El miércoles pasado, meditamos sobre el deseo de Dios que el
ser humano lleva en lo más profundo de sí mismo. Hoy me gustaría seguir
profundizando con ustedes este aspecto y meditando brevemente sobre algunas
vías para llegar al conocimiento de Dios:
Pero quisiera recordar que la iniciativa de Dios precede
siempre cualquier iniciativa del hombre, y también en el camino hacia Él, es Él
el primero que nos ilumina, nos orienta y guía, respetando nuestra libertad.
Así como es siempre Él, el que nos hace entrar en intimidad con Él mismo,
revelándose y donándonos la gracia de poder acoger esta revelación en la fe. No
olvidemos nunca la experiencia de san Agustín: no somos nosotros los que
poseemos la Verdad después de haberla buscado, sino que es la Verdad la que nos
busca y nos posee».
Pero, hay vías que pueden abrir el corazón del hombre al
conocimiento de Dios, hay signos que conducen a Dios. Por supuesto, a menudo
corremos el riesgo de quedar deslumbrados, por el brillo de la mundanidad, que
nos hace menos capaces de recorrer algunos caminos o de leer esos signos.
Sin embargo, Dios no se cansa de buscarnos, es fiel al
hombre que ha creado y redimido, permanece cerca de nuestras vidas, porque nos
ama. Ésta es una certeza que nos debe acompañar todos los días, a pesar de que
ciertas mentalidades difusas dificulten la misión de la Iglesia y de los
cristianos de comunicar la alegría del Evangelio a todas las criaturas y de
conducir a todos al encuentro con Jesús, único Salvador del mundo. Sin embargo,
ésta es nuestra misión, es la misión de la Iglesia y cada creyente debe vivirla
con alegría, sintiéndola como propia, a través de una vida verdaderamente
animada por la fe y marcada por la caridad, por el servicio a Dios y a los
demás, y capaz de irradiar esperanza. Esta misión resplandece sobre todo en la
santidad, a la que todos estamos llamados.
Hoy en día, sabemos que no faltan dificultades y pruebas
para la fe, a menudo poco comprendida, contestada y rechazada. San Pedro – como
hemos escuchado - dijo a sus cristianos: "Estén siempre dispuestos a
defenderse delante de cualquiera que les pida razón de la esperanza que ustedes
tienen. Pero háganlo con suavidad y respeto" (1 Pe 3, 15-16). En el
pasado, en Occidente, una sociedad que se consideraba cristiana, la fe era el
ambiente en el que todos se movían, la referencia y la adhesión a Dios eran,
para la mayoría de la gente, parte de la vida cotidiana. Más bien, el que no
creía, sentía que debía justificar su incredulidad. En nuestro mundo, la
situación ha cambiado y, cada vez más, el creyente debe ser capaz de dar razón
de su fe. El Beato Juan Pablo II, en su Encíclica Fides et Ratio, hizo hincapié
en cómo la fe está puesta a prueba, también en la época contemporánea,
atravesada por formas sutiles e insidiosas de ateísmo teórico y práctico (cf.
nn. 46-47). A partir del Iluminismo, la crítica contra la religión se ha
intensificado; la historia se ha caracterizado también por la presencia de
sistemas ateos, en los que se consideraba a Dios como una mera proyección del
espíritu humano, una ilusión, y el producto de una sociedad distorsionada por
tantas alienaciones. El siglo pasado ha sido testigo de un fuerte proceso de
secularismo, en nombre de la autonomía absoluta del hombre, considerado como
medida artífice de la realidad, pero empobrecido por su ser criatura "a
imagen y semejanza de Dios". En nuestro tiempo, se ha verificado un
fenómeno particularmente peligroso para la fe: hay una forma de ateísmo que
definimos, precisamente, "práctico", que no niega las verdades de la
fe o los ritos religiosos, sino que simplemente los considera sin importancia
para la vida cotidiana, separados de la vida, inútil. A menudo, entonces, se
cree en Dios de una manera superficial, y se vive "como si Dios no
existiera" (etsi Deus no daretur). Al final, sin embargo, esta forma de
vida es aún más destructivo, porque conduce a la indiferencia ante la fe y la
cuestión de Dios.
En realidad, el hombre separado de Dios, se reduce a una
sola dimensión, la horizontal, y precisamente este reduccionismo es una de las
causas fundamentales de los totalitarismos, que han tenido consecuencias
trágicas en el siglo pasado, así como de la crisis de valores que vemos en
realidad actual. Oscureciendo la referencia a Dios, también se oscureció el horizonte
ético, para dejar espacio al relativismo y a una concepción ambigua de la
libertad, que, en lugar de liberar, acaba atando al hombre con los ídolos. Las
tentaciones que afrontó Jesús en el desierto, antes de su misión pública,
representan muy bien los "ídolos" que fascinan al hombre, cuando no
va más allá de sí mismo. Cuando Dios pierde su centralidad, el hombre pierde su
lugar justo, ya no encuentra su lugar en la creación, en las relaciones con los
demás. No ha perdido su significado lo que la sabiduría antigua evoca con el
mito de Prometeo: el hombre cree que puede llegar a ser, él mismo,
"dios" dueño de la vida y la muerte.
Ante este marco, la Iglesia, fiel al mandato de Cristo, no
cesa nunca de afirmar la verdad sobre el hombre y su destino. El Concilio
Vaticano II afirma claramente: "La razón más alta de la dignidad del
hombre consiste en su vocación a la comunión con Dios. Desde su nacimiento el
hombre es invitado al diálogo con Dios: de hecho existe, solamente porque ha
sido creado por el amor de Dios, conservado por el mismo amor de Él, vive
plenamente según la verdad si se reconoce libremente y se entrega a su
Creador" (Gaudium et Spes, 19).
¿Qué respuestas, entonces está llamada a dar la fe con
"gentileza y respeto", al ateísmo, al escepticismo, a la indiferencia
hacia la dimensión vertical, de modo que el hombre de nuestro tiempo se siga
interrogando sobre la existencia de Dios y recorra los caminos que conducen a
Él? Me gustaría mencionar algunos aspectos, como resultado tanto de la reflexión
natural, como de la misma fuerza de la fe. Me gustaría muy brevemente resumirlo
en tres palabras: el mundo, el hombre, la fe.
La primera: el mundo. San Agustín, que en su vida ha buscado
durante mucho tiempo la Verdad y fue aferrado por la Verdad, tiene una página
bella y famosa, en la que dice: "Interroga a la belleza de la tierra, del
mar, del aire enrarecido que se expande por todas partes; interroga la belleza
del cielo... interroga a todas estas realidades. Todas te responderán: mira y
observa qué hermosas somos. Su belleza es como un himno de alabanza. Ahora
bien, estas criaturas tan hermosas, pero a la vez tan cambiantes, ¿quién las
hizo, si no uno que es la belleza que no cambia"? (Sermo 241, 2: PL 38,
1134). Creo que tenemos que recuperar y devolver al hombre de hoy la
posibilidad de contemplar la creación, su belleza, su estructura. El mundo no
es un magma informe, pero cuanto más lo conocemos, más descubrimos los
mecanismos maravillosos, mejor vemos su diseño, vemos que hay una inteligencia
creadora. Albert Einstein dijo que en las leyes de la naturaleza "se
revela una razón tan superior que todo el pensamiento racional y las leyes
humanas son comparativamente una reflexión muy insignificante" (El mundo
como yo lo veo, Roma 2005). Una primer camino, pues, que conduce al
descubrimiento de Dios es contemplar con ojos atentos la creación.
La segunda palabra: el hombre. Siempre San Agustín, tiene
una famosa frase que dice que Dios está más cerca de mí que yo a mí mismo (cf.
Confesiones, III, 6, 11). A partir de aquí se formula la invitación: "No
vayas fuera de ti mismo, vuelve a entrar en ti mismo: en el hombre interior
habita la verdad" (True Religion, 39, 72). Este es otro aspecto que
corremos el riesgo de perder en el mundo ruidoso y dispersivo en el que
vivimos: la capacidad de pararnos y de mirar en lo profundo de nosotros mismos
y leer esa sed de infinito que llevamos dentro, que nos impulsa a ir más allá y
nos lleva hacia Alguien que la pueda colmar. El Catecismo de la Iglesia
Católica afirma: "Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su
sentido del bien moral, con su libertad y la voz de la conciencia, con su
aspiración al infinito y a la felicidad, el hombre se pregunta sobre la
existencia de Dios "(n. 33).
La tercera palabra: la fe. Sobre todo en la realidad de
nuestro tiempo, no debemos olvidar que un camino que conduce hacia el
conocimiento y al encuentro con Dios es la vida de fe. El que cree está unido a
Dios, está abierto a su gracia, a la fuerza de la caridad. Así su existencia se
convierte en testimonio no de sí mismo, sino del Resucitado, y su fe no tiene
miedo de mostrarse en la vida cotidiana: está abierta al diálogo, que expresa
profunda amistad para el viaje de cada hombre, y sabe cómo abrir las luces de
esperanza a la necesidad de redención, de felicidad, de futuro. La fe, de
hecho, es encuentro con Dios que habla y actúa en la historia y que convierte
nuestra vida cotidiana, transformando en nosotros mentalidad, juicios de valor,
decisiones y acciones. No es ilusión, fuga de la realidad, cómodo refugio,
sentimentalismo, sino que es participación de toda la vida y es anuncio del
Evangelio, la Buena Nueva capaz de liberar a todo el hombre. Un cristiano, una
comunidad que sean laboriosos y fieles al designio de Dios que nos ha amado
desde el principio, son una vía privilegiada para los que viven en la
indiferencia o en la duda acerca de su existencia y de su acción. Esto, sin
embargo, pide a todos a hacer cada vez más transparente el propio testimonio de
fe, purificando la propia vida para que sea conforme a Cristo. Hoy en día
muchos tienen una concepción limitada de la fe cristiana, porque la identifican
con un mero sistema de creencias y valores, y no tanto con la verdad de Dios
revelada en la historia, deseoso de comunicarse con el hombre cara a cara, en
una relación de amor con él. De hecho, fundamento de toda doctrina o valor es
el encuentro del hombre con Dios en Cristo Jesús. El cristianismo, antes que
una moral o una ética, es el acontecimiento del amor, es el acoger la persona
de Jesús. Por esta razón, el cristiano y las comunidades cristianas y
cristianos, antes que nada, deben mirar y hacer mirar a Cristo, verdadero
camino que conduce a Dios.
(Traducción del italiano: Cecilia de Malak y Eduardo Rubió -
RV)
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