Queridos
hermanos y hermanas:
La pregunta
principal que nos planteamos hoy ¿cómo hablar de Dios en nuestro tiempo? ¿Cómo
comunicar el Evangelio, para abrir caminos a su verdad salvífica en los
corazones de nuestros contemporáneos, a menudo cerrados, y en sus mentes, a
veces distraídas por tantos destellos de la sociedad? El mismo Jesús, nos dicen
los Evangelistas, al anunciar el Reino de Dios se preguntó acerca de esto: Ha
dicho"¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos
servirá para representarlo?" (Mc 4, 30). Cómo hablar de Dios hoy. La
primera respuesta es que nosotros podemos hablar de Dios porque Dios ha hablado
con nosotros. La primera condición del hablar de Dios es, por lo tanto, la
escucha de lo que ha dicho el mismo Dios. Ha hablado con nosotros. Dios no es
una hipótesis lejana del mundo por su origen, Dios se preocupa por nosotros,
Dios nos ama, Dios ha entrado personalmente en la realidad de nuestra historia,
se ha ‘auto-comunicado’ hasta encarnarse. Por lo tanto, Dios es una realidad de
nuestra vida, Dios es tan grande que tiene tiempo también para nosotros, que
puede ocuparse de nosotros y se ocupa de nosotros. En Jesús de Nazaret,
encontramos el rostro de Dios, que ha bajado de su Cielo, para sumergirse en el
mundo de los hombres y en nuestro mundo y enseñar el "arte de vivir",
el camino hacia la felicidad; para liberarnos del pecado y hacernos plenamente
hijos de Dios (cfr. Ef 1, 5, Rom 8, 14). Jesús vino para salvarnos y mostrarnos
la vida buena del Evangelio.
Hablar de
Dios significa, ante todo tener claro lo que debemos brindar a los hombres y
mujeres de nuestro tiempo. No un Dios abstracto, no una hipótesis, sino un Dios
concreto, un Dios que existe, que ha entrado en la historia y está presente en
la historia, el Dios de Jesucristo como respuesta a la pregunta fundamental del
por qué y cómo vivir. Por lo tanto, hablar de Dios requiere una familiaridad
con Jesús y su Evangelio, presupone un conocimiento nuestro personal y real de
Dios y una gran pasión por su proyecto de salvación, sin ceder a la tentación
del éxito, sino siguiendo el método de Dios mismo. El método de Dios es el de
la humildad, Dios se hace uno de nosotros, es el método cumplido en la
Encarnación, en la humilde casa de Nazaret y en la gruta de Belén, el la
parábola del grano de mostaza. Se requiere no temer la humildad de los pequeños
pasos y confiar en la levadura, que penetra en la masa y la hace crecer
lentamente (cfr. Mt 13, 33). Al hablar de Dios, en la obra de la
evangelización, bajo la guía del Espíritu Santo, es necesario recuperar la
simplicidad, un retorno a lo esencial del anuncio: la Buena Nueva de un Dios
que es real, concreto, de un Dios que se preocupa por nosotros, de un Dios-Amor
que se acerca a nosotros en Jesucristo hasta la Cruz y que, en la Resurrección
nos dona la esperanza y nos abre a una vida que no tiene fin, la vida eterna.
Ese comunicador excepcional que fue el apóstol Pablo nos ofrece una lección que
va directo al corazón de la fe, sobre cómo hablar de Dios con gran sencillez.
Hemos escuchado hace poco que en la primera carta a los Corintios escribe:
"Por mi parte, hermanos, cuando los visité para anunciarles el misterio de
Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al
contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y Jesucristo
crucificado" (2, 1-2). Por lo tanto, la primera realidad es que no habla
de una filosofía que él ha desarrollado, no habla de ideas que ha encontrado o
que ha inventado, habla de una realidad de su vida, habla del Dios que ha
entrado en su vida, habla de un Dios real, que vive, que ha hablado con él, que
hablará con él del Cristo resucitado, crucificado y resucitado. La segunda
realidad es que habla, no se busca a sí mismo, no quiere crearse un grupo de
admiradores, no quiere entrar en la historia como cabeza de una escuela de
grandes conocimientos, no se busca así mismo, no quiere tener un grupo de
admiradores suyos, Pablo anuncia a Cristo y quiere ganar personas para el Dios
verdadero y real. Pablo habla con el único anhelo de predicar lo que ha entrado
en su vida y que es la verdadera vida, que lo ha conquistado en el camino a
Damasco. Hablar de Dios quiere decir dar espacio a Aquél que nos lo hace
conocer, que nos revela su rostro de amor; significa expropiar nuestro propio
yo, ofreciéndolo a Cristo, conscientes de que no somos nosotros los que podemos
ganar a los otros para Dios, sino que debemos esperarlos de parte del mismo
Dios, invocárselos a Él. El hablar de Dios nace por lo tanto de la escucha, de
nuestro conocimiento de Dios que se realiza en la familiaridad con Dios, en la
vida de oración y según los mandamientos.
Comunicar
la fe, para san Pablo no quiere decir traer a sí mismo, sino decir abiertamente
y públicamente lo que ha visto y oído en el encuentro con Cristo, lo que él ha
experimentado en su vida ya transformada por aquel encuentro: es llevar a
Jesús, que siente en sí mismo y se ha convertido en el verdadero sentido de su
vida, para que quede claro a todos que Él es necesario para el mundo y decisivo
para la libertad de cada hombre. El Apóstol no se contenta con proclamar las
palabras, sino que implica la totalidad de su vida en la gran obra de la fe.
Para hablar de Dios, tenemos que dejarle espacio en la esperanza de que es Él
quien actúa en nuestra debilidad: dejar espacio sin miedo, con sencillez y
alegría, en la profunda convicción de que cuanto más lo pongamos en medio, y no
a nosotros, más nuestra comunicación será fructífera. Y esto también vale para
las comunidades cristianas: ellas están llamados a mostrar la acción
transformadora de la gracia de Dios, superando individualismos, cerrazones,
egoísmos, indiferencia y viviendo en sus relaciones cotidianas el amor de Dios.
¿Son realmente así nuestras comunidades? Tenemos que ponernos en acción para
ser cada vez más anunciadores de Cristo y no de nosotros mismos.
En este
punto debemos preguntarnos cómo comunicaba Jesús. Jesús en su unicidad habla de
su padre - Abba - y del Reino de Dios, con los ojos llenos de compasión por los
sufrimientos y las dificultades de la existencia humana. Habla con gran
realismo y, yo diría de manera esencial. El anuncio de Jesús nos muestra que en
el mundo y en la creación aparece el rostro de Dios y nos muestra cómo en las
historias cotidianas de nuestra vida Dios está presente, como en las parábolas
de la naturaleza, del grano de mostaza, en la parábola del hijo pródigo, Lázaro
y en todas las parábolas de Jesús. En los Evangelios vemos como Jesús está
interesado por todas las situaciones humanas que encuentra, se inmersa en la
realidad de los hombres y mujeres de su tiempo, con una plena confianza en la
ayuda del Padre. Y en verdad, en estas historias, de manera oculta, Dios está
presente y si estamos atentos lo podemos descubrir. Los discípulos, que viven
con Jesús, las multitudes que se reúnen, ven sus reacciones a los problemas más
disparatados, ven cómo habla, cómo se comporta; ven en Él la acción del
Espíritu Santo, la acción de Dios. En Él anuncio y vida están entrelazados:
Jesús actúa y enseña, siempre a partir de una relación íntima con Dios Padre. Este
estilo se convierte en una indicación fundamental para nosotros los cristianos:
nuestra forma de vivir en la fe y en la caridad se convierte en un hablar de
Dios en el hoy, ya que muestra, con una existencia vivida en Cristo, la
credibilidad y el realismo de lo que decimos con las palabras, porque no son
solo palabras, sino que muestran la realidad, la verdadera realidad. Y en esto
hay que tener cuidado para saber leer los signos de los tiempos de nuestra
época, es decir, identificar el potencial, los deseos, los obstáculos que se
encuentran en la cultura contemporánea, en particular el deseo de autenticidad,
el anhelo de trascendencia, la sensibilidad para salvaguardar la creación, y
comunicar sin miedo la respuesta que ofrece la fe en Dios. El Año de la Fe es
una oportunidad para descubrir, con la fantasía animada por el Espíritu Santo,
nuevos caminos a nivel personal y comunitario, a fin de que en todas partes la
fuerza el Evangelio sea la sabiduría de la vida y la orientación existencial.
También en nuestro
tiempo, un lugar especial para hablar de Dios es la familia, la primera escuela
para comunicar la fe a las nuevas generaciones. El Concilio Vaticano II habla
de los padres como los primeros mensajeros de Dios (cf. Constitución dogmática
Lumen gentium, 11;.. Decr Apostolicam actuositatem, 11), llamados a redescubrir
su misión, asumiéndose la responsabilidad en la educación, en abrir la
conciencia de los pequeños al amor de Dios como un servicio esencial para sus
vidas, siendo los primeros catequistas y maestros de la fe para sus hijos.
Y en esta
tarea es importante ante todo la vigilancia, que significa saber aprovechar las
oportunidades favorables para introducir en la familia el discurso de la fe y
para hacer madurar una reflexión crítica respecto a las muchas influencias a
las que están sometidos los hijos. Esta atención de los padres es también
sensibilidad en el reconocimiento de las posibles preguntas religiosas que se
hacen mentalmente los niños, a veces, evidentes a veces ocultas. Después está
la alegría: la comunicación de la fe siempre debe tener un tono de alegría. Es
la alegría de la Pascua, que no calla u oculta la realidad del dolor, del
sufrimiento, la fatiga, las dificultades, la incomprensión y la muerte misma,
sino que puede ofrecer criterios para la interpretación de todo, desde la
perspectiva de la esperanza cristiana.
La vida
buena del Evangelio es esta nueva mirada, esta capacidad de ver con los mismos
ojos de Dios cada situación. Es importante ayudar a todos los miembros de la
familia a comprender que la fe no es una carga, sino una fuente de alegría
profunda, es percibir la acción de Dios, reconocer la presencia del bien, que
no hace ruido, y proporciona valiosas orientaciones para vivir bien la propia
existencia. Por último, la capacidad de escucha y de dialogo: la familia debe
ser un ámbito donde se aprende a estar juntos, para conciliar los conflictos en
el diálogo mutuo, que está hecho de escucha y de palabra, de entenderse y
amarse, para ser signo, el uno para el otro, del amor misericordioso de Dios.
Hablar de
Dios, por lo tanto, significa comprender con la palabra y con la vida que Dios
no es un competidor de nuestra existencia, sino que es el verdadero garante, el
garante de la grandeza de la persona humana. Así volvemos al principio: hablar
de Dios es comunicar, con fuerza y sencillez, con la palabra y la vida, lo
que es esencial: el Dios de Jesucristo, el Dios que nos ha mostrado un amor tan
grande, de encarnarse, morir y resucitar por nosotros; ese Dios que nos invita
a seguirlo y dejarnos transformar por su amor inmenso para renovar nuestra vida
y nuestras relaciones; el Dios que nos ha dado a la Iglesia, para caminar
juntos y, a través de la Palabra y los Sacramentos, renovar la entera Ciudad de
los hombres, para que pueda llegar a ser la Ciudad de Dios.
Traducción
de Cecilia de Malak y Eduardo Rubió
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