La tarde de este viernes 19 de agosto el Santo Padre Benedicto XVI presidio el Vía Crucis con cientos de miles de jóvenes en la Plaza de Cibeles de Madrid. En esta oportunidad el sugestivo ejercicio piadoso evocó de manera especial el sufrimiento de jóvenes en diversas partes del mundo a causa de guerras, luchas fratricidas, persecuciones por causa de la fe, marginación, drogodependencia, aborto, terrorismo o catástrofes naturales.
"«Cristo me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ante un amor tan desinteresado, llenos de estupor y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por él? ¿Qué respuesta le daremos? San Juan lo dice claramente: «En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). La pasión de Cristo nos impulsa a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la consolatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39)"
Queridos jóvenes:
Con piedad y fervor hemos celebrado este Vía
Crucis, acompañando a Cristo en su Pasión y Muerte. Los comentarios de las
Hermanitas de la Cruz, que sirven a los más pobres y menesterosos, nos han
facilitado adentrarnos en el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo, que
contiene la verdadera sabiduría de Dios, la que juzga al mundo y a los que se
creen sabios (cf. 1 Co 1,17-19). También nos ha ayudado en este itinerario
hacia el Calvario la contemplación de estas extraordinarias imágenes del
patrimonio religioso de las diócesis españolas. Son imágenes donde la fe y el
arte se armonizan para llegar al corazón del hombre e invitarle a la
conversión. Cuando la mirada de la fe es limpia y auténtica, la belleza se pone
a su servicio y es capaz de representar los misterios de nuestra salvación
hasta conmovernos profundamente y transformar nuestro corazón, como sucedió a
Santa Teresa de Jesús al contemplar una imagen de Cristo muy llagado (cf. Libro
de la vida, 9,1).
Mientras avanzábamos con Jesús, hasta llegar a
la cima de su entrega en el Calvario, nos venían a la mente las palabras de san
Pablo: «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Ante un amor tan desinteresado,
llenos de estupor y gratitud, nos preguntamos ahora: ¿Qué haremos nosotros por
él? ¿Qué respuesta le daremos? San Juan lo dice claramente: «En esto hemos
conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos
dar nuestra vida por los hermanos» (1 Jn 3,16). La pasión de Cristo nos impulsa
a cargar sobre nuestros hombros el sufrimiento del mundo, con la certeza de que
Dios no es alguien distante o lejano del hombre y sus vicisitudes. Al
contrario, se hizo uno de nosotros «para poder compadecer Él mismo con el
hombre, de modo muy real, en carne y sangre. Por eso, en cada pena humana ha
entrado uno que comparte el sufrir y padecer; de ahí se difunde en cada
sufrimiento la consolatio, el consuelo del amor participado de Dios y así
aparece la estrella de la esperanza» (Spe salvi, 39).
Queridos jóvenes, que el amor de Cristo por
nosotros aumente vuestra alegría y os aliente a estar cerca de los menos
favorecidos. Vosotros, que sois muy sensibles a la idea de compartir la vida
con los demás, no paséis de largo ante el sufrimiento humano, donde Dios os
espera para que entreguéis lo mejor de vosotros mismos: vuestra capacidad de
amar y de compadecer. Las diversas formas de sufrimiento que, a lo largo del
Vía Crucis, han desfilado ante nuestros ojos son llamadas del Señor para
edificar nuestras vidas siguiendo sus huellas y hacer de nosotros signos de su
consuelo y salvación. «Sufrir con el otro, por los otros, sufrir por amor de la
verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en
una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de la humanidad,
cuya pérdida destruiría al hombre mismo» (ibid.).
Que sepamos acoger estas lecciones y llevarlas
a la práctica. Miremos para ello a Cristo, colgado en el áspero madero, y
pidámosle que nos enseñe esta sabiduría misteriosa de la cruz, gracias a la
cual el hombre vive. La cruz no fue el desenlace de un fracaso, sino el modo de
expresar la entrega amorosa que llega hasta la donación más inmensa de la propia
vida. El Padre quiso amar a los hombres en el abrazo de su Hijo crucificado por
amor. La cruz en su forma y significado representa ese amor del Padre y de
Cristo a los hombres. En ella reconocemos el icono del amor supremo, en donde
aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: esta es la Buena Noticia
que devuelve la esperanza al mundo.
Volvamos ahora nuestros ojos a la Virgen María,
que en el Calvario nos fue entregada como Madre, y supliquémosle que nos
sostenga con su amorosa protección en el camino de la vida, en particular
cuando pasemos por la noche del dolor, para que alcancemos a mantenernos como
Ella firmes al pie de la cruz.
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