Queridos hermanos y hermanas:
En varias oportunidades, he
recordado, en este periodo, la necesidad, para cada cristiano, de encontrar un
tiempo para Dios, para la oración, en medio de las tantas ocupaciones de
nuestras jornadas. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos
acordemos de Él. Hoy, quisiera detenerme brevemente sobre uno de estos canales,
que pueden conducirnos a Dios y ayudarnos al encuentro con Él: es la vía de las
expresiones artísticas, parte de aquella ‘via pulchritudinis’, camino de la
belleza, del que he hablado varias veces y que el hombre de hoy debería
recuperar en su significado más profundo.
Quizás, algunas veces, les ha
sucedido, ante una escultura, un cuadro, algunos versos de poesía, o una pieza
musical, percibir en el alma una emoción íntima, una sensación de alegría. Es
decir, percibir claramente que, ante vosotros, no había sólo materia, un pedazo
de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de
sonidos, sino algo más grande. Algo que ‘habla’, capaz de tocar el corazón, de
comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es el fruto de la
capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, intenta
descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las
formas, de los colores y de los sonidos. El arte es capaz de expresar y de
hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que ve, manifiesta
la sed y la búsqueda de lo infinito. Aún más, es como una puerta abierta hacia
lo infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y
una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsarnos
hacia lo alto.
Pero hay expresiones artísticas
que son verdaderas sendas hacia Dios, Belleza suprema, más aún, son una ayuda
para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de obras que nacen
de la fe y que expresan la fe. Podemos tener un ejemplo de ello cuando
visitamos una catedral gótica: quedamos prendados por las líneas verticales que
se estallan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro
espíritu, mientras, al mismo tiempo, nos sentimos pequeños, anhelando, sin
embargo, la plenitud... O cuando entramos en una iglesia románica: nos sentimos
invitados de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que,
en estos espléndidos edificios, está como atesorada la fe de generaciones. Así
como, cuando escuchamos una pieza de música sacra, que hace vibrar las cuerdas
de nuestro corazón, nuestra alma queda como dilatada y ayudada a dirigirse a
Dios. Vuelve a mi mente un concierto de músicas de Johan Sebastian Bach, en
Munich de Baviera, dirigido por Leonard Bernstein. Al final de la última pieza,
una de las Cantatas, sentí, no por un razonamiento mío, sino en lo profundo de
mi corazón, que lo que había escuchado me había trasmitido ‘verdad’, ‘verdad’
del sumo compositor y me impulsaba a alabar y agradecer a Dios. A mi lado,
estaba el obispo luterano de Munich, al que espontáneamente le dije que,
sintiendo esto se sabe, es verdad, es verdadera la fe tan intensa, y la belleza
que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios.
Pero cuantas veces cuadros o
frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en sus
luces, nos empujan a dirigir el pensamiento a Dios y hacen crecer en nosotros
el deseo de beber en el manantial de toda belleza. Permanece profundamente
verdadero cuanto ha escrito un gran artista, Marc Chagall, que los pintores a
través de los siglos han mojado su pincel en aquel alfabeto de colores que es
la Biblia. ¡Cuantas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasión para
acordarnos de Dios, para ayudar nuestra oración o también para la conversión
del corazón! Paúl Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en
la Basílica de Notre Dame en París en 1886, precisamente escuchando el canto
del Magnificat durante la Misa de Navidad, advirtió la presencia de Dios. No
había entrado en la iglesia por motivos de fe, había entrado precisamente para
buscar argumentos contra los cristianos, y sin embargo la gracia de Dios obró
en su corazón.
Queridos amigos los invito a
redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra
relación viva con Dios. La ciudad y los pueblos en todo el mundo conservan
tesoros de arte que expresan la fe y nos llaman a la relación con Dios. La
visita a estos lugares de arte, entonces, no sean ocasión solamente de
enriquecimiento cultural, también esto, pero pueda convertirse en un momento de
gracia, de estímulo para reforzar nuestra unión y nuestro diálogo con el Señor,
para detenerse a contemplar -en el pasaje de la simple realidad exterior a la
realidad más profunda que se expresa aquí- el rayo de belleza que nos llama la
atención, que casi nos “hiere” en lo íntimo y nos invita a subir hacia Dios.
Termino con una oración de un salmo: “Una sola cosa he pedido al Señor, y esto
es lo que quiero vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para
gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo” (Sal 27,4). Esperemos que
el Señor nos ayude a contemplar su belleza, tanto natural como en las obras de
arte, y ser de esta manera tocados por la luz de su Rostro de manera que
también nosotros podamos ser luz para nuestro prójimo.
Traducción
del italiano: Cecilia de Malak y Rafael Álvarez Taberner - RV
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