Texto completo de la homilía del Santo Padre (tomado de RADIO VATICANO)
Queridos hermanos y hermanas,
Me complace estar entre ustedes, y deseo agradecer vivamente
a Monseñor José Guadalupe Martín Rábago, Arzobispo de León, sus amables
palabras de bienvenida. Saludo al episcopado mexicano, así como a los Señores
Cardenales y demás Obispos aquí presentes, en particular a los procedentes de
Latinoamérica y el Caribe. Vaya también mi saludo caluroso a las Autoridades
que nos acompañan, así como a todos los que se han congregado para participar
en esta Santa Misa presidida por el Sucesor de Pedro.
«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos
invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con
la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de
la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy
dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de
esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano
y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a
Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la
persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente
implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de
Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el
corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose
paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un
corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos
de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede
decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia
el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme
confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v.
19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y
batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino
más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza
en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos
puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se
trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no
bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al
único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida
y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este
antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san
Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y
el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los
griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado
la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta
extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que
ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí
que hay una relación. Alguien podría pensar – observa san Agustín – que Jesús
se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso
de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no
es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la
humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene
a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal
vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en
la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará
su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de
trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a
quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios
que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que
Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a
un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se
vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo
y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya
había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó
claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él
les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al
monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el
beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este
lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida
tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya
concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá
bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias
recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se
representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y
otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la
entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a
los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que
gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio
y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le
podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo,
este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de
conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia.
A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros,
dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar
constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en
ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo
un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al
poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios
habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su
Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc
2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de
nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han
sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la
novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el
encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y
misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se
está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene
precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos
y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe
superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha
de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de
estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer
a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo
en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su
disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia
Romana, 22 diciembre 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron
de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en
sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta
incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa
verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda
la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor,
único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como
experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y
gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro
corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua,
para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal
como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga
acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para
que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la
concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
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