Texto completo de la Audiencia general - TOMADO DE RADIO VATICANO
Queridos hermanos y hermanas, estamos aún en la luz de la fiesta de la
Asunción y he dicho que es una fiesta de la esperanza. María ha llegado al
Paraíso y este es nuestro destino: todos nosotros podemos llegar al Paraíso.
La cuestión es cómo hacerlo. María ha llegado y sobre María dice el
Evangelio: es “Aquella que ha creído en el cumplimientote lo que el Señor le ha
dicho” (Lc 1,45). Por lo tanto, María ha crecido, se ha confiado a Dios, ha
entrado en la voluntad del Señor. Ella estaba en el camino trazado directamente
hacia el Paraíso. Creer, confiarse al Señor, entrar en su voluntad: esta es la
dirección esencial. Hoy no quiero caminar y recorrer todo este camino de la fe,
sino solo tocar un pequeño aspecto de la vida de la oración, que es la vida del
contacto con Dios, es decir, sobre la meditación y qué es la meditación. Quiere
decir “hacer memoria” de cuanto Dios ha hecho y no olvidar sus muchos
beneficios (Sal 103,2b).
A menudo vemos solo las cosas negativas; también tenemos que tener en
nuestra memoria las cosas positivas, los dones que Dios nos ha dado, estar
atentos a los signos positivos que vienen de Dios y –“hacer memoria” de ellos.
Por lo tanto, hablamos de un tipo de oración que en la tradición cristiana
viene llamada “oración mental”. Nosotros conocemos habitualmente la oración con
palabras, naturalmente también la mente y el corazón, han de estar presentes,
en esta oración; pero hoy hablamos de una meditación sin palabras, de “un tomar
contacto” de nuestra mente con el corazón de Dios. Y María, aquí, es un modelo
muy real: el evangelista Lucas repite varias veces que María “custodiaba todas
estas cosas, meditándolas en su corazón” (2,19;2,51b).
Custodia y no olvida, está atenta a todo cuanto el Señor le ha dicho y
hecho y medita, es decir, toma contacto con estas cosas, profundiza en su
corazón. Ella que “ha creído” en el anuncio del Ángel, se ha hecho instrumento
para que la Palabra eterna del Altísimo pudiera encarnarse, también ha acogido
en su corazón el admirable prodigio de aquel nacimiento humano-divino, lo ha
meditado, ha reflexionado sobre todo lo que Dios estaba realizando en Ella,
para acoger la voluntad divina en su vida y corresponderle. El misterio de la
encarnación del Hijo de Dios y la maternidad de María es tan grande que requiere
un proceso de interiorización –no es solo una cosa física que Dios hace, sino
que exige una interiorización por parte de María, que intenta profundizarlo a
través de su inteligencia, interpretar el sentido, comprender los recovecos y
las implicaciones. De este modo, día tras día, en el silencio de la vida
ordinaria, María continúa custodiando en su corazón los sucesivos eventos
admirables de la que es testigo, hasta la prueba extrema de la Cruz y de la
gloria de la Resurrección. María ha vivido plenamente su existencia, sus
deberes cotidianos, su misión de Madre, pero ha sabido mantener dentro de sí un
espacio interior para reflexionar sobre la palabra y sobre la voluntad de Dios,
sobre todo lo que ocurría en Ella, sobre los misterios de la vida de su Hijo.
En nuestro tiempo estamos absortos por tantas actividades y compromisos,
preocupaciones y problemas; muchas veces se tiende a rellenar todos los
espacios de la jornada, sin tener un momento para detenerse a reflexionar y a
alimentar la vida espiritual, el contacto con Dios. María nos enseña cuan
necesario es encontrar en nuestras jornadas, con todas las actividades,
encontrar momentos para recogerse en silencio y meditar sobre cuanto el Señor
nos quiere enseñar, sobre como está presente y actúa en el mundo y en nuestra
vida: ser capaces de detenerse un momento, y meditar. San Agustín paragona la
meditación sobre los misterios de Dios a la asimilación del alimento y utiliza
un verbo que se repite en toda la tradición cristiana: “rumiar”; los misterios de
Dios, van continuamente hechos resonar en nosotros mismos para que se nos hagan
familiares, guíen nuestra vida, nos alimenten como ocurre con el alimento
necesario para nuestro mantenimiento.
San Buenaventura, refiriéndose a las palabras de la Sagrada Escritura
dice que “van siempre rumiados para poderlas fijar con ardiente aplicación del
alma” (Coll.In Hex, ed. Quaracchi 1934, p, 218). Meditar por lo tanto quiere
decir crear en nosotros una situación de recogimiento, de silencio interior,
para reflexionar, asimilar los misterios de nuestra fe y lo que Dios realiza en
nosotros, y no solamente en las cosas que van y vienen; podemos “rumiar” de
varios modos, tomando, por ejemplo un breve pasaje de la Sagrada Escritura,
sobre todo los Evangelio, los hechos de los Apóstoles o las Cartas de los
Apóstoles, o incluso una página de un autor de espiritualidad que nos acerca,
nos hace más presente la realidad de Dios a nuestro hoy, incluso también
haciéndonos aconsejar por el confesor o del director espiritual, leer y
reflexionar sobre lo que se ha leído, deteniéndose sobre ello, intentando
comprenderlo, que cosa me dice, que cosa dice hoy, de abrir nuestra alma a
cuanto el Señor quiere decirnos y enseñarnos. También el Santo Rosario es una
oración de meditación: repitiendo el Ave María estamos invitados a repensar y a
reflexionar sobre el Misterio que hemos proclamado. Pero podemos detenernos
también sobre alguna intensa experiencia espiritual, sobre palabras que se nos
han quedado impresas al participar en la Eucaristía dominical. Por lo tanto,
como veis, existen muchas maneras de meditar y así de tomar contacto con Dios y
acercarnos a Dios y de esta forma estar en camino hacia el Paraíso.
Queridos amigos, la constancia en el dedicar tiempo a Dios es un
elemento fundamental para el crecimiento espiritual; será el Señor mismo a
darnos el placer de sus misterios, de sus palabras, de su presencia y acción,
encontrar como es bello cuando Dios habla con nosotros; nos hará comprender de
manera más profunda que quiere de mí. Al final es precisamente el objetivo de
la meditación: confiarse cada vez más a las manos de Dios, con confianza y
amor, ciertos que solamente en hacer su voluntad seremos al final
verdaderamente felices.
Traducción del italiano: Eduardo Rubió y Rafael
Álvarez Taberner
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