¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo, (Mc 12,28-34) nos vuelve a
proponer las enseñanzas de Jesús, sobre el más grande mandamiento: el
mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los Santos,
que hemos celebrado todos recientemente en una única fiesta solemne, son
propiamente aquellos, que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según
esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner
plenamente en práctica quien vive una relación profunda con Dios, así como el
niño aprende a amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San
Juan de Ávila, que proclamé hace poco Doctor de la Iglesia, escribe así al
inicio de su Tratado sobre el amor de Dios: «La causa que más empuja nuestro
corazón al amor de Dios es considerar profundamente el amor que Él ha tenido
por nosotros… Esto más que los mismos beneficios, empuja el corazón a amar;
porque aquel que ofrece a otro un beneficio, le da algo que posee; pero aquel
que ama se da así mismo con todo lo que tiene, sin que le queda nada más que
dar» (n. 1). Antes de ser un mandato, el amor es un don, una realidad que Dios
nos hace conocer, experimentar, de manera que como una semilla, pueda germinar
incluso dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha metido raíces profundas en una
persona, ésta esta en grado de amar incluso a quien no lo merece, como
justamente hace Dios hacia nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos
sólo cuando lo merecen: los aman siempre, aunque si naturalmente les hacen
entender cuando se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y nada más
que el bien y nunca el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros
ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada
que parte del corazón y no se detiene en la superficie, va más allá de las
apariencias y logra acoger las expectativas profundas del otro: ser escuchado,
tener una atención gratuita, en una palabra: ser amado. Pero se verifica
también el recorrido inverso: que abriéndome al otro así como es, yendo a
buscarlo, haciéndome disponible, me abro también al conocer a Dios, a sentir
que Él existe y es bueno. Amor de Dios y amor del prójimo son inseparables y
tiene una relación recíproca. Jesús no ha inventado ni uno ni otro, sino que ha
revelado que son en fondo, un único mandamiento, y lo ha hecho no solamente con
la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la misma Persona de Jesús y todo
su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como dos brazos de
la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía, Él nos dona este doble amor,
donándose a sí mismo, porque nutridos de este Pan, nos amamos los unos a los
otros como Él nos ha amado.
Queridos amigos, por intercesión de la Virgen María, oremos
para que todo cristiano sepa mostrar su fe en el único verdadero Dios con un
límpido testimonio de amor hacia el prójimo. Traducción del original italiano:
Patricia Ynestroza - RV
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