“La grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre (…). Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (Spe salvi, 38). Estas palabras reflejan una larga tradición de humanidad que brota del ofrecimiento que Cristo hace de sí mismo en la Cruz por nosotros y por nuestra redención. Jesús y, siguiendo sus huellas, su Madre Dolorosa y los santos son los testigos que nos enseñan a vivir el drama del sufrimiento para nuestro bien y la salvación del mundo."
"De manera misteriosa pero muy real, su presencia suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia el corazón de los hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por haberlos conocido."
Señor
Cardenal Arzobispo de Madrid,
Queridos
hermanos en el Episcopado,
Queridos
sacerdotes y religiosos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios,
Distinguidas
Autoridades,
Queridos
jóvenes, familiares y voluntarios aquí presentes
Gracias de corazón por el amable saludo y la cordial acogida que me
habéis dispensado.
Esta noche, antes de la vigilia de oración con los jóvenes de todo el
mundo que han venido a Madrid para participar en esta Jornada Mundial de la
Juventud, tenemos ocasión de pasar algunos momentos juntos y así poder manifestaros
la cercanía y el aprecio del Papa por cada uno de vosotros, por vuestras
familias y por todas las personas que os acompañan y cuidan en esta Fundación
del Instituto San José.
La juventud, lo hemos recordado otras veces, es la edad en la que la
vida se desvela a la persona con toda la riqueza y plenitud de sus
potencialidades, impulsando la búsqueda de metas más altas que den sentido a la
misma. Por eso, cuando el dolor aparece en el horizonte de una vida joven,
quedamos desconcertados y quizá nos preguntemos: ¿Puede seguir siendo grande la
vida cuando irrumpe en ella el sufrimiento? A este respecto, en mi encíclica
sobre la esperanza cristiana, decía: “La grandeza de la humanidad está
determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre
(…). Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de
contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y
sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (Spe
salvi, 38). Estas palabras reflejan una larga tradición de humanidad que brota
del ofrecimiento que Cristo hace de sí mismo en la Cruz por nosotros y por
nuestra redención. Jesús y, siguiendo sus huellas, su Madre Dolorosa y los
santos son los testigos que nos enseñan a vivir el drama del sufrimiento para
nuestro bien y la salvación del mundo.
Estos testigos nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida
humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar esta
impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no solo: desde que el
Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios
se nos ofrece también en el rostro de quien padece. Esta especial predilección
del Señor por el que sufre nos lleva a mirar al otro con ojos limpios, para
darle, además de las cosas externas que precisa, la mirada de amor que
necesita. Pero esto únicamente es posible realizarlo como fruto de un encuentro
personal con Cristo. De ello sois muy conscientes vosotros, religiosos,
familiares, profesionales de la salud y voluntarios que vivís y trabajáis
cotidianamente con estos jóvenes. Vuestra vida y dedicación proclaman la
grandeza a la que está llamado el hombre: compadecerse y acompañar por amor a
quien sufre, como ha hecho Dios mismo. Y en vuestra hermosa labor resuenan
también las palabras evangélicas: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos,
mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).
Por otro lado, vosotros sois también testigos del bien inmenso que
constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su lado y para la
humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su presencia suscita en
nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura que nos abre a la
salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia el corazón de los
hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por haberlos conocido.
Queridos amigos, nuestra sociedad, en la que demasiado a menudo se pone
en duda la dignidad inestimable de la vida, de cada vida, os necesita: vosotros
contribuís decididamente a edificar la civilización del amor. Más aún, sois
protagonistas de esta civilización. Y como hijos de la Iglesia ofrecéis al
Señor vuestras vidas, con sus penas y sus alegrías, colaborando con Él y
entrando “a formar parte de algún modo del tesoro de compasión que necesita el
género humano” (Spe salvi, 40).
Con afecto entrañable, y por intercesión de San José, de San Juan de
Dios y de San Benito Menni, os encomiendo de todo corazón a Dios nuestro Señor:
que Él sea vuestra fuerza y vuestro premio. De su amor sea signo la Bendición
Apostólica que os imparto a vosotros y a todos vuestros familiares y amigos.
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