Señores
Cardenales,
Queridos
hermanos en el Episcopado
Es un gran
gozo rezar con todos ustedes en esta Basílica-Catedral de León, dedicada a
Nuestra Señora de la Luz. En la bella imagen que se venera en este templo, la
Santísima Virgen tiene en una mano a su Hijo con gran ternura, y extiende la
otra para socorrer a los pecadores. Así ve a María la Iglesia de todos los
tiempos, que la alaba por habernos dado al Redentor, y se confía a ella por ser
la Madre que su divino Hijo nos dejó desde la cruz. Por eso, nosotros la
imploramos frecuentemente como «esperanza nuestra», porque nos ha mostrado a
Jesús y transmitido las grandezas que Dios ha hecho y hace con la humanidad, de
una manera sencilla, como explicándolas a los pequeños de la casa.
Un signo
decisivo de estas grandezas nos la ofrece la lectura breve que hemos proclamado
en estas Vísperas. Los habitantes de Jerusalén y sus jefes no reconocieron a
Cristo, pero, al condenarlo a muerte, dieron cumplimiento de hecho a las
palabras de los profetas (cf. Hch 13,27). Sí, la maldad y la ignorancia de los
hombres no es capaz de frenar el plan divino de salvación, la redención. El mal
no puede tanto.
Otra
maravilla de Dios nos la recuerda el segundo salmo que acabamos de recitar: Las
«peñas» se transforman «en estanques, el pedernal en manantiales de agua» (Sal
113,8). Lo que podría ser piedra de tropiezo y de escándalo, con el triunfo de
Jesús sobre la muerte se convierte en piedra angular: «Es el Señor quien lo ha
hecho, ha sido un milagro patente» (Sal 117,23). No hay motivos, pues, para
rendirse al despotismo del mal. Y pidamos al Señor Resucitado que manifieste su
fuerza en nuestras debilidades y penurias.
Esperaba
con gran ilusión este encuentro con ustedes, Pastores de la Iglesia de Cristo
que peregrina en México y en los diversos países de este gran Continente, como
una ocasión para mirar juntos a Cristo que les ha encomendado la hermosa tarea
de anunciar el evangelio en estos pueblos de recia raigambre católica. La
situación actual de sus diócesis plantea ciertamente retos y dificultades de
muy diversa índole. Pero, sabiendo que el Señor ha resucitado, podemos proseguir
confiados, con la convicción de que el mal no tiene la última palabra de la
historia, y que Dios es capaz de abrir nuevos espacios a una esperanza que no
defrauda (cf. Rm 5,5).
Agradezco
el cordial saludo que me ha dirigido el Señor Arzobispo de Tlalnepantla y
Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano y del Consejo Episcopal
Latinoamericano, haciéndose intérprete y portavoz de todos. Y les ruego a
ustedes, Pastores de las diversas Iglesias particulares, que, al regresar a sus
sedes, trasmitan a sus fieles el afecto entrañable del Papa, que lleva muy
dentro de su corazón todos sus sufrimientos y aspiraciones.
Al ver en
sus rostros el reflejo de las preocupaciones de la grey que apacientan, me
vienen a la mente las Asambleas del Sínodo de los Obispos, en las que los
participantes aplauden cuando intervienen quienes ejercen su ministerio en
situaciones particularmente dolorosas para la vida y la misión de la Iglesia.
Ese gesto brota de la fe en el Señor, y significa fraternidad en los trabajos apostólicos,
así como gratitud y admiración por los que siembran el evangelio entre espinas,
unas en forma de persecución, otras de marginación o menosprecio. Tampoco
faltan preocupaciones por la carencia de medios y recursos humanos, o las
trabas impuestas a la libertad de la Iglesia en el cumplimiento de su misión.
El Sucesor
de Pedro participa de estos sentimientos y agradece su solicitud pastoral
paciente y humilde. Ustedes no están solos en los contratiempos, como tampoco
lo están en los logros evangelizadores. Todos estamos unidos en los
padecimientos y en la consolación (cf. 2 Co 1,5). Sepan que cuentan con un
lugar destacado en la plegaria de quien recibió de Cristo el encargo de
confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,31), que les anima también en la
misión de hacer que nuestro Señor Jesucristo sea cada vez más conocido, amado y
seguido en estas tierras, sin dejarse amedrentar por las contrariedades.
La fe
católica ha marcado significativamente la vida, costumbres e historia de este
Continente, en el que muchas de sus naciones están conmemorando el bicentenario
de su independencia. Es un momento histórico en el que siguió brillando el
nombre de Cristo, llegado aquí por obra de insignes y abnegados misioneros, que
lo proclamaron con audacia y sabiduría. Ellos lo dieron todo por Cristo,
mostrando que el hombre encuentra en él su consistencia y la fuerza necesaria
para vivir en plenitud y edificar una sociedad digna del ser humano, como su
Creador lo ha querido. Aquel ideal de no anteponer nada al Señor, y de hacer
penetrante la Palabra de Dios en todos, sirviéndose de los propios signos y
mejores tradiciones, sigue siendo una valiosa orientación para los Pastores de
hoy.
Las
iniciativas que se realicen con motivo del Año de la fe deben estar encaminadas
a conducir a los hombres hacia Cristo, cuya gracia les permitirá dejar las
cadenas del pecado que los esclaviza y avanzar hacia la libertad auténtica y
responsable. A esto está ayudando también la Misión continental promovida en
Aparecida, que tantos frutos de renovación eclesial está ya cosechando en las
Iglesias particulares de América Latina y el Caribe. Entre ellos, el estudio,
la difusión y meditación de la Sagrada Escritura, que anuncia el amor de Dios y
nuestra salvación. En este sentido, los exhorto a seguir abriendo los tesoros
del evangelio, a fin de que se conviertan en potencia de esperanza, libertad y
salvación para todos los hombres (cf. Rm 1,16). Y sean también fieles testigos
e intérpretes de la palabra del Hijo encarnado, que vivió para cumplir la
voluntad del Padre y, siendo hombre con los hombres, se desvivió por ellos
hasta la muerte.
Queridos
hermanos en el Episcopado, en el horizonte pastoral y evangelizador que se abre
ante nosotros, es de capital relevancia cuidar con gran esmero de los
seminaristas, animándolos a que no se precien «de saber cosa alguna, sino a
Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2,2). No menos fundamental es la cercanía
a los presbíteros, a los que nunca debe faltar la comprensión y el aliento de
su Obispo y, si fuera necesario, también su paterna admonición sobre actitudes
improcedentes. Son sus primeros colaboradores en la comunión sacramental del
sacerdocio, a los que han de mostrar una constante y privilegiada cercanía.
Igualmente cabe decir de las diversas formas de vida consagrada, cuyos carismas
han de ser valorados con gratitud y acompañados con responsabilidad y respeto
al don recibido. Y una atención cada vez más especial se debe a los laicos más
comprometidos en la catequesis, la animación litúrgica, la acción caritativa y
el compromiso social. Su formación en la fe es crucial para hacer presente y
fecundo el evangelio en la sociedad de hoy. Y no es justo que se sientan
tratados como quienes apenas cuentan en la Iglesia, no obstante la ilusión que
ponen en trabajar en ella según su propia vocación, y el gran sacrificio que a
veces les supone esta dedicación. En todo esto, es particularmente importante
para los Pastores que reine un espíritu de comunión entre sacerdotes,
religiosos y laicos, evitando divisiones estériles, críticas y recelos nocivos.
Con estos
vivos deseos, les invito a ser vigías que proclamen día y noche la gloria de
Dios, que es la vida del hombre. Estén del lado de quienes son marginados por
la fuerza, el poder o una riqueza que ignora a quienes carecen de casi todo. La
Iglesia no puede separar la alabanza de Dios del servicio a los hombres. El
único Dios Padre y Creador es el que nos ha constituido hermanos: ser hombre es
ser hermano y guardián del prójimo. En este camino, junto a toda la humanidad,
la Iglesia tiene que revivir y actualizar lo que fue Jesús: el Buen Samaritano,
que viniendo de lejos se insertó en la historia de los hombres, nos levantó y
se ocupó de nuestra curación.
Queridos
hermanos en el Episcopado, la Iglesia en América Latina, que muchas veces se ha
unido a Jesucristo en su pasión, ha de seguir siendo semilla de esperanza, que
permita ver a todos cómo los frutos de la resurrección alcanzan y enriquecen
estas tierras.
Que la
Madre de Dios, en su advocación de María Santísima de la Luz, disipe las
tinieblas de nuestro mundo y alumbre nuestro camino, para que podamos confirmar
en la fe al pueblo latinoamericano en sus fatigas y anhelos, con entereza,
valentía y fe firme en quien todo lo puede y a todos ama hasta el extremo. Amén.
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