta y
Susana, con la esponja y un paño empapado en el vinagre le mojan las sienes y
los orificios nasales, mientras la cuñada María le besa las manos, llamándola
con gran aflicción, y, en cuanto María vuelve a abrir los ojos y mira a su
alrededor con una mirada como atónita por el dolor, le dice: «Hija, hija amada,
escucha... dime que me ves... soy tu María... ¡No me mires así!...». Y, puesto
que el primer sollozo abre la garganta de María y caen las primeras lágrimas, ella,
la buena María de Alfeo, dice: «Sí, sí, llora... Aquí conmigo como ante una
mamá, pobre, santa hija mía»; y cuando oye que María le dice: «¡Oh, María,
María! ¿Has visto?», ella gime: «¿Sí!, sí,... pero... pero... hija... ¡oh,
hija!...». No encuentra más palabras y se echa a llorar la anciana María: es un
llanto desolado al que hacen de eco el de todas las otras (o sea, Marta y
María, la madre de Juan y Susana).
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6º. María
recibe a Jesús bajado de la Cruz
María se
levanta, temblorosa, sujetada por las mujeres. Se acerca a la cruz.
Mientras
tanto, los soldados, terminada su tarea, se marchan. Pero Longino, antes de
superar el rellano inferior, se vuelve desde la silla de su caballo negro para
mirar a María y al Crucificado. Luego el ruido de los cascos suena contra las
piedras y el de las armas contra las corazas, y se aleja.
La palma
izquierda está ya desclavada. El brazo cae a lo largo del Cuerpo, que ahora
pende semiseparado.
Le dicen a
Juan que deje las escaleras a las mujeres y suba también. Y Juan, subido a la
escalera en que antes estaba Nicodemo, se pasa el brazo de Jesús alrededor del
cuello y lo sostiene desmayado sobre su hombro. Luego ciñe a Jesús por la
cintura mientras sujeta la punta de los dedos de la mano izquierda ‑ casi abierta ‑ para no
golpear la horrenda fisura. Una vez desclavados los pies, Juan a duras penas
logra sujetar y sostener el Cuerpo de su Maestro entre la cruz y su cuerpo.
María se
pone ya a los pies de la cruz, sentada de espaldas a ella, preparada para
recibir a su Jesús en el regazo.
Pero
desclavar el brazo derecho es la operación más difícil. A pesar de todo el
esfuerzo de Juan, el Cuerpo todo pende hacia delante y la cabeza del clavo está
hundida en la carne. Y, dado que no quisieran herirle más, los dos compasivos
deben esforzarse mucho. Por fin la tenaza aferra el clavo y éste es extraído
lentamente.
Juan sigue
sujetando a Jesús, por las axilas; la cabeza reclinada y vuelta sobre su
hombro. Contemporáneamente, Nicodemo y José lo aferran: uno por los hombros, el
otro por las rodillas. Así, cautamente, bajan por las escaleras.
Llegados
abajo, su intención es colocarle en la sábana que han extendido sobre sus
mantos. Pero María quiere tenerle; ya ha abierto su manto dejándolo pender de
un lado, y está con las rodillas más bien abiertas para hacer cuna a su Jesús.
Mientras
los discípulos dan la vuelta para darle el Hijo, la cabeza coronada cuelga
hacia atrás y los brazos penden hacia el suelo, y rozarían con la tierra con
las manos heridas si la piedad de las pías mujeres no las sujetara para
impedirlo.
Ya está en
el regazo de su Madre... Y parece un niño grande cansado durmiendo, recogido
todo, en el regazo materno. María tiene a su Hijo con el brazo derecho pasado
por debajo de sus hombros, y el izquierdo por encima del abdomen para sujetarle
también por las caderas.
La cabeza
está reclinada en el hombro materno. Y Ella le llama... le llama con voz
lacerada. Luego le separa de su hombro y le acaricia con la mano izquierda;
recoge las manos de Jesús y las extiende y, antes de cruzarlas sobre el abdomen
inmóvil, las besa; y llora sobre las heridas. Luego acaricia las mejillas,
especialmente en el lugar del cardenal y la hinchazón. Besa los ojos hundidos;
y la boca, que ha quedado levemente torcida hacia la derecha y entreabierta.
Querría
poner en orden sus cabellos ‑ como ya ha hecho con la barba
apelmazada por grumos de sangre ‑, pero al intentarlo halla las
espinas. Se pincha quitando esa corona, y quiere hacerlo sólo Ella, con la única mano que tiene libre, y rechaza la ayuda de todos diciendo: «¡No,
no! ¡Yo! ¡Yo!». Y lo va haciendo con tanta delicadeza, que parece tener entre
los dedos la tierna cabeza de un recién nacido. Una vez que ha logrado retirar
esta torturante corona, se inclina para medicar con sus besos todos los arañazos
de las espinas.
Con la mano
temblorosa, separa los cabellos desordenados y los ordena. Y llora y habla en
tono muy bajo. Seca con los dedos las lágrimas que caen en las pobres carnes
heladas y ensangrentadas. Y quiere limpiarlas con el llanto y su velo, que
todavía está puesto en las caderas de Jesús. Se acerca uno de sus extremos y
con él se pone a limpiar y secar los miembros santos. Una y otra vez acaricia
la cara de Jesús y las manos y las contusas rodillas, y otra vez sube a secar
el Cuerpo sobre el que caen lágrimas y más lágrimas.
Haciendo
esto es cuando su mano encuentra el desgarro del costado. La pequeña mano,
cubierta por el lienzo sutil entra casi entera en la amplia boca de la herida.
Ella se inclina para ver en la semiluz que se ha formado. Y ve, ve el pecho
abierto y el corazón de su Hijo. Entonces grita. Es como si una espada abriera
su propio corazón. Grita y se desploma sobre su Hijo. Parece muerta Ella
también.
La ayudan,
la consuelan. Quieren separarle el Muerto divino y, dado que Ella grita:
«¿Dónde, dónde te pondré, que sea un lugar seguro y digno de ti?», José,
inclinado todo con gesto reverente, abierta la mano y apoyada en su pecho,
dice: «¡Consuélate, Mujer! Mi sepulcro es nuevo y digno de un grande. Se lo doy
a Él. Y éste, Nicodemo, amigo, ha llevado ya los aromas al sepulcro, porque,
por su parte, quiere ofrecer eso. Pero, te lo ruego, pues el atardecer se
acerca, déjanos hacer esto... Es la Parasceve. ¡Condesciende, oh Mujer santa!».
También
Juan y las mujeres hacen el mismo ruego. Entonces María se deja quitar de su
regazo a su Criatura, y, mientras le envuelven en la sábana, se pone de pie,
jadeante. Ruega: «¡Oh, id despacio, con cuidado!».
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7º. La
sepultura de Jesús
610
Angustia de María en el Sepulcro y unción del Cuerpo de Jesús.
Decir lo
que experimento es inútil. Haría sólo una exposición de mi sufrimiento; por
tanto, sin valor respecto al sufrimiento que contemplo. Lo describo, pues, sin
comentarios sobre mí.
Asisto al
acto de sepultura de Nuestro Señor.
La pequeña
comitiva, bajado ya el Calvario, encuentra en la base de éste, excavado en la
roca calcárea, el sepulcro de José de Arimatea. En él entran estos compasivos,
con el Cuerpo de Jesús.
Veo la
estructura del sepulcro. Es un espacio ganado a la piedra, situado al fondo de
un huerto todo florecido. Parece una gruta, pero se comprende que ha sido
excavada por la mano del hombre. Está la cámara sepulcral propiamente dicha,
con sus nichos (de forma distinta de los de las catacumbas). Son como agujeros
redondos que penetran en la piedra como agujeros
de una
colmena; bueno, para tener una idea. Por ahora todos están vacíos. Se ve el ojo
vacío de cada nicho como una mancha negra en el fondo gris de la piedra. Luego,
precediendo a esta cámara sepulcral, hay como una antecámara, en cuyo centro
está la mesa de piedra para la unción. Sobre esta mesa se coloca a Jesús en su
sábana.
Entran
también Juan y María. No más personas, porque la cámara preparatoria es pequeña
y, si hubiera en ella más personas, no podrían moverse. Las otras mujeres están
junto a la puerta, o sea, junto a la abertura, porque no hay puerta propiamente
dicha.
Los dos
portadores destapan a Jesús.
Mientras
ellos, en un rincón, encima de una especie de repisa, a la luz de dos
antorchas, preparan vendas y aromas,
María se
inclina sobre su Hijo y llora. Y otra vez lo seca con el velo que sigue en sus
caderas. Es el único lavacro para el Cuerpo de Jesús: este de las lágrimas
maternas, las cuales, aun siendo copiosas y abundantes sólo bastan para quitar
superficialmente y parcialmente la tierra, el sudor y la sangre de ese Cuerpo
torturado.
María no se
cansa de acariciar esos miembros helados. Y, con una delicadeza mayor que si
tocara las de un recién nacido, toma las pobres manos atormentadas, las agarra
con las suyas, besa los dedos, los extiende, trata de recomponer los desgarros
de las heridas, como para medicarlos y que duelan menos, se lleva a las
mejillas esas manos que ya no pueden acariciar, y gime, gime invadida por su
atroz dolor. Endereza y une los pobres pies, que tan desmayados están, como
mortalmente cansados de tanto camino recorrido por nosotros. Pero estos pies se
han deformado demasiado en la cruz, especialmente el izquierdo, que está casi
aplanado, como si ya no tuviera tobillo.
Luego
vuelve al cuerpo y lo acaricia, tan frío y tan rígido, y, al ver otra vez el
desgarrón de la lanza -que ahora, estando supino el Salvador en la superficie
de piedra, está totalmente abierto como una boca, y permite ver mejor la
cavidad torácica (la punta del corazón puede verse clara entre el esternón y el
arco costal izquierdo, y unos dos centímetros por encima se ve la incisión
hecha con la punta de la lanza en el pericardio y en el cardio, de un centímetro
y medio abundante, mientras que la externa del costado derecho tiene, al menos,
siete)-, al verlo otra vez, María vuelve a gritar como en el Calvario. Tanto se
retuerce, llena de dolor, llevándose las manos a su corazón, traspasado como el
de Jesús, que parece como si la lanza la traspasara a Ella. ¡Cuántos besos en
esa herida! ¡Pobre Mamá!
Luego
vuelve a la cabeza -levemente vuelta hacia atrás y muy vuelta hacia la derecha-
y la endereza. Trata de cerrar los párpados que se obstinan en permanecer semicerrados;
y la boca, que ha quedado un poco abierta, contraída, levemente desviada hacia
la derecha. Ordena los cabellos, que ayer mismo eran tan hermosos y estaban tan
peinados y que ahora son una completa maraña apelmazada por la sangre.
Desenreda los mechones más largos, los alisa en sus dedos, los enrolla para dar
de nuevo a aquéllos la forma de los dulces cabellos de su Jesús, tan suaves y
ondeados. Y gime, gime porque se acuerda de cuando era niño... Es el motivo
fundamental de su dolor: el recuerdo de la infancia de Jesús, de su amor por
Él, de; cuidados, temerosos incluso del aire más vivo para la Criaturita
divina, y el parangón con lo que le han hecho ahora los hombres.
Su lamento
me hace sentirme mal. Su gesto me hace llorar y sufrir como si una mano hurgara
en mi corazón; ese gesto suyo, cuando Ella, al no poder verlo así, desnudo,
rígido, encima de una piedra, gimiendo «¿qué te han... qué te han hecho, Hijo
mío? - se lo recoge todo en sus brazos, pasándole el brazo por debajo de los
hombros y estrechándolo contra su pecho con la otra mano y acunándolo con el
mismo movimiento de la gruta de la Natividad.
La terrible
angustia espiritual de María.
La Madre
está en pie junto a la piedra de la unción, y acaricia y contempla y gime y
llora. La luz temblorosa de las antorchas ilumina intermitentemente su cara y
yo veo gotazas de llanto rodar por las mejillas palidísimas de un rostro
destrozado. Oigo las palabras. Todas. Bien claras, aunque sean susurradas a
flor de labios. Verdadero coloquio del alma materna con el alma del Hijo.
Recibo la orden de escribirlas.
-¡Pobre
Hijo! ¡Cuántas heridas!... ¡Cómo has sufrido! ¡Mira lo que te han hecho!...
¡Qué frío estás, Hijo! Tus dedos son de hielo. ¡Y qué inertes! Parecen rotos.
Nunca, ni en el más relajado de los sueños de tu infancia, ni en el profundo
sueño de tu fatiga de obrero, estuvieron tan inertes... ¡Y qué fríos están!
¡Pobres manos! ¡Dáselas a tu Madre, tesoro mío, amor santo, amor mío! ¡Mira qué
laceradas están! ¡Mira, mira, Juan, qué desgarro! ¡Oh, crueles! Aquí, aquí, con
tu Mamá esta mano herida, para que yo te la medique. ¡No, no te hago daño...!
Usaré besos y lágrimas, y con el aliento y el amor te calentaré esta mano.
¡Dame una caricia, Hijo! Tú eres de hielo, yo ardo de fiebre. Mi fiebre se verá
aliviada con tu hielo y tu hielo se suavizará con mi fiebre.
¡Una
caricia, Hijo! Hace pocas horas que no me acaricias y ya me parecen siglos.
Pasaron meses sin tus caricias y me parecieron horas porque continuamente
esperaba tu llegada, y de cada día hacía una hora, de cada hora un minuto, para
decirme que no estabas a una o más lunas lejano de mí, sino solamente a unos
pocos días, a unas pocas horas. ¿Por qué, ahora es tan largo el tiempo? ¡Ah,
congoja inhumana! Porque has muerto. ¡Te me han muerto! ¡Ya no estás en esta
Tierra! ¡Ya no! ¡Cualquiera que sea el lugar a donde lance mi alma para buscar
la tuya y abrazarme a ella -porque encontrarte, tenerte, sentirte, era la vida
de mi carne y de mi espíritu- cualquiera que sea el lugar en que te busque con
la ola de mi amor, ya no te encuentro, no te encuentro ya! ¡De ti no me queda
sino este despojo frío, este despojo sin alma! ¡Oh, alma de mi Jesús, oh alma de
mi Cristo, oh alma de mi Señor, ¿dónde estás?! ¿Por qué le habéis quitado el
alma a mi Hijo, hienas crueles unidas con Satanás? ¿Y por qué no me habéis
crucificado con Él? ¿Habéis tenido miedo de un segundo delito? (La voz va
tomando un tono cada vez más fuerte y desgarrador.) ¿Y qué era matar a una
pobre mujer, para vosotros que no habéis vacilado en matar a Dios hecho Carne?
¿No habéis cometido un segundo delito? ¿Y no es éste el más abominable, el de
dejar que una madre sobreviva a su Hijo sañosamente matado?
La Madre,
que con la voz había alzado la cabeza, ahora se inclina de nuevo hacia el
rostro sin vida, y vuelve a hablar bajo, sólo para Él:
-A1 menos
en la tumba, aquí dentro, habríamos estado juntos, como habríamos estado juntos
en la agonía en el madero, y juntos en el viaje de después de la muerte y al
encuentro de la Vida. Pero, si no puedo seguirte en el viaje de después de la
muerte, aquí, esperándote, sí que puedo quedarme.
Se endereza
de nuevo y dice con voz fuerte a los presentes:
-Marchaos
todos. Yo me quedo. Cerradme aquí con Él. Lo esperaré. ¿Decís que no se puede?
¿Por qué no se puede? ¿Si hubiera muerto, no estaría aquí, echada a su lado, a
la espera de ser recompuesta? Estaré a su lado, pero de rodillas. Asistí a sus
vagidos cuando, tierno y rosado, lloraba en una noche de Diciembre. A su lado
estaré ahora, en esta noche del mundo que ya no tiene a Cristo. ¡Oh, gélida
noche! ¡El Amor ha muerto! ¿Qué dices, Nicodemo? ¿Me contamino? Su Sangre no es
contaminación.
Tampoco me
contaminé generándolo. ¡Ah, cómo saliste Tú, Flor de mi seno, sin lacerar fibra
alguna! Antes bien, como una flor de perfumado narciso que brota del alma del
bulbo-matriz y florece aunque el abrazo de la tierra no haya ceñido la matriz;
así justamente. Virgen florecer que en ti se refleja, oh Hijo venido de abrazo
celestial, nacido entre celestiales inundaciones de esplendor.
Ahora la
Madre acongojada vuelve a inclinarse hacia el Hijo, abstrayéndose de cualquier
otra cosa que no sea Él, y susurra quedo:
-¿Tú recuerdas,
Hijo, aquella sublime vestidura de esplendores que todo vistió mientras nacías
a este mundo?
¿Recuerdas
aquella beatífica luz que el Padre mandó desde el Cielo para envolver el
misterio de tu florecer y para que te fuera menos repulsivo este mundo oscuro,
a ti que eras Luz y venías de la Luz del Padre y del Espíritu Paráclito? ¿Y
ahora?... Ahora oscuridad y frío... ¡Cuánto frío! ¡Cuánto!, ¡y me llena de
temblor! Más que aquella noche de Diciembre. Entonces, el tenerte daba calor a
mi corazón. Y Tú tenías a dos amándote... Ahora... Ahora sólo yo, y moribunda
también. Pero te amaré por dos: por los que te han amado tan poco, que te han
abandonado en el momento del dolor; te amaré por los que te han odiado. Por
todo el mundo te amaré, Hijo. No sentirás el hielo del mundo. No, no lo
sentirás. Tú no abriste mis entrañas para nacer; pero, para que no sientas el
hielo, estoy dispuesta a abrírmelas y envolverte en el abrazo de mi seno.
¿Recuerdas cómo te amó este seno, siendo Tú una pequeña semilla palpitante?...
Sigue siendo el mismo. ¡Es mi derecho y mi deber de Madre! Es mi deseo. Sólo la
Madre puede tenerlo, puede tener hacia el Hijo un amor tan grande como el
Universo.
La voz se
ha ido elevando, y ahora con plena fuerza dice:
-Marchaos.
Yo me quedo. Volveréis dentro de tres días y saldremos juntos. ¡Oh, volver a
ver el mundo apoyada en tu brazo, Hijo mío! ¡Qué hermoso será el mundo a la luz
de tu sonrisa resucitada! ¡El mundo estremecido al paso de su Señor! La Tierra
ha temblado cuando la muerte te ha arrancado el alma y del corazón ha salido tu
espíritu. Pero ahora temblará... ya no por horror y dolor agudo, sino con ese
estremecimiento suave -por mí desconocido, pero intuido por mi feminidad- que
hace vibrar a una virgen cuando, después de una ausencia, siente la pisada del
prometido que viene para las nupcias. Más aún: la Tierra temblará con un
estremecimiento santo, como el que yo experimenté hasta mis más hondas
profundidades cuando tuve en mí al Señor Uno y Trino, y la voluntad del Padre
con el fuego del Amor creó la semilla de que Tú viniste, oh mi Niño santo,
Criatura mía, toda mía. ¡Toda! ¡Toda de tu Mamá!, ¡de tu Mamá!... Todos los
niños tienen padre y madre. Hasta el ilegítimo tiene un padre y una madre. Pero
Tú tuviste sólo a la Madre para formarte la carne de rosa y azucena, para
hacerte estos recamos de venas, azules como nuestros ríos de Galilea, y estos
labios de granado, y estos cabellos de hermosura no superada por las vedijas de
oro de las cabras de nuestras colinas, y estos ojos: dos pequeños lagos de
Paraíso. No, más bien: del agua de que procede el único y cuádruple Río del
Lugar de delicias (Génesis 2, 8-15), y consigo lleva, en sus cuatro ramales, el
oro, el ónice, el bedelio y el marfil, los diamantes, las palmas, la miel, las
rosas, y riquezas infinitas, oh Pisón, oh Guijón, oh Tigris, oh Éufrates:
camino de los ángeles que exultan en Dios, camino de los reyes que te adoran,
Esencia conocida o desconocida, pero viviente, presente, hasta en el más oscuro
de los corazones. Sólo tu Mamá te formó esto, con su "sí"... De
música y amor te formó; de pureza y obediencia te formé, ¡oh Alegría mía! ¿Qué
es tu Corazón? La llama del mío, que se dividió para condensarse en corona en
torno al beso de Dios a su Virgen. Esto es este Corazón. ¡Ah! (Es un grito tan
desgarrador que la Magdalena y Juan se acercan a socorrerla; las otras no se
atreven, y llorando, veladas, miran de soslayo desde la abertura).
-¡Ah, te lo
han partido! ¡Por eso estás tan frío y por eso estoy tan fría yo! Ya no tienes
dentro la llama de mi corazón, ni yo puedo seguir viviendo por el reflejo de
esa llama que era mía y que te di para formarte un corazón. ¡Aquí, aquí, aquí,
en mi pecho! Antes que la muerte me quite la vida, quiero darte calor, quiero
acunarte. Te cantaba: "No hay casa, no hay alimento, hay sólo dolor".
¡Proféticas palabras! ¡Dolor, dolor, dolor para ti, para mí! Te cantaba:
"Duerme, duerme en mi corazón".
También
ahora: aquí, aquí, aquí...
Y,
sentándose en el borde de la piedra, lo recoge tiernamente en su regazo
pasándose un brazo de su Hijo por los hombros, poniéndose la cabeza de su Hijo
apoyada en un hombro y reclinando la suya sobre ella, estrechándolo contra su
pecho, acunándolo, besándolo, acongojada y acongojante.
Nicodemo y
José se acercan y ponen en una especie de asiento que hay junto a la otra parte
de la piedra, vasos y vendas y la sábana limpia y un barreño con agua, me
parece, y vedijas de hilas, me parece.
María, que
ve esto, pregunta con fuerte voz:
-¿Qué
hacéis? ¿Qué queréis? ¿Prepararlo? ¿Prepararlo para qué? Dejadlo en el regazo
de su Madre. Si logro darle calor, resucita antes; si logro consolar al Padre y
consolarlo a Él del odio deicida, el Padre perdona antes y Él vuelve antes.
La Dolorosa
está casi en estado de delirio.
-¡No, no os
le doy! Una vez lo di, una vez lo di al mundo, y el mundo no lo ha recibido. Lo
ha matado por no querer tenerlo. ¡Ahora no vuelvo a darlo! ¿Qué decís? ¿Que lo
amáis? ¡Ya! Y entonces ¿por qué no lo habéis defendido? Habéis esperado a decir
que lo queríais cuando ya no podía oíros. ¡Qué pobre el amor vuestro! Pero, si
teníais tanto miedo al mundo, que no os atrevíais a defender a un inocente, al
menos hubierais debido confiármelo a mí, a la Madre, para que defendiera al que
de Ella nació. Ella sabía quién era y qué merecía. ¡Vosotros!... Lo habéis
tenido como Maestro, pero no habéis aprendido nada. ¿No es, acaso, cierto?
¿Acaso miento? ¿Pero no veis que no creéis en su Resurrección? ¿Creéis? No.
¿Por qué estáis ahí, preparando aromas y vendas? Porque lo consideráis un pobre
muerto, hoy gélido, mañana descompuesto, y queréis embalsamarlo por esto. Dejad
vuestros ungüentos. Venid a adorar al Salvador con el corazón puro de los
pastores betlemitas.
Mirad:
duerme. Es sólo un hombre cansado que descansa. ¡Cuánto se ha esforzado en la
vida! ¡Cada vez más, ha ido esforzándose! ¡Y, bueno, no digamos ya en estas
últimas horas!... Ahora está descansando. Para mí, para su Mamá, es sólo un
Niño grande cansado que duerme. ¡Bien míseros la cama y la habitación! Pero
tampoco fue hermoso su primer lecho, ni alegre su primera morada. Los pastores
adoraron al Salvador mientras dormía su sueño de Niño. Vosotros adorad al
Salvador mientras duerme su sueño de Triunfador de Satanás. Y luego, como los
pastores, id a decir al mundo: "¡Gloria a Dios! ¡El Pecado ha muerto!
¡Satanás ha sido vencido! ¡Paz en la Tierra y en el Cielo entre Dios y el
hombre!". Preparad los caminos de su regreso.
Yo os
envío. Yo, a quien la Maternidad hace Sacerdotisa del rito. Id. Yo he dicho que
no quiero. Yo he lavado con mi llanto. Y es suficiente. Lo demás no hace falta.
Y no os penséis que le vais a poner esas cosas. Más fácil le será resucitar si
está libre de esas fúnebres, inútiles vendas. ¿Por qué me miras así, José? ¿Y
tú por qué, Nicodemo? ¿Pero es que el horror de hoy os ha entontecido?, ¿os ha
hecho perder la memoria? ¿No recordáis? “A Esta generación malvada y adúltera,
que busca un signo, no le será dada sino la señal de Jonás... Así, el Hijo del
hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la Tierra". ¿No lo
recordáis? "El Hijo del hombre está para ser entregado en manos de los
hombres, que lo matarán, pero al tercer día resucitará.”
¿No os
acordáis? "Destruid este Templo del Dios verdadero y en tres días Yo lo
resucitaré. Templo era su Cuerpo, ¡oh hombres!
¿Meneas la
cabeza? ¿Es compasión hacia mí? ¿Me crees una demente? Pero bueno, ¿ha
resucitado muertos y no va a poder resucitarse a sí mismo? ¿Juan?
-¡Madre!
-Sí,
llámame "madre". ¡No puedo vivir pensando que no seré llamada así!
Juan, tú estabas presente cuando resucitó a la hijita Jairo y al jovencito de
Naím. ¿Estaban bien muertos, no? ¿No era sólo un profundo sopor? Responde.
-Estaban
muertos. La niña, desde hacía dos horas; el jovencito desde hacía un día y
medio.
-¿Y dio la
orden y ellos se alzaron?
-Dio la
orden y ellos se alzaron.
-¿Habéis
oído? Vosotros dos: ¿habéis oído? ¿Por qué meneáis la cabeza? ¡Ah, quizás lo
que estáis insinuando es que la vida vuelve antes a uno que es inocente y
joven! ¡Pues mi Niño es el Inocente! Y es Siempre Joven. ¡Es Dios mi Hijo!...
La Madre
mira con ojos acongojados a los dos preparadores, quienes, desalentados pero
inexorables, disponen los rollos de las vendas empapadas ya en los perfumes.
María da
dos pasos -ha dejado a su Hijo sobre la piedra con la delicadeza de quien pone
en la cuna a un recién nacido-, da dos pasos, se inclina al pie del lecho
fúnebre, donde, de rodillas, llora la Magdalena; y la aferra por un hombro, la
zarandea, la llama:
-María.
Responde. Éstos piensan que Jesús no podrá resucitar porque es un hombre y ha
muerto a causa de heridas.
Pero ¿tu
hermano no es mayor que El?
-Sí.
-¿No estaba
llagado por entero?
-Sí.
-¿No se
corrompía ya antes de descender al sepulcro?
-Sí.
-¿Y no
resucitó después de cuatro días de asfixia y putrefacción?
-Sí.
-¿Entonces?
Silencio
grave y largo. Luego un grito inhumano. María vacila mientras se lleva una mano
al corazón. La sujetan. Pero Ella los rechaza. Parece rechazar a estos
compasivos; en realidad rechaza lo que sólo Ella ve. Y grita:
-¡Atrás!
¡Atrás, cruel! ¡No esta venganza! ¡Calla! ¡No quiero oírte! ¡Calla! ¡Ah, me
muerde el corazón!
-¿Quién,
Madre?
-¡Oh, Juan!
¡Es Satanás! Satanás, que dice: "No resucitará. Ningún profeta lo ha
dicho". ¡Oh, Dios Altísimo! ¡Ayudadme todos, espíritus buenos, y vosotros,
hombres compasivos! ¡Mi razón vacila! No recuerdo nada. ¿Qué dicen los
profetas? ¿Qué dice el salmo? ¡Oh, ¿quién me repite los pasos que hablan de
Jesús?!
Es la
Magdalena la que con su voz de órgano dice el salmo davídico sobre la Pasión
del Mesías.
La Madre
llora más fuerte, sujetada por Juan, y el llanto cae sobre el Hijo muerto, que
resulta todo mojado de lágrimas.
María ve
esto, y lo seca, y dice en voz baja:
-¡Tanto
llanto! Y, cuando tenías tanta sed, ni siquiera una lágrima te he podido dar. Y
ahora... ¡te mojo entero! Pareces un arbusto bajo un pesado rocío. Aquí, que tu
Madre te seca. ¡Hijo! ¡Tanta amargura has experimentado! ¡No caiga ahora el
amargor y la sal del llanto materno en tu labio herido!...
-Luego
llama fuerte:
-María.
David no habla... ¿Sabes Isaías? Di sus palabras...
La
Magdalena dice el fragmento sobre la Pasión y termina con un sollozo:
-...Entregó su vida a la muerte y fue contado entre los malhechores; Él, que
quitó los pecados del mundo y oró por los pecadores.
-¡Calla!
¡Muerte no! ¡No entregado a la muerte! ¡No! ¡No! ¡Oh, vuestra falta de fe,
aliándose con la tentación de Satanás, me pone la duda en el corazón! ¿Y yo no
voy a creerte, Hijo? ¿No voy a creer en tu santa palabra? ¡Díselo a mi alma!
Habla.
Desde las lejanas regiones a donde has ido a liberar a los que esperaban tu
llegada, lanza tu voz de alma a mi alma hacia ti abierta; a mi alma, que está
aquí, abierta toda a recibir tu voz. ¡Dile a tu Madre que vuelves! Di: “Al
tercer día resucitaré". ¡Te lo suplico, Hijo y Dios! Ayúdame a proteger mi
fe. Satanás la aprisiona entre sus roscas para estrangularla. Satanás ha
separado su boca de serpiente de la carne del hombre porque Tú le has
arrebatado esta presa, pero ahora ha hincado el garfio de sus dientes venenosos
en la carne de mi corazón y me paraliza sus latidos y me quita su fuerza y su
calor. ¡Dios! ¡Dios! ¡Dios! ¡No permitas que desconfíe! ¡No dejes que la duda
me hiele! ¡No des a Satanás la libertad de llevarme a la desesperación! ¡Hijo!
¡Hijo! Ponme la mano en el corazón: alejará a Satanás. Ponme la mano sobre la
cabeza: le devolverá la luz. Santifica con una caricia mis labios y se
fortalezcan para decir: "Creo" incluso contra todo un mundo que no
cree. ¡Oh, qué dolor es no creer! ¡Padre! Mucho hay que perdonar a quien no
cree. Porque cuando ya no se cree... cuando ya no se cree... todo horror se
hace fácil. Yo te lo digo... yo que experimento esta tortura. ¡Padre, piedad de
los que no tienen fe! ¡Dales, Padre santo, dales, por esta Hostia consumada y
por mí, hostia que aún se consume, da tu Fe a los que carecen de fe!
Un rato
largo de silencio.
Nicodemo y
José hacen un gesto a Juan y a la Magdalena.
-Ven,
Madre.
Es la
Magdalena la que habla tratando de separar a María de su Hijo y de desligar los
dedos de Jesús entrelazados con los de María, que los besa llorando.
La Madre se
yergue. Su aspecto es solemne. Extiende por última vez los pobres dedos
exangües, coloca la mano inerte junto al Cuerpo. Luego baja los brazos y bien
erguida, con la cabeza levemente hacia arriba, ora y ofrece. No se oye una sola
palabra, pero se comprende que ora, por todo el aspecto. Es verdaderamente la
Sacerdotisa ante el altar, la Sacerdotisa en el instante de la ofrenda.
«Offerimus praeclarae majestati tuae de tuis donis, ac datis, hostiam puram,
hostiam sanctam, hostiam immaculatam... (Ofrecemos a tu superna majestad las
cosas que tú mismo nos has dad-esto es, el sacrificio puro, santo e
inmaculado... (del Misal Romano).
Luego se
vuelve:
-De
acuerdo, hacedlo. Pero resucitará. En vano desconfiáis de mi razón, en vano
estáis ciegos a la verdad que Él os dijo.
En vano
trata Satanás de tender asechanzas a mi fe. Para redimir al mundo falta también
la tortura infligida a mi corazón por Satanás derrotado. La sufro y la ofrezco
por los que han de venir. ¡Adiós, Hijo!, ¡Adiós, Criatura mía! ¡Adiós, Niño
mío! ¡Adiós...
Adiós...
Santo… Bueno... Amadísimo y digno de amor... Hermosura... Gozo... Fuente de
salvación... Adiós... En tus ojos... en tus labios... en tu pelo de oro... en
tus helados miembros... en tu corazón traspasado... ¡oh, en tu corazón
traspasado!... mi beso... mi beso... mi beso... Adiós. Adiós... ¡Señor! ¡Piedad
de mí!
Los dos preparadores
han terminado de disponer las vendas.
Vienen a la
mesa y despojan a Jesús incluso de su velo. Pasan una esponja -me parece; o un
ovillo de lino- por los miembros (es una muy apresurada preparación de los
miembros, que gotean por mil partes).
Luego untan
de ungüentos todo el Cuerpo, que queda literalmente tapado bajo una costra de
pomada. Lo primero, lo han alzado. Han limpiado la mesa de piedra. En ésta han
puesto la sábana, que cae por más de su mitad por la cabecera del lecho. Han
colocado el Cuerpo apoyado sobre el pecho y han untado todo el dorso, los
muslos, las piernas, toda la parte posterior. Luego le han dado la vuelta
delicadamente, poniendo atención en que no se desprendiera la pomada de
perfumes. Le han ungido también por la parte anterior: primero el tronco; luego
los miembros (primero los pies; lo último, las manos, que han unido encima del
bajo vientre).
La mixtura
de ungüentos debe ser pegajosa, como goma, porque veo que las manos han quedado
estables, mientras que antes siempre resbalaban por su peso de miembros
muertos. Los pies, no: conservan su posición: uno más derecho, el otro más
echado.
Por último,
la cabeza: la habían untado esmeradamente (de forma que sus rasgos desaparecen
bajo el estrato de ungüento), después, para mantener cerrada la boca, la han
atado con la venda que faja el mentón.
María ahora
gime más fuerte.
Alzan la
sábana por el lado que recaía y la pliegan sobre Jesús, que desaparece bajo su
grueso lienzo. Jesús no es ahora sino una forma cubierta por un lienzo.
José
comprueba que todo está bien y todavía coloca sobre el rostro un sudario de
lino; y otros paños, semejantes a cortas y anchas tiras rectangulares, de
derecha a izquierda, sobre el Cuerpo, que sujetan la sábana bien adherida: no
es el típico vendaje que se ve en las momias, tampoco el que se ve en la
resurrección de Lázaro: es un vendaje en embrión.
Jesús ha
quedado anulado. Hasta la forma se difumina bajo los paños. Parece un alargado
montón de tela, más estrecho en los extremos y más ancho en el centro, apoyado
sobre el gris de la piedra.
María llora
más fuerte.
-Dice Jesús
(a María Valtorta):
-Y la
tortura continuó con asaltos periódicos hasta el alba del domingo. Yo tuve, en
la Pasión, una sola tentación. Pero la Madre, la Mujer, expió por la mujer,
culpable de todos los males, repetidas veces. Y Satanás agredió a la Vencedora
con centuplicada saña.
María lo
había vencido, y Ella recibió la más atroz de las tentaciones. Tentación a la
carne de la Madre. Tentación al corazón de la Madre. Tentación al espíritu de
la Madre. El mundo cree que la Redención tuvo fin con mi último respiro. No. La
coronó la Madre, añadiendo su triple tortura para redimir la triple
concupiscencia, luchando durante tres días contra Satanás, que quería llevarla
a negar mi Palabra y a no creer en mi Resurrección. María fue la única que
siguió creyendo. Grande y bienaventurada es también por esta fe.
Has
conocido también esto. Tormento que es eco del tormento de mi Getsemaní. El
mundo no comprenderá esta página. Pero "los que están en el mundo sin ser
del mundo" la comprenderán, y verán aumentado su amor hacia la Madre
Dolorosa. Por esto la he dado.
Ve en paz
con nuestra bendición.
611 Cierran
el Sepulcro. El regreso al Cenáculo.
José de
Arimatea apaga una de las antorchas, da una última ojeada y se dirige a la
apertura del sepulcro manteniendo encendida y levantada la otra antorcha.
María se
inclina una vez más para besar a su Hijo a través de los elementos que lo
cubren. Y quisiera hacerlo dominando su dolor, conteniendo éste como forma de
respeto al Cadáver, que, estando embalsamado, no le pertenece. Pero, cuando
está cerca del rostro velado, ya no se domina; se sume en una nueva crisis de
desolación.
No sin
dificultad, la alzan. La alejan, con mayor dificultad aún, del lecho fúnebre.
Arreglan las telas desordenadas y, más en vilo que sujetándola, se llevan a la
pobre Madre, que se aleja con la cara hacia atrás, para ver, para ver a su
Jesús, ya solo en la oscuridad de sepulcro.
Salen al
huerto silencioso bajo la luz vespertina. Ya la claridad que renació después de
la tragedia del Gólgota vuelve a oscurecerse por la noche que desciende. Y
allí, bajo los tupidos ramajes -tupidos aunque carezcan todavía de hojas y
estén apenas adornados por las bocas blanco-rosas de los manzanos que empiezan
a echar flores (extrañamente retrasados en este pomar de José, mientras que en otros
lugares están ya enteramente cubiertos de flores abiertas e incluso fecundadas,
constituyendo ya minúsculos frutos)-, bajo esos tupidos ramajes, la penumbra es
aún más densa que en otros lugares.
Corren
hasta su surco la pesada piedra del sepulcro. Largas ramas de un enmarañado
rosal, que penden de lo alto de la gruta, parecen llamar a esa puerta de piedra
y decir: "¿Por qué te cierras ante una madre que llora?". Y parecen
verter también ellas lágrimas de sangre con sus pétalos rojos deshojados, con las
corolas distribuidas sobre la superficie de la piedra oscura, con los botones
cerrados que golpean contra el inexorable cierre.
Pero pronto
otra sangre humedecerá esa puerta sepulcral, y otro llanto. María, hasta ahora
sujeta por Juan y sollozando, aunque bastante sosegada, se libera ahora del
apóstol y, emitiendo un grito que creo que ha hecho temblar hasta las entrañas
de las plantas, se arroja contra la puerta, se agarra al saliente de ésta para
descorrerla, se excoria los dedos y se rompe las uñas, sin conseguir moverla, y
hasta hace palanca apretando la cabeza contra este saliente áspero. Su gemido
tiene notas del rugido de una leona que se abra las venas contra el cierre de
una trampa donde estén encerrados sus cachorros, compasiva y furiosa por amor
de madre.
Nada tiene
ahora de la mansa virgen de Nazaret, de la paciente mujer que hasta ahora hemos
conocido. Es: la madre; sólo y simplemente: la madre aferrada a su criatura con
todos los nervios de la carne y todas las entrañas del amor. Es la más
verdadera "dueña" de esa carne que Ella generó, la única dueña
después de Dios, y no quiere que le roben esta propiedad. Es la
"reina"
que defiende su corona: el hijo, el hijo, el hijo.
Toda la
rebelión y las rebeliones que en treinta y tres años en cualquier otra mujer
habría habido contra la injusticia del mundo hacia un hijo, toda la santa y
lícita ira que cualquier otra madre habría manifestado durante aquellas últimas
horas, para herir y matar con las manos y los dientes a los asesinos de su
hijo; todas estas cosas que Ella, por amor al género humano, ha dominado
siempre, ahora se agitan en su corazón, hierven en su sangre, pero, mansa
incluso en medio de ese dolor suyo que la hace delirar, ni impreca ni acomete.
Solamente pide a la piedra que se abra, que la deje pasar porque su sitio está
ahí dentro, donde está Él; sólo pide a los hombres, despiadadamente piadosos,
que la obedezcan y abran.
Después de
haber golpeado y manchado de sangre con los labios y las manos la piedra tenaz,
se vuelve, se apoya con los brazos abiertos, aferrando todavía los dos bordes
de la piedra, y, terrible en su majestuosidad de Madre dolorosa, ordena:
-¡Abrid!
¿No queréis? Pues yo me quedo aquí. ¿No dentro? Pues afuera. Aquí están mi pan
y mi lecho, aquí está mi morada. No tengo ni otras casas ni otro objetivo.
Vosotros marchaos si queréis. Volved al asqueroso mundo. Yo me quedo aquí,
donde no hay ambiciones ni olor de sangre.
-¡No
puedes, Mujer!
-¡No
puedes, Madre!
-¡No
puedes, María amada!
Y tratan de
separarle las manos de la piedra, asustados por esos ojos que ellos no conocían
con ese destello que los hace duros e imperiosos, vítreos, fosforescentes.
La
sobrepujanza mal conviene a los mansos, y los humildes saben persistir en la
soberbia... Y enseguida cede en María el querer vehemente y el mandar
imperioso. Vuelve a Ella su mirada mansa de paloma torturada, pierde el gesto
impositivo y se inclina otra vez suplicante, y une las manos rogando:
-¡Oh,
dejadme! ¡Por vuestros difuntos, por los vivos a los que amáis, piedad de una
pobre madre!... Oíd... oíd mi corazón. Necesita paz para que cese en él este
latido cruel; así se ha puesto a latir arriba, en el Calvario. El martillo
hacía "ton", "ton", "ton".., y cada uno de esos
golpes hería a mi Niño... y golpeaba mi cerebro y mi corazón... y tengo llena
de esos golpes la cabeza, y mi corazón late rápido al ritmo de ese "ton",
"ton”, "ton" descargado sobre las manos, sobre los pies de mi
Jesús, de mi pequeño Jesús... ¡Mi Niño! ¡Mi Niño!...
Le vuelve
todo el tormento que parecía calmado después de su oración al Padre junto a la
mesa de la unción. Todos lloran.
-Necesito
no oír gritos ni golpes. El mundo está lleno de voces y ruidos. Cada voz me
parece ese "gran grito" que me ha petrificado la sangre en las venas;
cada ruido, el del martillo en los clavos. Necesito no ver rostros de hombre.
El mundo está lleno de rostros... Hace casi doce horas que veo rostros de
asesinos... Judas... los verdugos… los sacerdotes... los judíos... ¡Todos,
todos asesinos!... ¡Fuera! ¡Fuera!... No quiero ver a nadie... En cada hombre
hay un lobo y una serpiente. Siento escalofrío ante el hombre, siento miedo del
hombre… Dejadme aquí, bajo estos árboles serenos, en esta hierba poblada de
flores... Dentro de poco saldrán las estrellas... que siempre fueron sus amigas
y mis amigas... Ayer las estrellas han hecho compañía a nuestra solitaria
agonía... Ellas saben muchas cosas... Ellas vienen de Dios... ¡Oh! ¡Dios!
¡Dios!... Llora y se arrodilla.
-¡Paz, mi
Dios! ¡No me quedas sino Tú!
-Ven, hija.
Dios te dará paz. Pero ven. Mañana es el sábado pascual. No podríamos venir a
traerte comida...
-¡Nada!
¡Nada! ¡No quiero comida! ¡Quiero a mi Hijo! Sacio hambre con mi dolor; mi sed,
con mi llanto... Aquí... ¿Oís cómo llora ese autillo? Llora conmigo, y dentro
de poco llorarán los ruiseñores. Y mañana, con la luz del sol, llorarán las
calandrias y los currucos y los pájaros que Él amaba, y las tórtolas vendrán
conmigo a golpear a esta puerta y a decir, a decir:
"¡Álzate,
amor mío y ven! Amor que estás en la hendidura de la roca, en el refugio de la
escarpada, déjame ver tu rostro, déjame escuchar tu voz". ¡Aaaah! ¿Qué
digo? ¡Ellos, ellos también, los torvos asesinos, se han dirigido a Él con las
palabras del Cantar! (Cantar de los cantares 2, 13-14; 3, 11) Sí, venid, oh
hijas de Jerusalén, a ver a vuestro Rey con la diadema, como lo coronó su
Patria en
el día de su desposorio con la Muerte, en el día de su triunfo como Redentor.
-¡Mira,
María! Están viniendo guardias del Templo. Aléjate de aquí. No te vayan a
injuriar.
-¿Guardias?
¿Injurias? No. Son viles. Viles son. Y si yo saliera a su encuentro, terrible
en mi dolor, huirían como Satanás frente a Dios. Pero yo recuerdo que soy
María... y no arremeteré contra ellos, como tendría derecho a hacer. Estaré
pacífica... ni siquiera me verán. Y, si me ven y me preguntan: "¿Qué
quieres?", les diré: "La limosna de respirar el aire balsámico que
sale por esta fisura". Diré: “En nombre de vuestra madre". Todos
tienen una madre... hasta el ladrón compasivo lo ha dicho...
-Pero éstos
son peor que los bandoleros. Te insultarán.
-¿Acaso hay
un insulto que, después de los de hoy, yo no conozca?
Es la
Magdalena la que encuentra la razón capaz de conseguir la obediencia de la
Dolorosa.
-Tú eres
buena, eres santa, y crees y eres fuerte. Pero nosotros ¿qué somos?... ¡Ya lo
ves! La mayor parte han huido; los que han quedado estamos aterrados. La duda,
ya presente en nosotros, nos haría ceder. Tú eres la Madre. No tienes sólo el
deber y el derecho respecto a tu Hijo, sino el deber y el derecho respecto a lo
que es del Hijo. Debes volver con nosotros, estar entre nosotros, para
recogernos, para confirmarnos, para infundirnos tu fe. Tú has dicho, después de
tu justo reproche de nuestra pusilanimidad e incredulidad: "Más fácil le
será resucitar si está libre de estas vendas". Yo te lo digo: "Si
nosotros logramos reunirnos en la fe en su Resurrección, resucitará antes. Lo
llamaremos con nuestro amor...". ¡Madre, Madre de mi Salvador, vuelve con
nosotros, tú, amor de Dios, para darnos este amor tuyo! ¿Acaso quieres que se
pierda de nuevo la pobre María de Magdala, a la que Él ha salvado con tanta
piedad?
-No. Me
pesaría. Tienes razón. Debo volver... buscar a los apóstoles... a los
discípulos... a los parientes... a todos...
Decir...
decir: creed. Decir: os perdona... ¿A quién se lo dije esto?... ¡Ah! A Judas
Iscariote... Habrá que... sí, habrá que buscarlo también a él... porque es el
mayor pecador…
María está
ahora con la cabeza reclinada sobre su propio pecho y tiembla como por repulsa;
luego dice -Juan: lo buscarás. Y me lo traerás. Debes hacerlo. Y yo debo
hacerlo. Padre: hágase esto también por la redención de la Humanidad. Vamos.
Se levanta.
Salen del huerto semioscuro. Los guardias los ven salir y no dicen nada.
El camino,
polvoriento y revuelto por la riada de gente que lo ha recorrido y batido con
pies, piedras y palos, dibuja una curva en torno al Calvario para llegar al
camino de primer orden que va paralelo a las murallas. Y aquí las huellas de lo
que ha sucedido son aún más intensas. Dos veces María emite un grito y se
inclina para examinar bajo la incierta luz el suelo, porque le parece ver
sangre y piensa que es de su Jesús. Pero son sólo jirones de tela desgarrada
(yo creo que con el jaleo de la fuga). El pequeño torrente que corre a lo largo
de este camino susurra un rumor leve en medio del gran silencio que lo envuelve
todo. La ciudad, no viniendo de ella sino un profundo silencio, parece
abandonada.
Ahí está el
puentecillo que conduce a la empinada vereda del Calvario. Y, frente al puente,
la puerta Judicial. Antes de desaparecer tras ella, María se vuelve para mirar
la cima del Calvario... y llora desconsoladamente. Luego dice:
-Vamos.
Pero guiadme vosotros. No quiero ver ni Jerusalén, ni sus calles ni sus
habitantes.
-Sí, sí,
pero démonos prisa. Están para cerrar las puertas y, ¿lo ves?, han reforzado la
guardia en ellas. Roma teme alborotos.
-Con razón.
¡Jerusalén es una guarida de tigres! ¡Es una tribu de asesinos! Una turba de
depredadores; y no sólo dirigen estos usurpadores sus colmillos rapaces hacia
las riquezas, sino también contra las vidas. Hace ya treinta y dos años que
acechan contra la vida de mi Niño... Era un corderito de leche, un corderito
rosa de oro ensortijado... Apenas sabía decir "Mamá", y dar los
primeros pasitos, y reír con sus pocos dientecitos entre los labios de pálido
coral, y ya vinieron para degollarlo... Ahora dicen que había blasfemado y
violado el sábado y que había movido a la sublevación y aspirado al trono y
pecado con las mujeres...
Pero, en
aquellos tiempos, ¿qué había hecho?, ¿qué blasfemia podía haber dicho, si
apenas sabía llamar a su Mamá?, ¿qué podía violar de la Ley, si Él, el eterno
Inocente, era entonces también el inocente pequeñuelo del hombre?, ¿qué sublevación
podía promover, si ni siquiera sabía tener un capricho? ¿A que trono podía
aspirar? Tenía ya su trono en la Tierra y en el Cielo, y no pedía otros tronos:
en el Cielo, el seno del Padre; en la Tierra, el mío. Jamás tuvo ojos para la
carne, y vosotras, jóvenes y hermosas, podéis decirlo. Pero en aquel tiempo, en
aquel tiempo... su "sensualidad” estaba limitada a la necesidad de calor y
nutrición, y sus amores eran sólo con mi tibio pecho, buscando poner encima la
carita y dormir así; y con el romo pezón del que mi amor fluía convertido en
leche... ¡oh, Criatura mía!... ¡Y querían verte muerto! ¡Esto querían: quitarte
la vida! Tu único tesoro.
La Madre al
Hijo; el Hijo a la Madre, para convertirnos en los más míseros y desolados del
Universo. ¿Por qué quitarle al Vivo la vida? ¿Por qué arrogaros el derecho de
quitar esto que es la vida: bien de la flor y del animal, bien del hombre? Nada
os pedía mi Jesús. Ni dinero, ni joyas, ni casas. Una casa tenía, pequeña y
santa, y la había dejado por amor a vosotros hombres - hiena.
Había
renunciado por vosotros a aquello que hasta una cría de animal posee, y fue
pobre y solo por el mundo, sin tener siquiera el lecho que le había hecho el
Justo, sin el pan tan siquiera que le hacía su Madre; y durmió donde pudo y
comió donde pudo: sobre la yacija herbosa de los prados, velado por las
estrellas; o en las casas de los buenos, como cualquier hijo de hombre.
Sentado a
una mesa, o compartiendo con los pájaros de Dios los granos de trigo y el fruto
de la zarza silvestre. Y no os pedía nada. Al contrario: os daba. Quería sólo
la vida para daros con su palabra la Vida. Y vosotros, y Jerusalén, lo habéis
despojado de la vida. ¿Te has saciado con su Sangre? ¿Te has llenado con su
Carne? ¿O todavía no te llena, y quieres -tras vampiro y buitre,
hiena-
comer su Cadáver, y, no satisfecha aún de los oprobios y tormentos, quieres
ensañarte y gozar arañando sus despojos y viendo otra vez sus lacerantes
dolores, sus temblores, sus lágrimas, sus convulsiones, en mí: en la Madre del
Asesinado? ¿Hemos llegado? ¿Por qué os paráis? ¿Qué quiere de José ese hombre?
¿Qué dice?
En efecto,
uno de los escasos transeúntes ha parado a José y, en el silencio absoluto de
la ciudad desierta, se oyen muy bien sus palabras:
-Es sabido
que has entrado en la casa de Pilato. Profanador de la Ley. Rendirás cuentas de
ello. ¡Tienes censura en orden a la Pascua! Estás contaminado.
-Tú
también, Elquías. ¡Me has tocado y estoy cubierto de la sangre de Cristo y de
su sudor mortal!
-¡Ah!
¡Horror! ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Fuera esa sangre!
-No tengas
miedo. Ya te ha abandonado; y maldecido.
-Tú también
estás maldecido. Y no te vayas a pensar que ahora que te entiendes con Pilato
vas a poder llevarte el Cadáver. Hemos tomado medidas para que se termine el
juego.
Nicodemo se
ha acercado lentamente mientras las mujeres se han detenido con Juan y se han
pegado a un profundo portón cerrado.
-Ya lo
hemos visto - continúa José - ¡Cobardes! ¡Tenéis miedo hasta de un muerto! Pero
de mi huerto y de mi sepulcro hago lo que yo creo conveniente.
-Eso lo
veremos.
-Lo
veremos. Recurriré a Pilato.
-Sí.
Fornica ahora con Roma.
Nicodemo
toma la palabra:
-Mejor con
Roma que con el Demonio, como vosotros, ¡deicidas! Y, oye, ¿me podrías decir
cómo es que te has recobrado? Porque hace un momento huías aterrorizado. ¿Se te
esta pasando? ¿No te es suficiente lo que te sucedió? ¿No se te quemó una casa?
¡Échate a temblar! No ha terminado el castigo. Es más: está llegando. Se cierne
sobre tu cabeza como la Némesis de los paganos Ni guardias ni precintos
impedirán al Vengador alzarse y descargar su mano.
-¡Maldito!
Elquías
huye y va a toparse con las mujeres. Comprende y lanza un atroz insulto a
María.
Juan no
dice ni una palabra. Pero, con un salto de pantera, lo aferra fuertemente y lo
tira al suelo y, sujetándolo con las rodillas y apretándole el cuello con las
manos, le dice:
-¡Pídele
perdón o te estrangulo, demonio!
Y no lo
deja hasta que el otro, apretado y medio estrangulado por las manos de Juan, no
masculla: «Perdón».
Pero su
grito ha atraído a la patrulla.
-¿Quién va?
¿Qué pasa? ¿Más alborotos? Quietos todos o cargamos sobre vosotros. ¿Quiénes
sois?
-José de
Arimatea y Nicodemo, autorizados por el Procónsul para sepultar al Nazareno al
que han dado muerte.
Regresamos
del sepulcro con la Madre, el hijo y las familiares y amigas. Éste ha ofendido
a la Madre y ha sido obligado a pedir perdón.
-¿Sólo eso?
Debíais haberlo estrangulado. Marchaos. Soldados arrestad a éste. ¿Qué más
quieren esos vampiros?
¿También el
corazón de las madres? ¡Adiós, judíos!
-¡Qué
horror! Pero ya no son hombres... Juan, sé bueno con ellos. Ten presente el
recuerdo de mi Jesús y de tu Jesús. Él predicaba perdón.
-Madre,
tienes razón. Pero son unos malhechores y me sacan de mis cabales. Son
sacrílegos. Te ofenden a ti. Y esto no puedo permitirlo.
-Son unos
malhechores, sí. Y saben que lo son. Mira qué pocos por las calles; y esos
pocos, cómo se escabullen furtivos.
Después del
delito, los malhechores tienen miedo. Verlos huir así, entrar en las casas,
encerrarse en ellas por miedo, me suscita horror. Los siento a todos culpables
del Deicidio. Mira, María ese viejo. Ya se asoma a la tumba y, no obstante
-ahora que la luz de aquella puerta lo ilumina me parece haberlo visto pasar
acusando a mi Jesús, allí, en la cima del Calvario... Lo llamaba ladrón...
¡¿Ladrón mi Jesús?!... Aquel joven, casi niño todavía, pronunciaba torpes
blasfemias invocando que cayera sobre él su sangre... ¡Oh, desdichado!... ¿Y
aquel hombre? Siendo tan musculoso y fuerte, ¿se habrá abstenido de golpearlo?
¡Oh, no quiero ver! Mirad: encima del rostro que tienen se superpone el rostro
del alma y... y ya no tienen imagen de hombres, sino de demonios... Tanto valor
tenían contra el Atado, el Crucificado…y ahora huyen, se esconden, se
encierran. Tienen miedo. ¿De quién? De un muerto. Para ellos no es más que un
muerto, porque niegan que sea Dios. ¿A qué tienen miedo entonces? ¿A qué
cierran sus puertas? Al remordimiento. Al castigo. No sirve. El remordimiento
está en vosotros. Y os seguirá eternamente. Y el castigo no es humano; no valen
ni cierres ni palos, ni puertas ni barras contra él. El castigo baja del Cielo,
de Dios, vengador de su Inmolado, y atraviesa paredes y puertas, y con su llama
celeste os marca para el castigo sobrenatural que os espera. El mundo irá a
Cristo, al Hijo de Dios y mío. Irá a aquel que vosotros habéis traspasado, pero
vosotros seréis signados para siempre, los Caínes de un Dios, marcados como
oprobio de la raza humana. Yo, que he nacido de vosotros, yo que soy Madre de
todos, tengo que decir que para mí, vuestra hija, habéis sido peores que
padrastros, y que, en el inmenso número de mis hijos, vosotros sois los que más
esfuerzo me imponéis para acogeros, porque os habéis ensuciado con el delito
contra mi Criatura. Y no os arrepentís diciendo: "Eras el Mesías. Te
reconocemos y te adoramos". Ahí hay otra patrulla romana. El Amor ya no
está en la Tierra, la Paz ya no está entre los hombres. El Odio y la Guerra
bullen como esas antorchas humeantes. Los dominadores tienen miedo a la
muchedumbre desmandada. Saben por experiencia que cuando la fiera que se llama
hombre ha sentido el sabor de la sangre se vuelve ávida de masacre... Pero no
temáis a éstos, que no son ni leones ni panteras reales, sino cobardísimas
hienas que se lanzan contra el cordero inerme pero temen al león armado de
lanzas y autoridad. No tengáis miedo a estos chacales reptantes. Vuestro paso
de hierro los hace huir y el brillo de vuestras lanzas los hace más mansos que
conejos. ¡Esas lanzas!
¡Una ha
abierto el corazón del Hijo mío! ¿Cuál de ellas? Verlas es para mí una flecha
en mi corazón... Y, no obstante, quisiera tenerlas todas entre mis manos
temblorosas para ver cuál es la que todavía conserva huellas de sangre y decir:
"¡Es ésta!
¡Dámela,
soldado! Dásela a una madre en memoria de tu madre lejana, y yo oraré por ella
y por ti". Y ningún soldado me la negaría. Porque los hombres de guerra
han sido los mejores ante la agonía del Hijo y de la Madre. ¡Oh, ¿por qué no he
pensado arriba esto?! Me sentía como una persona a la que le hubieran golpeado
la cabeza. Yo la tenía atontada por esos golpes... ¡Oh, esos golpes! ¿Quién
hará que deje de sentirlos aquí, en mi pobre cabeza? La lanza ¡Cuánto quisiera
tenerla!...
-Podemos
buscarla, Madre. El centurión me ha parecido muy bueno con nosotros. Creo que
no me la negará. Iré mañana.
-Sí, sí,
Juan. Soy Pobre. Tengo poco dinero; pero me desprenderé hasta de la última
moneda con tal de tener ese hierro... ¡Oh, ¿cómo es que no lo he pedido en ese
momento?!
-María
amada, ninguno de nosotros tenía noticia de esa herida Cuando la has visto, ya
estaban lejos los soldados.
-Es
verdad... Estoy ofuscada por el dolor. ¿Y las vestiduras? ¡Nada suyo tengo!
Daría mi sangre por tenerlas...
María llora
de nuevo desconsoladamente.
Y llega así
a la calle del Cenáculo; a tiempo, porque ya está agotada y camina
verdaderamente a rastras, como una anciana decrépita. Y además lo manifiesta.
-Ánimo, que
ya hemos llegado.
-¿Ya? ¿Tan
corto el camino que esta mañana me ha parecido largo? ¿Esta mañana? ¿Ha sido
esta mañana? ¿Sólo?
¿Cuántas
horas, o cuántos siglos, han pasado desde que ayer noche entré y desde que salí
de aquí esta mañana? ¿Soy verdaderamente yo: la madre cincuenta años o una
anciana secular, una mujer que abarca épocas, rica en siglos que pesan sobre
sus espaldas arqueadas y sobre su cabeza cana? Siento como haber vivido todo el
dolor del mundo y éste pese enteramente sobre mis espaldas, que se encorvan
bajo su peso. Cruz incorpórea, ¡pero tan pesada...! De piedra. Una cruz quizás
más pesada que la de mi Jesús, porque llevo la mía y la suya con el recuerdo de
su agonía y la realidad de la agonía mía. Vamos a entrar. Porque debemos
entrar. Pero no es ningún consuelo. Es un aumento de dolor. Por esta puerta
entró mi Hijo para su última cena. Por ella salió para ir al encuentro de la
muerte. Y tuvo que poner pie donde lo puso el traidor, que salió para llamar a
los capturadores del Inocente. Apoyado en esa puerta he visto a Judas... ¡He visto
Judas! Y no lo he maldecido, sino que le he hablado como habla una madre llena
de congoja. Llena de congoja por el Hijo bueno y por el hijo malvado... ¡He
visto a Judas!
¡He visto
al Demonio en él! Yo que he tenido siempre a Lucifer bajo mi calcañar y,
mirando sólo a Dios, nunca he bajado los ojos a mirar a Satanás- he conocido el
rostro de Satanás mirando al Traidor. He hablado con el Demonio... ha huido,
porque no soporta mi voz. ¿Lo habrá dejado ahora, de forma que yo pueda hablar
a ese muerto y concebirlo de nuevo -yo, la Madre- con la
Sangre de
un Dios para darlo a luz a la Gracia? Juan: júrame que lo buscarás y que no
serás cruel con él. No lo soy yo que tendría derecho a serlo... ¡Oh, dejadme
entrar en esa habitación donde mi Jesús tomó su última comida!, ¡donde la voz
de mi Niño pronunció en paz sus últimas palabras!
-Sí.
Entraremos. Pero, ahora, ven aquí, a donde estábamos ayer. Descansa. Despídete
de José y Nicodemo, que se marchan.
-Sí. Me
despido de ellos. ¡Oh, sí, me despido de ellos! Les doy las gracias. ¡Los
bendigo!
-Pero, ven,
ven; ¡lo harás más cómodamente!
-No. Aquí.
José... ¡Oh, no he conocido a nadie con este nombre que no me quisiera!...
María de Alfeo se echa bruscamente a llorar.
-No
llores... También José... Por amor, erraba tu hijo. Quería darme humanamente
paz... ¡Pero hoy!... Ya lo habéis visto... ¡Oh, todos los Josés son buenos con
María!... José, yo te digo "gracias". Y a Nicodemo... Mi corazón se
postra a vuestros pies, ante esos pies vuestros cansados por el mucho camino
recorrido por Él... por darle los últimos honores... Yo sólo puedo daros mi
corazón; no tengo otra cosa... Y os lo doy, amigos leales de mi Hijo... y... y
perdonad a una Madre traspasada las palabras que os he dicho en el sepulcro...
-¡Oh!
¡Santa! ¡Perdona tú! - dice Nicodemo.
-Estáte
tranquila ahora. Descansa en tu Fe. Mañana vendremos - añade José.
-Sí,
vendremos. Estamos a tus órdenes.
-Mañana es
sábado - objeta la dueña de la casa.
-El sábado
ha muerto. Vendremos. Adiós. El Señor sea con vosotros - y se marchan.
-Ven,
María.
-Sí, Madre,
ven.
-No. Abrid.
Me habéis prometido hacerlo después de las despedidas. ¡Abrid esta puerta! No
podéis cerrársela a una madre, a una madre que busca respirar en el aire el
olor del aliento, del cuerpo de su Niño. ¿No sabéis, acaso, que ese aliento y
ese cuerpo se los di yo? Yo, yo que lo llevé nueve meses, que le di a luz, que
lo amamanté, lo crié, lo cuidé. ¡Ese aliento es mío!
¡Ese olor
de carne es mío! Es el mío, pero más hermoso en mi Jesús. Dejádmelo percibir
otra vez.
-Sí,
querida. Mañana. Ahora estás cansada. Estás ardiendo de fiebre. No puedes así.
Estás mal.
-Sí. Mal.
Pero es porque tengo en los ojos la percepción de su Sangre y en el olfato el
olor de su Cuerpo llagado. Quiero ver la mesa en que se apoyó vivo y sano,
quiero percibir el perfume de su cuerpo juvenil. ¡Abrid! ¡No me lo sepultéis
por tercera vez! Ya me lo habéis ocultado bajo los perfumes y las vendas; luego
me lo habéis encerrado tras la piedra. ¿Ahora por qué, por
qué negarle
a una Madre que halle el último rastro de Él en el aliento que ha dejado detrás
de esa puerta? Dejadme entrar.
Buscaré en
el suelo, en la mesa, en el asiento, las huellas de sus pies, de sus manos. Y las
besaré, las besaré hasta consumirme los labios. Buscaré... buscaré... Quizás
encuentre un cabello de su cabeza rubia, un cabello no untado de sangre.
¿Sabéis vosotros qué es para una madre un cabello de su hijo? Tú, María de
Cleofás, tú, Salomé, sois madres. ¿Y no comprendéis? ¡Juan!
¡Juan!
Escúchame. Yo soy Madre para ti. El me ha constituido tal. ¡Él! Tú me debes
obediencia. ¡Abre! Yo te amo, Juan. Siempre te he amado porque lo amabas. Te
amaré más todavía. Pero abre. ¡Abre digo! ¿No quieres? ¿No quieres? ¡Ah,
¿entonces ya no tengo hijo?! Jesús no me negaba nunca nada. Porque era hijo. Tú
niegas. No eres hijo. No comprendes mi dolor... ¡Oh, Juan!, perdona... perdona.
Abre... No llores... Abre... ¡Oh, Jesús! ¡Jesús!... Escúchame... ¡Obre tu
espíritu un milagro! ¡Abre a tu pobre Mamá esta puerta que nadie quiere abrir!
¡Jesús! ¡Jesús!
María llama
con los puños cerrados a la puertecita, a esa puertecita bien cerrada. Está en
un momento de paroxismo de su congoja. Hasta que palidece y, susurrando:
-¡Oh, mi
Jesús! ¡Voy! ¡Voy!», se desploma sin fuerzas sobre los brazos de las mujeres,
que lloran y la sujetan para impedir que caiga a los píes de esa puerta; luego
la llevan así, a la habitación que hay enfrente.
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